sábado, 25 de julio de 2009

Un texto de Dolores Castro sobre Rosa Blanda

DGD: Redes 128, 2009 (clonografía dedicada a Dolores Castro)
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Narración y creación
Dolores Castro
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E.M. Forster, en Aspectos de la novela, considera el papel que representa el relato dentro de este género literario. Para él, el relato tiene importancia, ya que “lo que el relato hace es narrar la vida en el tiempo, pero lo que la novela en su integridad hace —si es una buena novela— es abarcar también la vida según los valores”.
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La lectura de Rosa Blanda, novela de Daniel González Dueñas, es para mí el ejemplo más claro: tiene un relato, sí, en Rosa Blanda se le da cierta importancia al tiempo, al relato, pero dentro de éste destaca el espacio propio de la creación poética como verdadero valor.
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No sólo interviene la imaginación mágica del autor, también su capacidad de penetrar en el misterio de concepción y la forma dentro de la creación.
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En síntesis, el relato avanza desde el momento en que un lector y escritor común se encuentra con una bruja. Entre la bruja y el embrujado surge un vínculo misterioso que ha de pasar por enamoramiento, unión íntima y, como consecuencia, concepción, embarazo, hijos y separación de los amantes, porque a eso estaban sentenciados.
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En apariencia es un relato de brujas; en verdad, es una novela que, desbordando la imaginación, nos conduce a reconocer valores sensibles de percepción y verdades sobre la memoria y su transformación en nostalgia y poesía. Nostalgia que asume y expresa con verdadera originalidad el autor.
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Pertenece esta novela a las nuevas formas que escapan a la clasificación, la de los ficheros. Al escapar de las formas clásicas de la narrativa, encontramos dos personajes principales, la bruja y el embrujado. Y más bien, el personaje principal es el embrujado, quien recuerda, en el principio, todo cuando la bruja le fue enseñando: a percibir, en forma de vaso comunicante, hasta convertirse en lo contemplado. La bruja, por su parte, envuelve al embrujado con su magia, lo introduce en un mundo asombroso, y con una tal cercanía que, como podemos imaginar, se convierte pronto en amor.
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En Rosa Blanda la imaginación construye, en unión con la bruja, tejidos de plenitud radial más allá de lo que el Registro guardara en el lugar privilegiado de la costumbre y su fichero de datos.
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El narrador, iluminado por la bruja, descubre otro modo de ver el mundo, que corresponde a otra manera —única— de expresarlo, y a la vez que se introduce, para conocer, en el mundo mágico, incorpora a la bruja en el ámbito propio hasta que ella finalmente adquiere plena corporeidad.
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¿Cómo ocurre esto?
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Llegaste con la actitud de una niña que se levanta del lecho y camina por su casa todavía sin abandonar del todo un sueño profundo
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accediste con gusto a la deleitosa fatiga de tener cuerpo —o bien, a la de tener un solo cuerpo.
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Entre tanto, el embrujado aprende que conocer significa ser en otro, convertirse en aquello que se contempla; por ejemplo, para poder expresar lo que es un pájaro, ser un pájaro.
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Continuando con el relato, los protagonistas amantes recuerdan que están condenados a separarse: ella para volver a su propio mundo, mientras él debe borrar en absoluto el recuerdo de la bruja y su embrujamiento, por lo que deben separarse, sin encontrar solución. Ante tal alternativa, tratan de vivir plenamente cada instante.
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Ocurre el encuentro erótico, el embarazo de la bruja, y la incertidumbre ante cómo ha de ser el hijo: ¿semejante al embrujado? Sí, como los otros hijos que lo suceden, hijos que irán por el mundo narrando cuentos de brujas.
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La nostalgia iluminadora de toda poesía brota en la trama de esta novela con nueva fuerza concientizadora ante lo que puede ser el simple registro de algo y la expresión creadora, así como la nostalgia de verdadera y única forma en vez de las formas caducas: nostalgia de la libre ensoñación creadora del arte, y no de fichas acumuladas tradicionalmente en un registro.
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La nostalgia, columna de la poesía, es el hilo invisible y permanente en Rosa Blanda. Nostalgia que impulsa al embrujado a no olvidar a su bruja, cuando ella deba cumplir su destino y regresar a su mundo, mientras a él le corresponda borrar el recuerdo de lo vivido, lo inasible-maravilloso.
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Y en el relato, durante las angustiosas prórrogas que la bruja consigue en su mundo original:
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Un día, muy poco antes de que se venciera la prórroga, apareció de pronto el milagro que nunca buscamos, la más impensable de las visitaciones de lo Oculto: de la sucesiva depuración de formas brotó la Rosa, el diáfano clímax, una láctea floración de cristales memoriosos, el frágil milagro de nuestra Forma Verdadera.
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Palabras, magia, creación y concepción de mundo, expresión, lenguaje, todo esto es lo que se agrega al relato de esta novela-poema.
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Habría querido citar muchos de los párrafos de imágenes tan relampagueantes como intensas y hermosas. Sabemos que no es posible comunicar la poesía más que con las propias palabras que la expresan.
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Como novela, Rosa Blanda cumple bien con el relato: no se abandona la lectura, y queremos saber siempre lo que ocurre. Es el “¿y luego?, ¿y luego?”, como Forster señala que es condición del relato en la narrativa.
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Como lectores de poesía, no bastará con leer Rosa Blanda una, dos o más veces; en cada una se descubrirán nuevos valores de la sabiduría en convivio con la imaginación que se descubren y expresan en voz de su autor.
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Daniel González Dueñas elige tres epígrafes reveladores para su libro. El primero, de Roberto Juarroz, sobre la palabra y su permanencia; el segundo, de Alberto Blanco, sobre la rosa blanda y la poesía; el tercero, de Johan Huizinga, sobre el relato “que se mima o se juega”.
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Leer Rosa Blanda, releer este libro, es indispensable.
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[Texto leído por la autora en la presentación de Rosa Blanda (Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2009), Casa Refugio Citlaltépetl, julio 21 de 2009.]
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[Dolores Castro Varela, una de las poetas más entrañables de México, maestra y formadora de varias generaciones de escritores, nació en Aguascalientes. Obtuvo la maestría en literatura española por la Universidad Nacional Autónoma de México y cursó estudios de estilística e historia del arte en la Universidad Complutense de Madrid. Formó parte del grupo Ocho Poetas Mexicanos junto con Alejandro Avilés, Roberto Cabral del Hoyo, Rosario Castellanos, Efrén Hernández, Honorato Ignacio Margaloni, Octavio Novaro y Javier Peñalosa Calderón. Ha recibido numerosos reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz. En abril de 2008 recibió el homenaje que el Instituto Nacional de Bellas Artes le dedicó por sus 85 años. Tiene una novela, La ciudad y el viento (1962) y es autora de poemarios antologados en ¿Qué es lo vivido? (1980), Las palabras (1990), Poemas inéditos (1990), No es el amor el vuelo (1995) y A mitad de un suspiro (2009).]
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domingo, 19 de julio de 2009

Un fragmento de Rosa Blanda

DGD: Textiles-Serie roja 24, 2009
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Las brujas sonríen. Cuando son niñas, árboles, piedras perdidas en los caminos, cualquiera puede pasar al lado de una bruja e ignorarla, pero nadie que vea esa sonrisa quedará intacto. Cuando una bruja es su sonrisa, el mundo entero se detiene, estremecido hasta la médula de los huesos.
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(Sí, digo bruja y a pesar de todo no puedo evitar un rastro de vergüenza, como si hubiera deslizado un ratón en un solemne concurso de felinos. En cuanto a ciertos brincos metálicos parecería inútil haberte conocido: digo “bruja” y es como si en la sopa hubiera caído una mancha de tinta, como si el conserje comenzara a lanzar baldes de agua y a lavar el escenario en pleno concierto sinfónico.)
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Que las brujas asuman cualquier forma es una leyenda veraz pero inexacta: en realidad les resulta muy arduo no ser todas las cosas, y en ello interviene menos la voluntad que la intuición. Tú misma, en la ira o en el abandono, distraída de tu forma, comenzabas a deslavarte, tu cuerpo se deshacía en copos brillantes que se me pegaban a la piel: tocarte era internarse en algodón deshilado, en nostalgias dispersas, en transparencias superpuestas, la otra cara del deseo. Hacerte el amor era obligarte a regresar a la forma, reintegrar esa grieta que se había abierto de pronto en mitad de nuestra cama, por donde asomaban las estrellas.
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[De Rosa Blanda, Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2009. Distribuidor: Casa Juan Pablos. ventas@casajuanpablos.com. // Página web de Ediciones Sin Nombre: Ana María Jaramillo. anajarami@hotmail.com. Ventas en línea.]
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miércoles, 8 de julio de 2009

Abismos

DGD: Textiles-Serie blanca 5, 2008
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a Santiago Bao, poeta onírico*
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Cada noche de mi vida caigo en el gran engaño, el mismo, una y otra vez: lo que estoy viviendo es real, irrefutablemente real..., hasta el instante en que aquello que he vivido se revela como un sueño.
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De nada sirve que lo haya experimentado cientos, miles de veces: cada ocasión es la primera porque esa realidad onírica —tan intensa, tan real— borra, así sea provisionalmente, la memoria de toda otra realidad.
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La clave radica en que entonces yo ignoro que se trata de algo “provisional” y no sé que pueda existir “otra” realidad. (Pero existe, y no una sino innumerables: esa es la primera enseñanza.)
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Si conservara la memoria, me diría “esto es un sueño” y no lo tomaría en serio; sin amnesia lo viviría como un simulacro, una farsa, un mero juego de la mente. Pero si soy engañado con tal eficacia, si cada noche el sueño me prueba su altísima realidad, ¿es acaso para que, durante el día, la vigilia me pruebe su abismal irrealidad?
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Tengo memoria diurna: cuanto estoy despierto, recuerdo el día de ayer. Tengo amnesia nocturna: cuanto estoy dormido, no recuerdo ningún otro sueño y ni siquiera haber soñado (sí, a veces en sueños reconozco rostros, sitios y paisajes, me digo ya he estado aquí; a veces incluso me quedo dormido y hasta sueño, pero todo eso no hace sino intensificar y reunificar la realidad de lo que vivo). ¿En qué forma dependen, una de la otra, esa memoria que aparenta continuidad y esa amnesia discontinua?
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¿Cuántas cosas olvido provisionalmente en la vigilia y a dónde van esos olvidos? (Pienso en el parpadeo, esa noche instantánea e inadvertida que refresca los ojos y la mente, y que rompe desde dentro lo que yo me obstino en creer que es una percepción continua sobre el mundo.)
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¿Cuántas cosas recuerdo en el sueño y dónde se acumulan tales recuerdos? (Pienso en esas certezas inauditas que de modo abrumador y fragmentario brotan en los sueños y que parecen testimonios de otra continuidad, y acaso de un mundo en donde todo es simultáneo.)
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No importa cuántas veces he sido engañado por el sueño: de nueva cuenta despierto entre alaridos y manotazos. Pero despierto, por unos instantes, lúcido.
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Mientras tanto, las pruebas diurnas de la realidad del mundo se suceden insidiosas aunque una sola habría sido suficiente. Esa monotonía termina por arrullarme.
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De noche se me engaña para despojarme de toda posibilidad de comparación: la realidad que vivo en los sueños es absoluta y única. De día soy capaz de recordar que he soñado y de comparar esa realidad nocturna con la diurna. Es sólo por esta comparación que la realidad soñada se vuelve relativa y abstracta, mientras que la realidad diurna (por si hicieran falta más “pruebas”) se torna a su vez absoluta y única.
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La solidez del día depende de volver insustancial la solidez de la noche.
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¿Quién engaña con tan recurrente perfección, puesto que cada sueño elimina el recuerdo de los engaños anteriores?
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¿Y quién acumula “pruebas” de la concreción de la vigilia? Yo no pido esas evidencias, y de hecho me aletargan, puesto que cada una es la repetición al infinito de la misma evidencia.
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Con qué facilidad el sueño elimina a la vigilia y también a los sueños anteriores: no podría ser engañado si supiera que estoy dormido.
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Con qué dificultad la vigilia intenta parecer continua, cuando es rota de tanto en tanto por esos fragmentos nocturnos de realidad irrefutable.
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Sin embargo, no sabría qué tan real es el sueño (o el engaño) si no despertara a continuación.
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Y no sabría qué tan irreal es la vigilia (y qué tan engañosas son sus pruebas de realidad) si no me deslizara irremediablemente al sueño a cada tanto.
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El engaño me sacude. La prueba me adormece.
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El sueño no prueba nada. La vigilia engaña.
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La noche muestra y demuestra. El día acumula simulacros. Y lo único irrefutable es el abismo.
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¿Cuál es el verdadero engaño? ¿Por qué una supuesta memoria de lo “real” depende de una rotunda amnesia de lo “irreal”?
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¿Es que de noche debo olvidar que estoy dormido para ser capaz de recordar, durante el día, que no estoy despierto?
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