martes, 31 de marzo de 2009

Antonio Porchia: “Un hombre solo es mucho para un hombre solo”

DGD: Figura 1, 2001
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1. Un esbozo biográfico de Antonio Porchia
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Antonio Porchia nació el 13 de noviembre de 1885 en el pueblo de Conflenti (Catanzaro), en la Calabria italiana; su niñez y principio de la adolescencia transcurrieron en Avellino (en la Campania). El padre, Francisco Porchia, muere hacia 1900 y Antonio asume el rol paterno, abandona los estudios y comienza a trabajar duramente. Más tarde la madre, Rosa Vescio, decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos; la familia arriba a Buenos Aires en octubre de 1906 y Porchia, que a los pocos días de su arribo ha de cumplir los 21 años de edad, se dedica a diversos oficios manuales (tejedor de cestas, apuntador en el puerto). Hacia 1918, Antonio y su hermano Nicolás compran una imprenta en la calle Bolívar, en donde el primero se dedica a los más humildes desempeños.
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En 1936, cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, Antonio deja la imprenta y compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra. Con el tiempo ha hecho amistad con los militantes de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) en el barrio de La Boca y ellos lo invitan a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (ca. 1939). Porchia les ofrece algunos de esos fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que ha decidido llamar voces.
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También se relaciona con un grupo de pintores y escultores anarquistas que han formado la “Agrupación de Gente de Arte y Letras Impulso”. Varios de ellos lo instan a publicar en libro esas voces que a cada tanto escribe en modestas hojas de papel. Porchia, que tiene entonces 58 años de edad, acepta y costea el volumen. La edición de Voces (1943) pasa casi desapercibida. Los paquetes que contienen estos ejemplares quedan acumulados durante meses en la sede de Impulso y Porchia, que no se asume como escritor y está lejano a todas las usanzas de la vida socio-literaria, decide donar el tiraje completo a la Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares, que coordina numerosos centros bibliotecarios diseminados por la Argentina.
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En 1948 Porchia costea una segunda edición de autor, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años. Un ejemplar de la primera edición llega a manos del poeta y crítico francés Roger Caillois, que se encuentra en la Argentina trabajando para la UNESCO y en la redacción de la prestigiosa revista Sur. Asombrado, Caillois busca a Porchia y le dice: “Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito”.
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De vuelta en Francia, Caillois traduce las voces y las hace publicar en revistas parisinas y luego en una plaqueta (1949). La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal), y lleva a André Breton a exclamar: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino”.
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A principio de los años cincuenta sobreviene la estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra en la calle Malaver del barrio de Olivos, en la que vivirá en solitario por el resto de su existencia. La resonancia de su obra continúa en Europa, en donde se suceden más traducciones al francés, al alemán y al italiano. (En Estados Unidos, el poeta W.S. Merwin vertirá al inglés y prologará su propia selección de voces en 1969.)
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En Argentina, la editorial Sudamericana se percata de estas admiraciones y en 1956 le ofrece publicar Voces; para esta publicación masiva, Porchia hace una rigurosa selección de todas las voces publicadas en las dos ediciones de autor, y decide excluir casi la mitad; a la vez, agrega un conjunto de Voces nuevas. Esta será la edición “oficial”, marcada así por el propio Porchia a través de su dedicatoria a Roger Caillois. Se irá imprimiendo y agotando regularmente, lo mismo que las ediciones de Francisco A. Colombo en 1964 y Hachette en 1966.
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Se presentan otros tipos de resonancia: la visita de jóvenes poetas (entre ellos Roberto Juarroz), la grabación de la voz de Porchia en disco, nuevas re-ediciones de Hachette. En 1967 Antonio Porchia sufre una caída desde una escalera; aunque se recupera, el golpe en la cabeza le produce complicaciones. Es operado de un coágulo cerebral y se restablece por un tiempo, pero experimenta un deterioro y muere el 9 de noviembre de 1968, a cuatro días de cumplir 83 años.
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2. Antonio Porchia: “Un hombre solo es mucho para un hombre solo”
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Quienes comparan a Antonio Porchia con Lao Tse, Pascal, Nietzsche, Jouhandeau, Kafka, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg se equivocan más que quienes lo ven cercano a figuras como la de don Juan Matus.[1] Porque aun en este último caso hay un cierto “error”: don Juan pertenece a una corriente ancestral, a una cultura secreta (la de los brujos, la de los hombres de conocimiento), mientras que Porchia es, de modo casi inaudito, sui generis. El conocimiento de don Juan es una tradición y por tanto puede heredarse, al menos en teoría: aunque la iniciación sea prácticamente imposible, existe la vía. En cambio, Porchia, como bien supo ver José Pugliese, no tiene herederos.[2] Don Juan puede heredar a otros porque él mismo heredó: tuvo maestros, iniciadores. Porchia no recibió una herencia sino fue una herencia, sólo recibida por sí mismo. No hay iniciación ni vía, y el propio Porchia lo especificó:
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He sido para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro.
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El poeta Roberto Juarroz, uno de los pocos interlocutores de Porchia que supo reconocer con quién estaba hablando, expresó esa extrañeza con toda precisión: “Era un ser que del mismo modo en que estaba aquí podría haber estado en otro universo”.[3] En efecto, Antonio Porchia no parece realmente “haber vivido en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XX”, sino adaptarse a un entorno y a un tiempo fortuitos, que bien podrían ser cualesquiera otros. Porchia no lo oculta:
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Quien no habita solamente en esta tierra, no necesita mucho de esta tierra.
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De ahí esa soledad irrepetible, que ni siquiera ha conocido el ser más aislado, desprotegido o exiliado (Porchia sabía que Un hombre solo es mucho para un hombre solo); de ahí también que otra poeta, Alejandra Pizarnik, le escribiera en una carta: “Su libro es el más solitario, el más profundamente solo que se ha escrito en el mundo”.[4] En esas páginas, Pizarnik leyó esta voz:
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Mi soledad, a veces creo que la hace lo que no existe, no lo que me falta. Y tal vez mi soledad no existe y yo la vivo de más.
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Era el testimonio de algo que apenas puede denominarse soledad, puesto que para llamarla de esa manera hay que establecer la relación dialéctica “solo/no solo”, y la soledad de Porchia no puede medirse comparándola o contraponiéndola con la no-soledad. Cómo negar la intuición de que, de haber sido posible el encuentro de Porchia con otras grandes poetas solitarias como Emily Dickinson, Sylvia Plath, Christina Rossetti, Virginia Woolf o Alfonsina Storni, ellas habrían llegado a la misma conclusión que Pizarnik: el libro más profundamente solo que se ha escrito.

Porchia rompió toda dicotomía, toda dialéctica, toda lucha de contrarios (Ahora somos nadie y yo. Y ahora no me siento estar solo. Ahora podría creer que sólo nadie es alguien), y mostró que hay profundidad sin superficialidad y, también, que existe algo aún más solo que la soledad: la tradición de uno, la infinita otredad. Y es aquí en donde se nota que no hay paradojas más profundas que las que surgen en la profundidad pura. Porque estando tan inconcebiblemente solo, Porchia se hundió en las raíces mismas de la humanidad como conjunto, como experiencia y como referente. Dicho en forma directa: nadie ha sido tan humano como Antonio Porchia. De ahí su insoportable extrañeza:

No creo en las excepciones. Porque creo que de uno solo no hay nada. Ni la soledad.
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Cuántos fueron los intelectuales, filósofos, analistas, que retrocedieron desconcertados (y hasta personalmente injuriados) cuando se encontraron con que Porchia no sólo carecía de soportes académicos o universitarios, sino que manifestaba una indiferencia hacia la “cultura”. No contaba con “grados”, “aprendizajes” o “méritos” y había logrado lo que casi ningún hombre de letras consideraba posible (si alguno de ellos había llegado a plantearse esa posibilidad). Los mejor intencionados trataron de disculparlo con motes como “más sabio que culto”; los demás vieron una especie de fenómeno que por mero azar había encontrado un atajo para llegar a la sabiduría, y que ignoraba qué hacer con ella. Es decir que, hijos de la dialéctica, separaron al hombre de la obra: en la medida en que ésta era desconcertante, aquél fue vuelto previsible, por “compensación”.
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Justamente el carecer de una infraestructura “cultural” imanta a Porchia de elementos de cultura popular: se le llama “jardinero”, se le hace oír tangos, se subrayan las anécdotas con tintes de folletín o de novela rosa, se le prefabrica una imagen entre abuelo excéntrico y solterón amargado. Pero el autor de Voces lo había previsto todo, incluso esa imagen, y a ella respondió:
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¿Lo nada o lo como nada? Lo nada. Porque lo nada me da soledad y lo como nada no me da nada. Ni soledad.
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Qué insulto para la kultur es Antonio Porchia, y lo es incluso para las vanguardias, que si por un lado exaltan la ignorancia y los “estados primitivos”, por otro hacen lo mismo que las ortodoxias: presuponer que lo primigenio sólo puede ser valorado desde la erudición.
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Quienes como Roger Caillois tuvieron la humildad de decir que cambiarían toda su obra por haber escrito Voces, tienen a la vez la soberbia de desear haber escrito ese libro sin cambiar toda su vida. (Una de las voces que Porchia nunca quiso reeditar parece aludir directamente a esto: Fulano quisiera ser zutano, sin dejar de ser fulano.) Incluso Henry Miller, que rehuía los riesgos de la exquisitez cultural y los limbos de la academe, y que incluyó a Voces entre los libros de una biblioteca ideal, no pudo solidarizarse del todo con la soledad de un hombre que sólo recurría a la lectura de dos libros: La divina comedia y La Jerusalén liberada.
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Ante todo esto, Porchia callaba. Sabía que los demás no podrían verlo incluso aplicándole los pocos referentes que tenían a la mano para ello: el instructor no instruido, el santo laico, el profeta sin profecía, el iluminado sin iniciación ni escuela. Y callaba. Mas su forma de callar fue precisamente esa obra que sigue sin referentes y que, indesligable del autor, es la más sola que ha aparecido en el mundo. Sin embargo, más que nunca es necesario darse cuenta de que se trata de una soledad cósmica:
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El árbol está solo, la nube está sola. Todo está solo cuando yo estoy solo.
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Este es el único referente útil. Porque si se llama a esa obra “la más alta”, “la más profunda”, “la más insólita”, saltarán (y no sin razón) aquellos que defienden el vasto legado de tantos pensadores y artistas, esa herencia que bien podría situarse en las coordenadas de lo más esencial creado por la humanidad. Sólo un calificativo será aceptado: la obra más sola. Que así sea: ese epíteto es verdadero y, en tanto no genera discusiones de jerarquía, permite al menos no perder el tiempo en circunloquios. Pero si se acepta la frase “la obra más sola”, no se use como otra etiqueta más, no se vuelva “imagen común”, pretexto de olvido (porque a nadie le gusta escarbar solo en la soledad), y llévese hasta las últimas consecuencias. La obra de Porchia es la consecuencia última. Séase así justo, al menos de esa forma, con lo que Antonio Porchia mostró no por ráfagas sino de modo insobornable, doloroso y sostenido.
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Notas
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[1] Carlos Castaneda: The Teachings of Don Juan (A Yaqui Way of Knowledge), The University of California Press, Los Ángeles, 1968. [Las enseñanzas de Don Juan. Una forma yaqui de conocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1974.]
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[2] José Pugliese: “La obra de Antonio Porchia no admite herederos”, en Crisis, n. 37, Buenos Aires, mayo de 1976.
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[3] Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo: La fidelidad al relámpago (Conversaciones con Roberto Juarroz), Ediciones Sin Nombre / Juan Pablos Editor (col. Los Libros del Arquero), México, 1998.
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[4] Ivonne Bordelois: Correspondencia Pizarnik, Seix Barral, Buenos Aires, 1998.
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[Introducción a Antonio Porchia: cuaderno de lectura, en preparación.]
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domingo, 22 de marzo de 2009

Metáfora y paisaje

DGD: Paisajes-Serie azul 4, 2003
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“Paisaje” es el nombre de este poema del español Rafael Morales (1919-2005):
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Qué silencio tan grande el de este campo,
qué vastas y dormidas soledades,
qué inmensidad vacía,
qué tremenda tristeza derramada por los aires,
la sierra se derrumba lentamente
sobre la mansa angustia de los valles
que elevan puros, asombrados, ciegos,
el encendido grito de los árboles,
el cielo es plomo gris que se derrumba
sobre el pavor silente del paisaje,
es un inmenso buitre hambriento y sordo,
un infinito dios amenazante.

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Ante un poema como este, el afán de la crítica, al que debemos algunos buenos tips pero también un cúmulo de deplorables vicios, nos hace afilar la palabra “antropomorfismo”. Así, con una cierta condescendencia nos decimos que el poeta “proyecta” su subjetividad en el mundo que contempla, y que llena de adjetivos a una naturaleza que en sí carece de ellos. No hay en los valles mansa angustia, ni un pavor silente en el paisaje, ni tristeza en los aires, y mucho menos gritos de los árboles. Los valles son sencillamente los valles, el paisaje no es sino el paisaje en la imperturbable objetividad del mundo natural, y el poeta los ha usado como espejo de su propia interioridad, atribuyéndoles su propia angustia y su pavor. Se trata “sólo” de metáforas y ellas consisten en “comparar” el cielo con plomo gris, con un buitre, con un infinito dios amenazante.
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Pero ¿qué tal si por un momento se invierten los términos de nuestra tranquilizadora explicación? ¿Qué tal si es el mundo el que ha hecho naturomorfismo en el poeta y ha proyectado en él su verdad? ¿Qué tal si los adjetivos que usa el poeta no son coloraciones de dentro hacia fuera sino del exterior al interior? ¿Qué tal si la subjetividad del mundo se ha objetivado en el espejo que le ofrecía la conciencia del poeta? ¿Qué tal si durante unos instantes ese poeta ha sido el poeta y ha encarnado la imperturbable objetividad del espejo más puro, ahí donde de golpe se reflejan la mansa angustia de los valles, el pavor silente del paisaje y en suma, de modo casi intolerable, ese infinito dios amenazante? ¿Qué tal si no hay aquí impresiones sino revelaciones? ¿Qué tal si puede decirse que existe tristeza en los aires de la misma exacta manera en que se dice que en ellos hay oxígeno? ¿Qué tal si la metáfora deja de ser una mera figura de retórica (los árboles “son como” gritos) y se vuelve epifanía (los árboles son gritos)?
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Con una sonrisa condescendiente, el lógico y el materialista dirán que sólo un ser humano puede sentir tristeza, angustia y pavor. Y sin quererlo habrán dado con la clave. Es un hombre, en efecto, el que se ha vuelto espejo objetivo, y el lenguaje registra, de modo no menos objetivo, lo que se refleja en ese espejo. Un solo hombre ha recibido el mensaje; es el poema el que permite que otros hombres lo vean y lo transmitan sin que lo altere la subjetividad de ninguno de ellos a lo largo de esta transmisión. ¿No se refería exactamente a esto quien exclamó que la poesía es la única ciencia exacta, la única transmisora de la verdadera objetividad?
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lunes, 16 de marzo de 2009

Un texto de José Manuel Pintado sobre Hollywood: la genealogía secreta

DGD: Redes 24, 2008
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El mito de la libertad suicida
José Manuel Pintado
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Antes que otra cosa una aclaración y una sospecha: tengo claro que la invitación que me hizo Daniel González Dueñas para presentar este libro partió de un equívoco. En su amable dedicatoria manuscrita se refiere a mí como cineasta, y esta equivocación me hizo sospechar que Daniel andaba urgido de algún incauto presentador que quisiera cambiar su verdadera identidad de cosmonauta reiteradamente cinéfilo con la de un profesional del séptimo arte, y que tal vez su libro podría ser un anzuelo mercadotécnico para pescar la ingenuidad de este aficionado al cine y del público aquí presente.
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Nada más lejos de la verdad. Como verán, la invitación de Daniel a leer su libro, aunque haya sido con la mala intención de que lo presentara ante ustedes, ha tenido para mí una valiosa recompensa que ahora comparto.
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En cuanto abrí las primeras páginas de Hollywood: la genealogía secreta, me atraparon la aguda exploración que hace Daniel del mito cinematográfico, su penetrante observancia del star system y el desvelo crítico al que somete la propuesta ideológica del aparato fílmico hollywoodense, inventado para la dominación del público globalizado a partir de la fascinación de sus rituales que se difunden inicialmente en la pantalla grande, se replican en la pantalla chica y se reproducen como la peste en los medios masivos de incomunicación.
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Obviamente nos topamos en este libro con un autor de un vasto conocimiento cinematográfico, que tiene además la extraña habilidad de escribir como un director de cine que filma con elocuencia una película destinada a descubrir y desarmar sus propios engranajes.
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¿Y qué película cuenta Daniel González Dueñas en su libro? La película que quisiera ser la madre de todas las películas: Hollywood, que se identifica con un nombre que magnetiza la industria fílmica mundial y que se autodenomina pomposamente la Meca del cine.
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En su libro, Daniel nos cuenta la película de un ritual que pretende ser inolvidable al garantizar su permanencia y renovación en una ceremonia interminable que se repite año tras año con su parafernalia espectacular sostenida por la pasarela de la fama momentánea en una alfombra roja; en las entrevistas insulsas, los desfiles de vestidos, joyas, smokings, cortes de pelo, limusinas y una cauda de símbolos que retratan un sistema de vida al que toda sociedad que se respeta debe aspirar.
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Este es Hollywood, señores y señoras: la realidad vuelta espectáculo, que rige las vidas y destinos de la mayoría de los mortales desde la fugacidad trágica, cómica, absurda pero siempre ejemplar de los personajes encarnados por las estrellas actorales de moda, que brillan intensamente durante un chispazo para acabar perdiéndose en su propia órbita, consumiéndose en su propio fuego o estallando por la propia voracidad del universo inverosímil que los crea.
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En su análisis inicial, Daniel aborda una película que representa para él la impunidad sagrada, la fatalidad insumisa de Hollywood. En la historia de dos personajes legendarios, Butch Cassidy & the Sundance Kid, actuada por dos iconos hollywoodenses que aparentan rebelarse contra el sistema para acabar mitificándolo, Paul Newman y Robert Redford encarnan el mito de la libertad suicida —burlándose de paso de los dirty mexicans— y consolidando la ilusión ideológica que subyace en el american way of life, en el que te puedes salir con la tuya impunemente si aplicas la justicia por tu propia mano, y si además eres güero, de ojos azules, guapo, simpático y te atreves a abrirte paso a balazos contra el que se te oponga. No en balde en EU la constitución de ese país protege a sus ciudadanos contra su propio gobierno, y les permite defenderse de su propio gobierno con armas de fuego. No en balde ese gobierno se adjudica el derecho de imponerse a balazos al mundo, y de llenar de armas de fuego el planeta, como parte del negocio que se anuncia con implacable eficacia a través de sus películas.
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Con la metodología precisa de un espía profesional, Daniel González Dueñas va desnudando en su libro a la madre de todas las películas para dejar al descubierto la estrategia hollywoodense y estadounidense para dominar al mundo; nos deja ver ese sofisticado aparato de renovación continua que genera en el público mundial la ilusión de que la realidad se inventa en las historias de Hollywood, y de que vive en las pantallas de salas de cine cada día más lujosas, construidas para discriminar toda producción fílmica que no provenga de sus estudios o que no obedezca sus cánones y su permanente propaganda disfrazada de una expresión artística que se autodefine como la más importante de todos los tiempos. No importa que la gran mayoría de las historias hollywoodenses sean de un contenido tan raquítico como deleznable; lo que importa es que estén contadas con un altísimo grado de violencia, efectos especiales, héroes y heroínas indestructibles y metrosexuales (que es lo de hoy, señoras y señores), de vertiginosas persecuciones por cielo, mar y tierra; por la destrucción interminable de vehículos y artefactos amigos y enemigos incluyendo los artefactos humanos antagónicos a nuestros héroes cada vez más metrosexuales.
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Podría seguir enunciando sin parar las cuestionables virtudes que seguramente todos conocemos del cine hollywoodense, que Daniel va balconeando con una mirada que va afilando su inteligencia en las páginas de su libro hacia la valoración ética de este cine, y que tiene uno de sus mejores ejemplos en el análisis que hace de las películas que mejor ejemplifican el Hollywood de nuestro tiempo y, con él, el fenómeno cinematográfico mundial que en gran medida es una copia en calca de sus cánones.
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Como un producto natural de la realidad económica, social y cultural de los Estados Unidos, Hollywood desprecia al mundo y lo sustituye por lo mundano. Con este enunciado, Daniel describe con acierto la egolatría gringa y hollywoodense, en cuya imagen no puede existir otra realidad que la suya. Cuando aparece el “otro”, cumple fatalmente el papel de antagonista enemigo que hay que destruir o, en el mejor de los casos, reducirlo a un papel subhumano. Esta ridiculización, que sirvió de tema a un brillante documental de Gloria Ribé titulado De acá de este lado, la podemos identificar claramente en la presencia de México y los mexicanos en el cine hollywoodense, en el que los mexicanos aparecen como personajes de pacotilla, y México constituye una especie de paraíso de escapismo y corrupción —lo que sabemos que es una mentira absoluta, sobre todo en estos últimos sexenios.
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Otro valioso descubrimiento del libro de Daniel es el de la acción corrosiva que Hollywood aplica a la realidad, y que en mi opinión ha sido a la larga más devastadora que las bombas nucleares arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, con que los Estados Unidos deciden concluir la Segunda Guerra Mundial y dejar al mundo aperplejado con este bombardeo nunca antes visto sobre la población civil. Los hongos mortíferos de las explosiones nucleares constituyeron en su momento las imágenes alucinantes de la capacidad humana hacia la destrucción, y confirman un principio llevado al límite, que parece tener en el mundo del espectáculo una posible traducción: el cine de Hollywood no busca una realidad convulsa sino que convulsiona la realidad.
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Esta conclusión, dirigida a atrapar los sentidos del espectador desde la pantalla, ha sido la firma de las películas de Hollywood de los últimos años. Si en un principio las propuestas argumentales se centraban en historias de piratas enamorados o de nobles vaqueros exterminando a los últimos indios de la pradera, poco a poco las películas han ido derivando su contenido hacia el terror solapado o evidente.
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Después de haber transitado por multitud de géneros para ir afinando su estrategia de reafirmación continua, Hollywood parece haber llegado al género con el que mejor se identifica: el del thriller terrorífico, en donde la regla es la exaltación del psicópata frente a una sociedad que se desmorona.
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Trataré de sumergirme por un momento en el sostén de la ética hollywoodense que Daniel González Dueñas describe puntualmente al traer a escena al personaje más importante del cine de Hollywood de los últimos tiempos: el mal encarnado en la venganza, el mal vengativo, el mal reivindicativo, que surge en las pantallas desde el despiadado cinismo de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes o de la indestructible fortaleza de Maximilian Cady en Cabo de Miedo.
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Para llegar a este momento de maldad surgida de las entrañas mismas de una sociedad psicópata, como el elemento destructivo de la propia sociedad norteamericana y de su hipócrita way of life, Hollywood tuvo que experimentar una serie de arquetipos en la que han desfilado héroes y villanos de una ingenuidad pasada de moda, mujeres fatales y galanes relamidos que invadieron en su momento el espacio público para imponer un modo y una moda de vestirse, de ser románticos, de besar, de fumar, de beber, de vivir y de morir. Ahora se han sofisticado hasta los límites de la imaginación los modos de destruir a los demás, y de paso destruir los fundamentos mismos de la sociedad que sigue estimulando el mito de la libertad suicida, y con él el de la impunidad infalible.
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Como bien nos cuenta Daniel González Dueñas, en Cabo de Miedo el mal, encarnado en Maximilian Cady, destruye a una familia arquetípica y exitosa, y aunque al final la tríada familiar, padre, madre e hija, sobreviven a la persecución endemoniada de Cady, quedan tocados por su propia imagen de corrupción y de deseos inconfesados que el espejo de este personaje les ha reflejado.
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En El silencio de los inocentes, Hannibal Lecter se escapa de una celda de máxima seguridad para seguir su carrera de refinado gastrónomo caníbal, y en su escapatoria deja clara la lección de que no hay manera de detener al Maligno, que tan bien conoce las recetas enfermas de la sociedad. No en balde el psiquiatra Hannibal Lecter aplica brillantemente las más retorcidas oscuridades de la psiquiatría para burlarse de sus perseguidores y seguir su carrera culinaria a expensas de sus víctimas convertidas en platillos gourmet. No en balde Maximilian Cady fundamenta su venganza en el conocimiento de la Biblia y del sistema jurídico que trató de convertirlo en víctima para acabar transformándolo en verdugo de sus victimarios.
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En estos ejemplos, tomados de los muchos que menciona Daniel en su libro, yace en mi opinión el verdadero mensaje de Hollywood y el secreto de una genealogía que al fin ha venido a revelar sus verdaderas intenciones, disfrazadas durante generaciones con el cuento del entretenimiento y del espectáculo. Al final, lo que vemos y compramos en las películas de Hollywood es la trayectoria de una psicopatía sin remedio, que reproduce en el mundo del show business el proceso de degradación del mundo contemporáneo. Creo que aquí radica el secreto de la genealogía que Daniel menciona en el título de su libro, y en el que el héroe de la película se ha convertido en el mensajero de la convulsión y en un villano sin remedio, que reproduce en gran medida una caída brutal en la bolsa de valores de la humanidad.
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El colapso económico que vive actualmente el mundo, originado fundamentalmente por la voracidad de los mercados financieros de Wall Street, sin duda está logrando convulsionar una realidad que desde hace un buen rato se ha vuelto una realidad virtual; ella había venido funcionando milagrosamente hasta hace poco tiempo desde una economía hueca, que oculta en la realidad el ocio irredento de financieros manipuladores y gobernantes acomodaticios, tan aferrados al valor de la bolsa.
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Con esta vocación por la convulsión, Hollywood extiende su influencia fuera de las pantallas y nos propone cada vez más un mundo dislocado, con un grado de paranoia y autodestrucción que no parece que ha tocado fondo todavía y que en el colmo de su egocentrismo pretende arrasar con el mundo y exterminar los valores esenciales que todavía perviven en la mayoría de los seres humanos, a pesar de Hollywood y sus estereotipos que, a través de la pantalla chica de la televisión, se intensifica y magnifica.
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Afortunadamente, todavía vivimos en una sociedad en la que, a pesar de las convulsiones cotidianas que pretenden aplicarnos, queda una buena base de valores fundamentales. Uno de estos valores que subsiste a pesar de todo es el de la creatividad. Hay todavía en este país los suficientes recursos creativos que permiten ver las posibilidades de un cine distinto al hollywoodense.
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Por supuesto que hay muchas más vetas que explorar en Hollywood: la genealogía secreta, de Daniel González Dueñas. Para los aficionados al cine este libro es una herramienta fundamental para entender la sofisticada estrategia de uno de los mayores poderes mediáticos que sigue pretendiendo imponer una forma de vida. Para cineastas y creadores, este libro ofrece un análisis muy valioso, que seguramente ayudará a enfocar las nuevas producciones hacia mejores territorios. A mí, entre muchas cosas, me ha ayudado a recordar nuevamente un célebre poemínimo de Efraín Huerta, que seguramente estaría pensando en Hollywood cuando escribió: “como era psicópata, lo saqué a psicopatadas”.
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[Texto leído por el autor en la presentación de Hollywood: la genealogía secreta (Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo Guardado, Monterrey, 2008), Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, febrero 28 de 2009.]
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