domingo, 25 de enero de 2009

El problema de otros

DGD: Textiles-Serie roja 3, 2008
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En la satírica serie de novelas de ciencia-ficción iniciada por The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy (1979), Douglas Adams propone una irónica forma de la invisibilidad a través de una hipótesis tecno-psicológica llamada “El Problema de Otros” (lo abreviaremos PDO; la expresión original es Somebody Else’s Problem). En pocas palabras, se trata de un campo de energía que cubre a determinado elemento —objeto o sujeto—, de manera que las personas que lo rodean se dicen “no es mi problema sino el de otros” y, por tanto, se desinteresan de ese elemento a tal grado que dejan de verlo. En el tercer libro de la trilogía, Life, the Universe and Everything (1982), se da un buen ejemplo de PDO cuando una nave extraterrestre aterriza a mitad de un partido de cricket y la multitud sencillamente no la nota.
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Douglas Adams satiriza el hecho de que se conciba como “natural” la propensión de los seres humanos a ver la mayoría de las cosas como “problema de otros”; esa tendencia sólo puede ser natural en un muy determinado contexto socio-político —como el norteamericano— en donde el individualismo egoísta es el básico paradigma. La filosofía “práctica” define a la diversidad de lo real como una caótica avalancha de conflictos, contradicciones y pugnas; así, el ser humano sólo puede hacer suyas unas cuantas de las manifestaciones del mundo, a las que concibe precisamente como problemas. Si la realidad es un cúmulo de conflictos, resulta lógico (es decir, “natural”) que el individuo sea únicamente capaz de consagrarse a un número muy reducido de ellos. Ser, por ejemplo, hijo, padre, maestro, profesionista y ciudadano, implica ya demasiados problemas como para echarse encima otros.
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Ese es el único esencial problema: el hecho de que, para el individuo, la humanidad es siempre un problema que corresponde a otros. Lo es también que del mismo modo se descarta todo aquello que entra en conflicto con el interés de la filosofía individualista. Ésta se basa en un enfrentamiento “práctico” con la diversidad: sólo vemos lo que vale la pena de ser integrado a nuestra experiencia personal como problema. Es también una forma de defensa psicológica: tanto Adams como otro autor de ciencia-ficción, Terry Pratchett —en su serie Discworld—, se basan en el consenso psicológico según el cual las personas no ven cualquier cosa que están seguras de que no está ahí: lo imposible, lo improbable, lo contradictorio, lo paradójico, lo diverso e incluso lo impopular.
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La hipótesis del PDO se basa asimismo en otra convención de la psicología conductista llamada “filtración estática” (static filtering), fenómeno en el cual la gente de modo automático desecha información contraria a sus expectativas. Se espera que la realidad sea de tal o cual manera, y toda evidencia que no coincide con la definición preestablecida es descartada antes que atendida. Un ejemplo de “filtración estática” es el uso de imágenes subliminales en publicidad; la conciencia capta esas imágenes pero no las deja pasar al nivel de la crítica porque no pertenecen al continuo de lo que está presenciando: las toma como “basura” o error, tal como funcionan ciertos filtros en los servidores de correos electrónicos.
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Las metáforas suelen dialogar en los juegos de espejos más inesperados. Así sucede, por ejemplo, cuando se confronta la hipótesis del PDO y la noción de “filtración estática” con una cinta de ciencia-ficción que cabe de lleno en la saga de la invisibilidad por la virulenta duda que arroja de modo indirecto. El argumento de Capricorn One (Peter Hyams, 1978) plantea el primer vuelo tripulado a Marte: la humanidad entera ve las imágenes del “amartizaje” y a los astronautas humanos pisar la superficie del planeta rojo. Mas todo ha sido una gigantesca estafa con fines políticos y estratégicos, cuidadosamente orquestada por el gobierno norteamericano: lo que proyectan millones de televisores en todos los países son imágenes procedentes de un estudio de televisión clandestino y una escenografía especialmente diseñada para hacerse pasar por la realidad.
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Los resortes secretos de lo real son movidos en la total invisibilidad. El público podría sospechar la existencia de una estafa y hasta atar ciertos cabos para darse cuenta de ella, pero no lo hace porque sospechar y atar cabos son “problemas de otros”. ¿Cómo dudar de algo que aceptan todos? Por lo demás, el ciudadano sólo aplica la duda cuando algo atañe directamente a sus problemas: jamás su susceptibilidad está más desarrollada que en esos casos. Cuestionar más allá sólo puede adicionarle conflictos innecesarios; la prueba es que el mundo sigue funcionando. Ese ciudadano estaría incluso dispuesto a “hacerse de la vista gorda” puesto que, sea o no una estafa esa transmisión televisiva, ya en sí incrementa la supremacía de su país y por tanto afirma su seguridad individual y sus pequeños privilegios.
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La pregunta indirecta del director y guionista Peter Hyams se aplica claramente a la visita del hombre a la Luna: el histórico “alunizaje” del 20 de julio de 1969, ¿fue igualmente “virtual”, como se ha preguntado hasta el cansancio la conspirología del siglo XXI? Por más anodino que parezca el cuestionamiento de Capricorn One (lo fundamenta la puesta en escena parecida a un serial de los años cincuenta), tal hipótesis se relaciona en primera instancia con el complejo tema de la dicotomía entre lo percibido por los ojos y lo que registran instrumentos mecánicos. Hay, en efecto, buen pie para la duda: en el momento en que el Apolo 11, poco después de despegar, desapareció de la vista desnuda en el cielo, el resto del viaje fue una cuestión de los mass media. (Lo mismo podría aplicarse a las transmisiones de los siguientes vuelos a la Luna, los Apolos 12, 14, 15, 16 y 17; el costo final del programa Apolo-Saturno —llevado a cabo entre julio de 1969 y diciembre de 1972— fue de 25 billones de dólares.) Hyams se pregunta con bastante resonancia: ¿hasta dónde llega el poder de los medios para manipular la realidad y vender tal o cual certidumbre?
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Sin embargo, aún más allá queda la pregunta ulterior: ¿cuánto pueden ver los ojos desnudos en realidad? ¿Cuál es la compleja “filtración estática” que nos impide ver la mayor parte de lo que vemos? ¿En qué forma es adiestrada la conciencia para no permitir el paso de ciertas imágenes al nivel de la crítica? El momento en que el Apolo 11 desapareció de la vista desnuda para sólo ser perceptible por telescopios y radares, ¿marca el límite de la percepción humana y el comienzo de la “extensión tecnológica” de los sentidos, o señala el punto en donde el ojo es convencionalmente sustituido por el aparato? En última instancia: ¿qué parte de lo invisible lo es por educación cultural, hacinamiento de códigos, imposición de falsas fronteras?
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Otro elemento que interviene en la hipótesis de Douglas Adams en The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy es lo que se llama “efecto del mirón” (bystander effect), también conocido como “apatía del espectador” (bystander apathy), un fenómeno psicológico según el cual una persona, si está sola, tiende a intervenir en situaciones de emergencia o a acudir en auxilio de alguien que necesita ayuda (bystander intervention), mas no así si otras personas están presentes. La “explicación” más común es que un observador, en presencia de otros observadores, asume que alguien más habrá de intervenir y por tanto no se siente directamente responsable de hacerlo.
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En incontables ocasiones el cine “B”, hecho a toda velocidad y sin demasiadas exigencias, arroja evidencias similares. En un muy precario filme de este tipo, Invisible Strangler (1976), un asesino invisible ataca a una bailarina cuando ella se encuentra en un escenario, en pleno ensayo, rodeada por otras personas. Éstas la ven contorsionarse con las manos al cuello pero lo toman como parte del brío con que la mujer ensaya, y sólo se alarman cuando ella cae y se convulsiona de un modo que comienza a resultar un tanto “exagerado”.
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La “apatía del espectador” puede deberse a diversas causas: el observador espera la llegada de otros individuos más calificados (como médicos o policías), o teme hacer el ridículo ante los demás espectadores (rechazo de una ayuda no solicitada; humillación debida a un auxilio torpe; demostración pública de debilidades o ignorancias). En una palabra: teme meterse en problemas... de otros. El fenómeno genera una mutua inmovilización: cada observador calibra primero las reacciones de los otros para evaluar si la ayuda es necesaria, y como todos hacen exactamente lo mismo, la inacción es tomada por el grupo como señal de que no es necesario intervenir (a esto se llama “difusión de responsabilidad”).
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En última instancia, he aquí una demostración de que aquello que en el efecto PDO funciona en un grupo, es menos funcional en un individuo aislado. Aquella multitud que participaba en el partido de cricket no vio a la nave espacial, pero un individuo solo tenía más probabilidades de detectarla. Si no hubiera habido más que un acompañante de la bailarina en la secuencia de Invisible Strangler en que ella es atacada, habría tratado de ayudarla sin titubeo ni paralización, lo que significa que, estando solo ese observador, no lo habría inmovilizado la ley que define como rotunda imposibilidad a una presencia invisible.
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No hay, pues, nada de “natural” en fenómenos como el PDO, el “efecto del mirón” o la “filtración estática”: son construcciones sociales apoyadas en una psicología ortodoxa. Una innovadora corriente de la medicina alternativa del siglo XXI se niega rotundamente a diagnosticar, basada en el lema “diagnóstico es profecía”: un paciente a quien algún especialista —esto es, una figura de la autoridad— le dice que sufre de esto o aquello, cree en la prescripción al grado de hacerla real y adaptarse a ella. Y no sólo el diagnóstico o la interpretación funcionan así, sino incluso la descripción. Toda la filosofía práctica de Occidente, enunciada minuto a minuto por los media, se basa en describir una miríada de rasgos de las personas que éstas asumen, puesto que todas esas descripciones son profecías procedentes de la autoridad inferida, del poder de los medios.
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Es por ello que las personas se inmovilizan unas a otras y mantienen invisible a lo invisible. También a ello se debe el hecho de que sigamos considerando a la cada vez más grave situación ecológica del planeta como "problema de otros", como si no estuviéramos en el mismo mundo que esos otros y nuestras acciones personales no repercutieran sino dentro de los límites de nuestra realidad doméstica y domesticada. Y es también por esto que la mitología popular vuelve, una y otra vez, a la figura del héroe-paria, del expulsado del clan que ve lo que no percibe el conjunto. Sin embargo, aquí se presenta otro “problema”, puesto que a la vez ese individuo aislado tendría que deshacerse de los filtros que le impiden registrar lo que “no espera que esté ahí”. Esta suprema liberación (la del individuo en sí mismo, y también la de la masa, que deja de ser una entidad informe y previsible y se transforma en un concierto de individuos) se halla en el núcleo de la novela The Invisible Man (1897) de H.G. Wells: el protagonista lleva a cabo una enorme serendibilidad puesto que, al hacerse invisible, va más allá de sus expectativas, pierde todos los filtros culturales y se convierte en humanidad, es decir, en el problema de todos.
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[Capítulo del libro Otras visiones del hombre invisible, Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros del Arquero, México, 2007.]
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viernes, 16 de enero de 2009

Dedicatoria universal

DGD: Redes 42, 2008
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Se dice que los escritores escriben para unos cuantos. Esto es cierto, pero no tan cierto como que escriben para una sola e irrepetible persona. Cien o cien millones de lectores siguen siendo “unos cuantos”. Y entre ellos uno solo es el verdadero destinatario. A veces él o ella se dará cuenta al leer, como si aquel libro, aquella página, fueran una carta dirigida en exclusiva a su persona, y todos los demás ejemplares fueran la forma de llegar a sus manos a través de una enorme carambola. Sólo en ese lector o lectora el libro se cumple, sólo en él/ella cada palabra cae en un lugar originario, sólo ante sus ojos no hay sentidos espurios, rodeos, equívocos, circunloquios, partes inútiles o prescindibles. Pueden pasar siglos para que un libro llegue a su destino, que equivale a un único lector. Y él/ella puede no darse cuenta, puede pensar que sólo es “como” si hubiera sido escrito para ajustarse a su vida como un traje a la medida. Pero lo fue. El sueño de todo escritor es escribir para todos. Sólo hay una forma: aceptar que escribe para uno. Ni siquiera para sí mismo, ni siquiera para quien o quienes tiene en mente: escribe para uno o una que no está en su vida, mente o escritura, pero que las justifica. Cada libro personal debería tener una dedicatoria a esa irrepetible persona para quien ha sido escrito sin conocerla: Este libro está dedicado a ti, y únicamente a ti, a quien no conoceré nunca.
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miércoles, 7 de enero de 2009

La promiscuidad mítica

DGD: Redes 61, 2008
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En una delirante película comercial de muy precarios recursos, Dracula in the Castle of Blood (Antonio Margheriti, 1970), Edgar Allan Poe (interpretado por Klaus Kinski) aparece como un fantasma habitante del mundo espectral que en vida había descrito en sus historias imperecederas. Dicho en otras palabras, Poe se vuelve uno de los personajes de El pozo y el péndulo. Esta mecánica se llevaría aún más lejos en Tale of a Vampire (Shimako Sato, 1992), en donde el propio Poe (Kenneth Cranham) es un vampiro que busca vengarse de un congénere inmortal, Alex (Julian Sands), a quien Poe —sólo referido como “Edgar”— culpa de haber vampirizado a su amada esposa, Virginia Clem, quien a su vez habría conferido a Edgar el carácter vampírico. En este caso Poe es el incierto y torturado habitante de su poema Annabel Lee.
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Un posible nombre para este tipo de planteamientos podría ser “promiscuidad”, en el sentido de mezcla confusa o convivencia heterogénea, en este caso entre lo real y lo ficticio. Con qué asombrosa facilidad un nivel se inserta en el otro, con qué naturalidad convive Poe con Ligeia y con qué íntimo regocijo aceptamos estas propuestas al mismo tiempo que nos estremece su extrañeza. Se trata de esos juegos de espejos que, en su más alta expresión, están bien ejemplificados por la obra de teatro insertada en Hamlet o por la segunda parte del Quijote, cuyos personajes son lectores de la primera.
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Poe no es el único en haber sido víctima de lo que podría llamarse “promiscuidad dramática”; en Time After Time (Nicholas Meyer, 1979), H.G. Wells (encarnado por Malcolm McDowell) habría de viajar en su propia máquina del tiempo. En este filme, Wells tenía como enemigo no a los morlocks sino al propio Jack the Ripper (David Warner). Según el argumento de la cinta, Wells inventa una máquina del tiempo y, antes de atreverse a probarla, uno de sus amigos, que en secreto es Jack el Destripador, la aborda y se traslada a finales de los años setenta para reiniciar ahí su ola de crímenes, feliz por encontrar una sociedad más violenta que la originaria. Wells se entera de ello y persigue a Jack a la misma época.
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El escritor Brian Aldiss usó la “promiscuidad dramática” en una novela, Frankenstein Unbound (Frankenstein desencadenado, 1973), llevada al cine en 1990. Según el argumento, Mary Shelley (encarnada por Bridget Fonda en la versión fílmica) es uno de los personajes y vive en el mismo universo en que deambula su torturada criatura, el monstruo de Frankenstein. Dos décadas más tarde Aldiss escribió Dracula Unbound (Drácula desencadenado, 1991), otra novela basada en el mismo principio: uno de los personajes es Bram Stoker y éste se enfrenta con el conde Drácula.
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A todas luces, Aldiss dio con algo que es mucho más que un mero “recurso imaginativo”. Se trata, en efecto, de un principio, y casi de un arquetipo. Si los horizontes culturales de este escritor fueran otros, igualmente podría haber intentado un Don Quixote Unbound en el que Cervantes luchara al lado del caballero de la triste figura, o un Ulysses Unbound en donde Homero compartiera las cuitas de Ulises;[*] y si el resorte fundamental es una máquina del tiempo, acaso el propio James Joyce habría de abordarla para acompañar a Homero y Ulises en esa nueva odisea. Aldiss podría también imaginar a Melville al lado de Ahab persiguiendo a la ballena blanca, o a Stevenson ayudando a Jekyll a combatir a Hyde.
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Si ese principio fuera aceptado como arquetipo, o al menos como género, se hace muy posible imaginar toda una literatura (y un cine que de inmediato se alimentaría de ella con avidez). Así, qué diálogos espléndidos tendrían Victor Hugo y Quasimodo, o Flaubert y Madame Bovary, o Carroll y Alicia, o Nabokov y Lolita. Qué fascinantes encuentros serían los de Twain con Tom Sawyer, Mann con Gustav von Eschenbach, Cortázar con la Maga, Rulfo con Pedro Páramo o Fuentes con Aura. Las posibilidades serían infinitas: Wagner junto a Sigfrido, Wilde frente a Dorian Gray, Merimée cara a cara con Carmen, Perrault extraviado en el bosque de la bella durmiente, Balzac tomando café con Papá Goriot, Marguerite Yourcenar guiada por Adriano a los más oscuros rincones de la Roma imperial, Orson Welles deambulando por Xanadú, Ingmar Bergman jugando ajedrez con la Muerte.
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Resulta innegable que estos encuentros, en tanto arquetipos, se cubren con un carácter sagrado. Uno de esos milagros existe ya, plenamente realizado en el territorio del lenguaje, y es acaso el ejemplo más alto: se trata de aquel momento en que Jorge Luis Borges, convertido en su propio personaje, contempla el Aleph. Desde el lado de la convención literaria, en este relato publicado en 1949 el escritor argentino reúne sucesos autobiográficos a partir de una sutil codificación de “elementos simbólicos”. Pero esta es sólo una entre muchas aproximaciones posibles. Según otra de ellas, la visión total contenida en “El Aleph” (y ya incluso su mera posibilidad) elimina todas las fronteras convencionales. En ese texto fundacional se halla la suprema figura de un creador creado por su creación.
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Si la promiscuidad dramática fuera asumida por escritores y cineastas en tanto género, acaso en el último nivel se revelaría como promiscuidad mítica. En este proceso, tarde o temprano surgiría un Adam Unbound (esta última palabra equivale a desatado, desencadenado, liberado; debe acreditarse a Brian Aldiss haber elegido un término tan exacto). Es decir que en esa línea de extrapolación terminaría por aparecer la imagen suprema: la de Adán colaborando con Dios para crear el universo.
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Sin embargo, parece haber una cierta resistencia; si Aldiss insistiera en esa vena, el público lector se cansaría ya en la tercera novela basada en la misma “fórmula”. Aun si llegara a aceptarse como género a la “novela míticamente promiscua”, las revelaciones perderían atractivo incluso si se cambiara de protagonistas. ¿Pudor de la historia a ser asimilada a la ficción, o reticencia de secretos que no deben divulgarse? La promiscuidad mítica revela que, al correr el tiempo, la memoria colectiva vuelve a los autores tan hipotéticos o irreales como sus personajes, pero también prueba que lo que llamamos “realidad” no es sino una mera convención dramática.
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Coda. En una película muy temprana, Les Invisibles (Los invisibles), producida en 1906 por Pathé Frères y dirigida por el francés Gaston Velle, un hombre busca el secreto de la invisibilidad con objeto de cometer robos y se le ve consultar aplicadamente un cierto libro; para nuestra sorpresa, este último no es, como sería previsible, un tratado de física, un manual de química o un compendio de óptica, sino precisamente la novela The Invisible Man (El hombre invisible) de H.G. Wells, publicada con gran éxito apenas unos años antes, en 1897. Lo que no era más que un mero gag se revela, a una lectura atenta, como una metáfora atronadora y casi escalofriante.
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Basta relacionar esa propuesta con uno de los más antiguos textos judíos de comentarios a la Torá (la Biblia hebrea): el Midrash Rabbah (Gran Midrash o Midrash Múltiple). La parte de este documento llamada Bereshith Rabba, o Génesis Rabbá, redactada a principios del siglo V, contiene una asombrosa afirmación: “La Torá era a Dios, cuando Él creó el mundo, lo que el plano es a un arquitecto cuando erige un edificio”. El texto incluso asevera: “El mundo sólo fue creado a partir de la Torá, la cual, en verdad, existía antes de la creación; y si el Creador no hubiera previsto que Israel consentiría en recibir y difundir la Torá, la creación nunca hubiera sucedido” (versiones al español de Samuel Rapaport y Luis Vegas Montaner).
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Esto significa que la divinidad, antes de comenzar la creación del mundo, tuvo que consultar la Torá, para luego seguir paso a paso el Libro que era anterior y eterno, a la vez causa y efecto de la creación. Las implicaciones de esos pasajes colindan con el vértigo y el infinito. Antes de la creación del universo, Dios consulta un Libro que comienza describiéndolo creando el universo. El Libro es Dios y Dios es su propio personaje: el primerísimo acto de promiscuidad mítica que pueda jamás citarse, tiene como protagonista a la propia divinidad.
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La ecuación que el propio texto propone es incompleta, puesto que la Torá sería a Dios “lo que el plano es a un arquitecto”, si este último fuera anterior al plano. El vértigo se desata: el plano precede al arquitecto, y éste sólo existe para llevarlo a cabo punto a punto. Con objeto de evitar la regresión infinita (el plano debió haber tenido un autor, que debió haber seguido las indicaciones de un plano anterior...), el Bereshith Rabba comienza citando el Deuteronomio 4:32 para advertirnos que “Está prohibido inquirir qué existió antes de la creación, como Moisés claramente nos lo advierte”.
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Esta prohibición cobra un carácter revelador un poco más adelante: “El título de un rey terrestre precede a su nombre; por ejemplo, Emperador Augusto, etcétera. No era así la voluntad del Rey de Reyes; Él es sólo conocido como Dios después de crear los cielos y la tierra. Él no es mencionado como Dios antes de que creara”. La divinidad, pues, no tiene nombre anterior a la creación; y puesto que su nombre es el Verbo, carece de existencia antes de pronunciar el sagrado fiat (“Hágase”). Dios se crea a sí mismo cuando lee el Libro que lo precede y lo crea. Desde ese instante primigenio, toda promiscuidad mítica se baña de un sentido genésico y sagrado. En última instancia, el “principio” ficticio o literario que hemos mencionado no es otro que el que se enuncia en la frase “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”: a fin de cuentas, todo artista que mezcla lo real y lo ficticio manifiesta su profundo deseo de remontarse al origen.
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Desde un cierto punto de vista, la promiscuidad mítica prueba que la realidad es una convención dramática, lo que parecería un afantasmar el mundo; sin embargo, desde otro ángulo contiene la más elevada concreción: la metáfora del artista cuya obra máxima es sí mismo.
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Nota
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[*] En rigor, bien puede señalarse al propio Homero como el creador de la “promiscuidad dramática”: cuando Ulises regresa por fin a Ítaca luego de su larga ausencia, busca de inmediato a uno de sus hombres más sabios y fieles, el porquerizo Eumeo; se trata del único personaje de la Odisea a quien Homero se dirige en segunda persona, no sólo distinguiéndolo sino acaso señalándolo como su alter ego: aun en español, “Eumeo” es fonéticamente muy cercano a “Homero”. (Véase el capítulo “Los ardides de Nadie” de Libro de Nadie.)
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