martes, 23 de diciembre de 2008

Los retratistas

DGD: Textiles-Serie blanca 4, 2008
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los retratistas beben la luz
como si cada gota fuera la última
y esta es la única certeza de que disponen
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llenan sus casas de piedras y figuras
tallan, moldean, fijan
de nuevo son rupestres, góticos, surrealistas
almacenan grandes cantidades de instantáneas
en papel fotográfico
—porque todo papel es fotográfico—
en piel de basilisco
en hojas de espliego
con tiralíneas y sinalefas
y odómetros y puentes móviles
licuando, tañendo
con el ombligo ávido de fascinación
indignados
profundamente heridos de claroscuros
confesionales, rudos, postreros
lascivos, timoratos
siguiendo a las orugas
y acorralando a las salamandras
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lo arriesgan todo a cada paso
y les gusta bordear el abismo
detectar minas explosivas y deshielos
meter la mano en los avisperos
cuidadosamente convertida en viento
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desconfían
con cada poro abierto desconfían
saben que el mundo se mueve
y que el ojo está enseñado a estarse quieto
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no hay arte del cazador que desconozcan
pero su presa es un espejo visto en sueños
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y así andan, desmoronados y vehementes
devorando sombras y sobreentendiendo fantasmas
perdidos en el ojo de la aguja perdida en el pajar
necios, diagonales, cronistas de lo imposible
lunáticos desorbitados, ufanos heresiarcas
con la cara hecha de reflejos
esperando siempre el reverso del miedo
y la lúbrica liturgia del instante
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pájaros marinos en una ciudad deshabitada
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[De Apuntes para un retrato de Alejandra, Departamento de Bellas Artes de Jalisco, Col. El Granado, Guadalajara, 1987. Edición agotada.]
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martes, 9 de diciembre de 2008

Virtualidades

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 14, 2003
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1. Bradbury: la elaborada intriga
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En la novela El vino del estío (1946) de Ray Bradbury aparece un personaje memorable, la señora Bentley, una ajada y marchita viuda de 72 años de edad que vive sola en la pequeña ciudad provinciana de Estados Unidos en donde Bradbury sitúa a la novela en 1929. Dos niñas vecinas suelen visitarla y un día la afable anciana les comenta que alguna vez ella también fue una niña. Las pequeñas se niegan a creerle, y tampoco que su nombre sea Helen: afirman que es la señora Bentley y que siempre ha tenido tanto la edad como el aspecto actuales.
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Para convencer a sus inconmovibles escuchas, la anciana les muestra los juguetes que utilizó en la infancia y hasta una fotografía que le tomaran a los siete años, entre otros objetos cuidadosamente conservados y catalogados por la mujer a lo largo de las décadas. Las niñas aducen que cualquiera puede conseguir objetos y fotografías como esos en cualquier parte; sólo podría convencerlas el testimonio directo de alguien que hubiera conocido a la señora Bentley desde la infancia, pero ella se ha mudado al pueblo cinco años atrás y nadie en los alrededores la conoció antes. La anciana dice a Jane, una de las niñas:
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—Tienes que creer en estas cosas. Algún día serás vieja como yo. La gente te dirá lo mismo: “Oh no”, dirán, “estos buitres no fueron nunca ruiseñores, estos búhos no fueron oropéndolas, estos loros no fueron canarios”. ¡Un día serás como yo!
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—¡No! ¡No! —dijeron las niñas.
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—¿Sí? —se preguntaron.
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—¡Esperad y veráis! —dijo la señora Bentley.
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Y en su interior pensó: “Oh Dios, los niños son niños, y las viejas son viejas, y nada los une. No pueden imaginar un cambio que no ven”.
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—Tu madre —dijo a Jane—. ¿No notaste, con los años, un cambio?
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—No —dijo Jane—. Es siempre la misma.[1]
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Estos diálogos llegan a ser tan firmes y repetitivos, que la señora Bentley termina por dudar:
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Se quedó despierta, muchas horas, entre sus baúles y chucherías. Miró las ordenadas pilas de materiales y juguetes y plumas de ópera, y dijo en voz alta:
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—¿Son realmente míos?
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¿O era aquello la elaborada intriga de una vieja que creía tener un pasado?
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A la mañana siguiente la anciana regala a las niñas los juguetes que ha conservado y les pide ayuda para quemar todas sus fotografías y documentos. A partir de entonces ya puede llevar con las pequeñas una relación sin suspicacias:
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—¿Cuántos años tiene usted, señora Bentley?
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—Setenta y dos.
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—¿Cuántos años tenía hace cincuenta años?
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—Setenta y dos.
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—¿Nunca fue joven, no es cierto, y nunca usó cintas y vestidos como estos?
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—No.
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—¿No tiene nombre?
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—Mi nombre es señora Bentley.
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—¿Y siempre vivió en esta casa?
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—Siempre.
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—¿Y nunca fue bonita?
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—Nunca.
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—¿Nunca en un millón de trillones de años?
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Las dos niñas se inclinaban hacia la vieja, y esperaban en el apretado silencio de las cuatro de
la tarde.
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—Nunca —decía la señora Bentley—, ni en un millón de trillones de años.
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¿En dónde está la identidad sino en la memoria? La señora Bentley se da cuenta de que sus recuerdos podrían en efecto parecer tan falsos —y que, de hecho, lo son— como las niñas los contemplan. Todos los objetos que minuciosamente ha atesorado por años representan un esfuerzo por conservar una identidad que de pronto se vuelve intriga. Las niñas dejan de considerarla una embustera cuando se vuelve Nadie, es decir, cuando por fin acepta que esa es su única identidad posible: la inalterable calidad de Nadie, que es siempre la misma.
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2. Beckett: la infinita soledad del único individuo
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Soy hombre: nada de lo que es humano me es extraño.
Terencio: El hombre que se
castiga a sí mismo, I, 1, 25
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En El innombrable (1953) de Samuel Beckett, la doliente voz narradora alcanza una iluminación: “Sólo yo soy hombre y todo lo demás es divino”.[2] Esta portentosa intuición podría enunciarse de otro modo: “Sólo yo soy Nadie y todo lo demás es Alguien”; sin embargo, aquí se encuentra un matiz que sitúa a esta afirmación en un nivel superior al que tendría, por ejemplo, decir: “Sólo yo soy nadie y todo lo demás es humano”. El narrador de esta novela es Nadie porque está exiliado del nivel divino, pero a la vez resulta “Más que Nadie” porque se halla en el nivel de lo humano, y no en el de la nada. Si “hombre” es una noción relativa y cambiante de acuerdo con el referente contra el que se establece, la afirmación del Innombrable se distingue por su simultaneidad entre dos referentes opuestos: la máxima soberbia luciferina y la más impensable humildad. El regusto soberbio procede del hecho de que este ser es único (“sólo yo soy hombre”), al tiempo que la divinidad es plural (“todo lo demás es divino”). Mas también existe una extrema humildad a partir del grado de exilio supremo que alcanza esta soledad innombrable.
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En la literatura mayoritaria, el sentido usual de soledad y de exilio se maneja respecto a inferioridades de nivel: así, numerosos personajes afirman “sólo yo soy hombre y todo lo demás es nada”; la superioridad es, así, un aislamiento sólo alimentado por la conciencia de tal superioridad. Sin embargo, la soledad del Innombrable es de signo inverso, puesto que para él la otredad —todo lo demás— es superior. En otras palabras, no se define contra lo diversamente inferior sino contra lo absolutamente superior, que sólo él puede contemplar. Hay en El innombrable, pues, el testimonio trágico de la humanidad contenida en un solo individuo, así como la pavorosa sugerencia de que los demás individuos, si los hay, son divinos sin saberlo. Porque podría no haber individuos, y justamente la individualidad sería lo humano; por tanto, el único individuo verdadero es este, que se da cuenta de que la ilusoria individualidad de los demás les impide ver su carácter divino: la diversidad.
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Lo trágico (contemplado por Beckett como cómico, o más bien como un juego viciado) estriba en que el único individuo verdadero, el único que podría testimoniar su excepcional carácter de humano, es individuo porque carece de divinidad; es radicalmente otro y, por tanto, desconoce el lenguaje a través del cual su testimonio podría ser escuchado. En la novela de Beckett ya no existe la noción de Nadie como una colectividad anónima, sino la infinita soledad del único individuo. Qué extraña relación dialéctica se establece entonces, puesto que lo divino no podría identificarse sin esa solitaria voz humana: sería luz sin oscuridad que la resalte y diferencie. Ante Dios, Nadie tiene acaso esa función: demarcar a la divinidad por comparación. Si lo divino es creativo por excelencia (y tal vez por necesidad), entonces el Innombrable ha sido creado para que exista una balanza y lo divino pueda existir en tanto noción contrapuesta a otra. La misión del Innombrable es trágica: se trata del supremo paria a quien se ha concedido la excepcional humanidad para que lo divino sepa que es divino.
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Esta anagnóris indirecta o reflejada (por así llamarla), se realiza, además, a través de las palabras. El Innombrable no es divino, sino el testimonio de la divinidad. Y justamente resulta innombrable porque, siendo el único individuo, es el único que carece de nombre —todo lo demás tiene nombre porque es divino. El innombrable es una paradójica lucha llevada a cabo en el terreno del lenguaje: el esfuerzo por decir, a través de quien no tiene nombre porque carece de divinidad, todos los nombres de lo numinoso. Nadie, el carente de nombre, pone nombre a Alguien. Acaso por ello, en el ciclo novelístico de Beckett, El innombrable precede a la última y más compleja de todas, Comment c’est.[3]
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Sin embargo, El innombrable guarda una sutil diferencia con las otras cinco novelas, en las que los narradores-protagonistas parecen sólo ellos tener realidad y estar rodeados por pesadillescos fantasmas. Esta diferencia se expresa de forma clara en los propios títulos de las novelas anteriores: todos sus protagonistas tienen nombre con excepción de éste, que es justamente innombrable. El conflicto del Innombrable es en esencia trágico, aunque su forma sea tragicómica, porque el sufrimiento del protagonista no tiene sentido, del mismo modo en que carece de coherencia el mundo en el que habita. Y, a diferencia de sus antecesores, esta voz narradora no basa tal conflicto en la dicotomía realidad-irrealidad, sino en humano-divino; estos son polos opuestos pero poseen la misma realidad. Mientras que Robbe-Grillet escribía que “las cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre”, el Innombrable beckettiano alcanza la máxima soberbia en la más desoladora humildad, que podría parafrasearse así: “las cosas, los nombres y los hombres son divinos y sólo yo soy Nadie, el único humano, el que les da su divinidad”.
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3. Broadcasting
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La palabra inglesa broadcasting resulta interesante. El adjetivo broad corresponde a ancho, extenso, amplio, general, claro, atrevido, esencial, comprensivo, abierto, como se nota en las expresiones in broad daylight (“en pleno día”) o on broad lines (“en grandes líneas”, “en líneas generales”). Por su parte, cast, en tanto sustantivo, significa lanzamiento, distancia, apariencia, matiz, naturaleza, disposición, jugada, cálculo; en cinematografía alude al reparto, así como en tecnología al molde y en matemáticas a la suma; refiere también a afectar totalidades, como se ve en las expresiones cast of features (conjunto de las facciones) o cast of mind (mentalidad).
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En tanto verbo, cast corresponde a lanzar, proyectar, emitir, dar, mirar (to cast a look, “echar una ojeada”), calcular, cambiar, vaciar, fundir, poner en duda (to cast doubt upon), buscar (to cast about for), deshacerse de un peso (to cast loose), arrojar luz sobre algo (to cast light on); en marítima es hacer virar una nave, volver sobre el curso o echar el ancla, e incluso naufragar (cast away), y en magia equivale a hechizar (to cast a spell), en la misma línea en que alude al poder de la mirada: to cast one’s eyes es mirar a alguien de forma especial, to cast the evil eye es arrojar una maldición, “aojar”, así como to cast out devils es exorcizar. Un castaway es un náufrago pero también un paria (outcast), al que asimismo se denomina castoff, persona o cosa desechada (o persona desechada como si fuera una cosa).
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De esta manera, la reunión de ambas poderosas palabras en broadcast significa, como sustantivo, emisión, y como verbo, radiar, transmitir, sembrar al voleo, propalar, difundir un rumor o una noticia. El sustantivo broadcasting es, pues, radiodifusión o transmisión televisiva, y se llama broadcasting station a una emisora.
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Los elementos están ahí, y apenas existe juego de palabras si se contempla a la persona como emisora. Lo que cada persona transmite es su personalidad y lo hace justamente como lo define la palabra broadcasting en su rica trama de significaciones: de modo ancho, abierto, extenso y general; su transmisión es (o debe ser) clara, atrevida, esencial, comprensible para todos. La personalidad es una apariencia lanzada a la distancia en todos sus matices, es la “naturaleza personal”, o más bien la disposición de la naturaleza de cada quien, el modo en que cada individuo dispone (adapta, configura) su naturaleza a través de una jugada, de un cálculo. Es un papel aprendido y es la transmisión de ese papel tanto como su inserción en el reparto general (como se habla de casting en cine y teatro).
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La personalidad es un rumor o una noticia que se transmite, se siembra. Esa transmisión depende de la mirada: entre tantos otros matices, cast significa vaciar. Se hace un vacío para luego llenarlo. Tener personalidad es irradiarla, deshacerse de ella como de un peso (to cast loose). Las miradas recíprocas arrojan luz unas sobre otras (to cast light on) y cada emisión genera en sí nuevas emisoras (en tecnología cast es molde y en matemáticas es la suma). Del mismo modo en que emitimos nuestras facciones (cast of features), irradiamos nuestra mentalidad (cast of mind). De ahí el poder sobreentendido que tienen los media —sobre todo en Estados Unidos—, que no sólo emiten la mentalidad de los tiempos sino la forma en que cada personalidad debe, a su vez, irradiar esa mentalidad.
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La convivencia de emisores humanos y la constante mirada de unos sobre otros (to cast one’s eyes) mantiene el hechizo (to cast a spell) e incluso arroja fuera de sí a todo lo que pudiera exorcizarlo (to cast out devils). La sociedad, en efecto, pronuncia una maldición (to cast the evil eye) sobre los castaway, los náufragos, los parias (outcasts), las personas desechadas como si fueran cosas (castoff), precisamente porque, al dejar de transmitir, al dejar de sostener el hechizo, se han vuelto Nadie, que para la sociedad equivale a cosa desechada.
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Notas
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[1] Ray Bradbury: Dandelion Wine (1946), Bantam Books, Nueva York, 1976. [El vino del estío, Hermes/Minotauro, México/Buenos Aires, 1987.]
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[2] Samuel Beckett: L’Innommable, Les Éditions de Minuit, París, 1953. [El innombrable, Lumen, Barcelona, 1966.]
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[3] Murphy (1938), Molloy (1951), Malone meurt (1952), Watt (1953), L’Innommable (1953), Comment c’est (1961).
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[De Libro de Nadie 2, en preparación.]

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viernes, 5 de diciembre de 2008

Otras virtualidades

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 16, 2003
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1. Rilke: sueño de Nadie bajo tantos párpados
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Cómo olvidar aquel humilde y altivo epitafio que en 1911 Rilke vio en la iglesia de Santa María Formosa en Venecia, sobre la tumba de un completo desconocido para la historia (en estos casos se antepone al nombre de estos Nadie el triste eufemismo “un tal”), Hermann Wilhelm o Hermanus Gulielmus, muerto en 1593. El epitafio contiene esta línea: “En vida viví para los demás; ahora, después de la muerte, no he perecido, sino que vivo en mármol frío para mí mismo”. Rilke lo mencionaría, estremecido, en la Primera elegía de Duino (1923), en donde agrega:
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Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
no seguir practicando las costumbres apenas aprendidas,
no dar el significado de un porvenir humano a las rosas
y a tantas otras cosas llenas de promesas;
no seguir siendo lo que uno era
en unas manos infinitamente angustiadas
o incluso dejar de lado el propio nombre
como un juguete roto.
Es extraño no seguir deseando los deseos. Es extraño
ver ondear libre en el espacio todo lo que antes tenía sus propias
[relaciones.
Y el estar muerto es doloroso y tan lleno de recuperación
que sólo lentamente percibe uno algo de eternidad. Pero los vivos
cometen todo el error de diferenciar demasiado tajantemente.
Los ángeles (se dice) no sabrían a menudo
si andan entre los vivos o los muertos.
A través de ambas regiones la corriente eterna arrastra
[siempre consigo
a todas las edades, y acalla a ambas zonas.[1]
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Rilke escribiría su propio epitafio con la misma fuerza e idéntico sentido: “Oh, Rosa, pura contradicción / Deseo de no ser sueño de nadie / Bajo tantos párpados”. La palabra “extraño” se repite a lo largo de la literatura de Nadie, y a tal grado, que acaso Nadie se perfila justamente por eso, por su profunda, indoblegable extrañeza; lo atestigua Virginia Woolf en sus diarios:
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Casi todo me atrae. Sin embargo, se alberga en mí algún buscador infatigable. ¿Por qué no hay un descubrimiento de la vida? Algo para ponerle las manos encima y exclamar: “¿Es esto?” Mi depresión es un sentirme acosada. Estoy buscando: pero no, no es eso... no es eso. ¿Qué es entonces? ¿Tendré que morir sin haberlo encontrado? Y luego (como anoche, cuando atravesaba Russell Square) veo las montañas en el cielo: las grandes nubes, y la luna que se está alzando sobre Persia; tengo una grande, sorprendente impresión de que hay algo allí, ¿qué es “eso”? No es exactamente la belleza a lo que me refiero. Quiero decir que la cosa en sí basta: es satisfactoria; acabada. También una impresión de mi propia rareza, de la rareza de estar caminando sobre la tierra. También está ahí, la infinita extrañeza de la posición humana; estar atravesando Russell Square, con la luna ahí arriba y las nubes como montañas. Quién soy yo, qué soy, y todo el resto; preguntas que siempre flotan en torno: y de pronto doy de narices con algún hecho concreto —una carta, alguien— y vuelvo a ellos con un gran sentimiento de frescura. Y así continúa. Suelo toparme frecuentemente con este “eso”, y experimento entonces un gran reposo.[2]
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Innumerables personajes de la historia de la literatura viven para sí mismos en el mármol que los reviste en vida. Un lector angélico no sabría a qué “zona” pertenecen. En la Segunda elegía de Duino, Rilke define a este Nadie como un proceso de evaporación, de desgaste a través del sentimiento: “Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos; / ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos, / nos disipamos”. Como la piel de zapa imaginada por Balzac, el hombre se va haciendo Nadie, se va reduciendo, se va exhalando a sí mismo a medida que vive. Y, continúa la Segunda elegía, “Sólo nosotros pasamos / de largo sobre todas las cosas como un cambio / de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad / por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible”.
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En la Séptima elegía, Rilke sugiere lo que hay de luz en la atracción por el abismo: “¡Oh, ya estar muerto, y conocerlas interminablemente, / todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo olvidarlas!” En la trascendencia de lo humano está el conocimiento, vedado al hombre por el simple hecho de haber nacido. Es por ello que
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Cada sorda vuelta del mundo tiene tales desheredados,
a quienes no pertenece ni lo anterior ni, todavía,
lo venidero. Pues aun lo venidero más cercano está lejos
de los hombres. Y esto no debe desconcertarnos, sino
fortalecernos en la conservación de la forma aun
reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez entre
los hombres, estuvo en mitad del destino.
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Y ese destino no estuvo sólo en el principio de la raza sino en el de cada individuo: “No crean ustedes que el destino es más de lo que cupo / en la infancia”. Y de ahí acaso la diferenciación que se establece, en la Décima elegía, entre dolores comunes y sublimes:
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Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores.
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El hombre que pasa de largo como acallado por la eternidad, el que se va exhalando, el que en cada aliento se disipa un poco más, corresponde acaso al testimonio de una Creación inversa, es decir de una que va de más a menos. Quizás es ese el sentido de dos extraños versos del poeta español Claudio Rodríguez: “¿Quién hace menos creados / cada vez a los seres?”[3]
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2. Yourcenar: ser dios no tiene nada de único
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Pocos, muy pocos personajes llegan a la exclamación del emperador Adriano retratado en la eternidad por Marguerite Yourcenar:
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Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro. [4]
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Por una vez, la divinidad humana no es vista como la contraparte ilusoria, la “idealización” de la fundamental insignificancia del hombre. A los 44 años de edad, Adriano ha alcanzado un punto en que “me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno”. Etapa pasajera, es cierto, pero no menos real que ese saberse dios justamente porque ello no tiene nada de extraordinario ni se basa en una superioridad o una excepción, es decir, porque ser dios no tiene nada de único. Es la otra cara de Nadie que permanece insidiosamente oculta.
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3. Nadie, el intermediario
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En el panorama del poder sociopolítico, Nadie parece el oprimido y Alguien el opresor, mas ¿en qué sentido? En el siglo XV el imperio austriaco ostentaba la hegemonía en Europa, ya que continuaba la tradición del Imperio Romano de Occidente y se atribuía la “legitimidad histórica” del Sacro Romano Imperio Germánico. Los emperadores austriacos creían con absoluto convencimiento que eran los intermediarios entre Dios y los hombres, es decir, que el poder absoluto surgía de Dios, y que ese poder estaba reservado a los soberanos de la casa de Austria. Es una “fe” que no ha hecho sino reiterarse a lo largo de la historia.
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El término Kaiser, con el que se conoce a los emperadores de Austria, no es sino una deformación del nombre propio de Julio César, Iulius Cæsar. También procede de ese término latino el apelativo de los emperadores de Rusia, Zar. Un único linaje secreto identifica a los que se han creído intermediarios entre la divinidad y los humanos “comunes”, y han impuesto esa fe con sangre y fuego. Desde siempre, el poderoso se ha vestido con los ropajes de la “intermediación con lo divino”. Se alimenta, pues, de fe. Esa “fe” supone que estas personas son puentes entre Dios y los hombres para que éstos no se sientan tan solos, tan abandonados por el numen. Dios tiene un rebaño formado por pastores: son los elegidos, los discípulos, a quienes entrenará para ser a su vez pastores de la grey. Toda cracia, toda monarquía parte de ese principio inferido. La autoridad de los políticos o los líderes religiosos surge del mismo punto: bañarse del poder divino, representar en la tierra el orden celestial, transmitir a la grey el mensaje del pastor de pastores.
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Sin embargo, Nadie es el intermediario por antonomasia, puesto que sirve de comunicador entre dos Alguien. Para establecer el contacto, un intermediario debe perder los atributos que en sí tiene de uno y otro de los polos que habrán de usarlo, puesto que si los conservara no podría actuar justamente como intermediario. Los emperadores, dictadores, tiranos, y todas las cortes que los rodean en descendencia piramidal, ¿son individuos que borran tanto su humanidad como su divinidad? Puesto que conciben a Dios como el poder absoluto, y a la humanidad como la masa despojada de todo poder, su intermediación equivale a una voluntaria pérdida de todo lo que pudiera haber en ellos, tanto de divino como de humano. Sólo desdivinizados y deshumanizados pueden mediar entre lo “alto” y lo “bajo”. Este doble despojo los vuelve un Nadie insospechado, una figura que parece fascinar a los rapiñadores desde el origen mismo de lo humano.
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Esto se ve a cada minuto en el discurso político de la modernidad. Un arquitecto diseña casas y un médico atiende enfermedades, pero la función de un político, más que organizar o intermediar, es declarar. Un hombre de poder tiene un “proyecto”, que es justamente el que ha hecho que los ciudadanos le den ese poder; para explicarles ese proyecto, el “funcionario” debe estar en poder de su lenguaje; mas parece lo contrario: el lenguaje, o mejor dicho, un lenguaje muy especial, toma en su poder a los hombres de poder. Éstos dejan de hablar y comienzan a refinar una y otra vez su programa declarativo, que a su vez parece programarlos y unificarlos en una sola dirección.
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A través de la avalancha de frases huecas, el discurso político/económico del siglo XXI virtualiza el mundo y obliga a los ciudadanos a vivir en edificios de palabras falsas que los hacen perder su vida interior y servir a intereses ajenos. A cada momento el lenguaje de la cotidianidad extirpa hasta las últimas gotas de alma para sustituirla por valores funcionales. El poder somete a todos a un anonimato brutal: arrebata a cada uno el nombre y con él sus características profundas. El anonimato es la suprema invención de la Tierra Intermedia. Porque el poder depende de Nadie, y desaparecería si cada quien recuperara su nombre y su rostro.
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Notas
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[1] Rainer Maria Rilke: The Duino Elegies, The Hogarth Press, Londres, 1939, 1948. Eds.: J.B. Leishmann y Stephen Spender. [Elegías de Duino. Los sonetos a Orfeo, Cátedra, Madrid, 1987. Ed. y trad. de Eustaquio Barjau.]
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[2] Virginia Woolf: A Writer’s Diary (1953), Harvest Books, Fort Washington (Pennsylvania), 2003. [Diario de una escritora, Lumen, Barcelona, 1982.]
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[3] Claudio Rodríguez: “Don de la ebriedad” (1953), en Una antología, Conaculta-DGP, col. Práctica mortal, México, 2000.
*
[4] Marguerite Yourcenar: Mémoires d’Hadrien (1951), Gallimard, coll. Folio, París, 1977. [Memorias de Adriano, Edhasa, Barcelona, 1997; trad. de Julio Cortázar.]
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[De Libro de Nadie 2, en preparación.]
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