sábado, 26 de diciembre de 2009

Alteroscopio (tercera parte)


DGD: Frontispicio 7, 2001
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Visión focal y visión periférica
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La metáfora del alteroscopio toca todos los territorios, incluso el de la fisiología humana. El campo de la visión equivale a un círculo igual a la forma del ojo; ese campo perceptual también puede ser representado como un blanco de tiro compuesto por círculos concéntricos: en el centro reposa la atención, mientras que lo captado en los demás círculos suele desatenderse. Esta forma de mirada es típica de Occidente y se conoce como “visión focal” (o “foveal”): en todos los momentos de su cotidianidad, el individuo usa el punto focal para concentrarse y notar los detalles de lo que tiene frente a sí; al mismo tiempo ignora el resto de su mirada: lo que captan los restantes círculos concéntricos se mantiene en el nivel subconsciente.
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La otra forma de mirar, conocida como “periférica” (o “ambiental”), es característica en Oriente (como lo muestra de modo apabullante la gráfica oriental): sin perder la concentración en el centro del “blanco de tiro”, los orientales mantienen consciente lo que abarcan los restantes círculos concéntricos de su mirada; dicho de otra manera: se concentran en la parte pero no ignoran ni desatienden el todo, sabedores de que la periferia de la visión recibe el panorama completo de lo que sucede frente a los ojos —es decir, alrededor del punto de concentración.
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La visión periférica usa distintos receptores de luz en la retina y diferentes conductos nerviosos en el cerebro, y de ahí la radical diferencia de mentalidades entre pueblos que por tradición usan desde siempre la visión periférica, y otros que desconocen (o fueron despojados de) esa tradición. Recientes estudios indican que mientras la visión focal (consciente) hace esfuerzos por reconocer objetos e identificarlos, la mirada periférica (subconsciente) realiza una gran actividad constante y sin esfuerzo, sobre todo regulando los mecanismos de la orientación y la localización espacial.
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Un fenómeno asociado a la visión focal es el tiempo de “lectura”: se requiere ver durante un cierto tiempo para llegar a percibir (sucesividad); esto no parece inherente a la visión periférica, para la cual ver es percibir (simultaneidad). Otro fenómeno característico de la mirada focal es el monólogo interno: el individuo occidental, acostumbrado a concentrar la atención únicamente en el punto central de la visión, mantiene un constante flujo de pensamientos azarosos; se habla mentalmente todo el tiempo, casi diríase que en un intento subconsciente de subsanar la pérdida del resto de la mirada. A este respecto no puede olvidarse la definición que don Juan Matus transmitiera a Carlos Castaneda: el monólogo interno de los hombres crea el mundo, define la realidad.
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La percepción alteroscópica
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Ciertos occidentales que se han percatado de la pérdida inherente a la mirada focal (generadora de lo que podría llamarse una realidad focal), proponen una serie de ejercicios para restaurar la visión completa; el alteroscopio es precisamente eso: un ejercicio de restauración de la mirada completa. Uno de los más significativos resultados de estos ejercicios radica en que el monólogo interno disminuye y hasta desaparece cuando se usa de modo consciente la visión periférica. Por su parte, algunos practicantes de la medicina alternativa comprueban, en quienes desarrollan la mirada periférica, una disminución de las enfermedades ocasionadas por el stress y la angustia. Otros “restauradores de lo periférico” van más allá y postulan que lo mismo sucede con los restantes sentidos: existen también un oído, un gusto, un tacto y un olfato periféricos. Un individuo que aprende a restablecer la conciencia de su visión periférica es también capaz de extender sus otros sentidos hasta formar en torno a sí una especie de capullo sensorio (bien podría llamarse percepción alteroscópica) que aprecia el mundo de una manera difícilmente imaginable por Occidente.
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La fisiología occidental ha tenido que aceptar (aunque con la proverbial lentitud) que la visión focal está asociada con el sistema nervioso simpático —la parte involuntaria o autónoma que se encarga de la actividad, la adrenalina y el stress—, mientras que la visión periférica tiene que ver con el sistema nervioso parasimpático —relacionado con el relajamiento, la paz interna y el equilibrio de la salud. La visión periférica es innata en la culturas antiguas; así, los recolectores-cazadores usaban (y aún usan) esta mirada para detectar a la presa sin tener que mover la cabeza y por tanto delatarse. Ella es también esencial en las artes marciales: el atleta permanece inmóvil mirando fijamente los ojos del adversario y sin embargo está consciente de cada movimiento del cuerpo entero de éste: lo abarca “de un solo golpe de vista”, es decir sin tener que mover los ojos y concentrar la mirada en una u otra parte del cuerpo del otro. La milenaria técnica del samurai reposa en esta forma de mirada-conciencia abierta.
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En Occidente una tal forma de percibir sólo se desarrolla en pequeños núcleos, por ejemplo los pilotos de avión que captan las informaciones del tablero de control en una sola “ojeada”, o bien los deportistas: un jugador que sigue “de reojo” el desempeño de sus compañeros, sin tener que volver la cabeza, está usando la visión periférica. Según ciertas disciplinas alternativas, el desarrollo de esta forma de mirar permite percibir las auras a simple vista. En otras, como la oftalmología, el concepto de “visión baja” o defectuosa se ha corregido para incluir aquella que no ha incorporado la total recepción de las imágenes del mundo; la visión de una persona puede ser óptima, pero aún así estar muy lejana de lo que se llama “visión amplia” (widesight). En psiquiatría se estudia el “campo visual subconsciente de alerta”, más allá de los campos estrechos (o totalmente extintos) de la visión deteriorada.
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Por su parte, el neurofisiólogo Vilayanur Ramachandran ha investigado lo que llama “visión ciega”, una extraña condición en la que una persona despojada de la vista parece experimentar una conciencia de ciertos objetos que sólo podría provenir de la visión. Con base en estas experiencias, Ramachandran propone que el humano tiene en realidad dos distintos métodos cerebrales para procesar la información visual. Uno es el más común, centrado en la vía al tálamo (acaso es a esto a lo que don Juan Matus llama tonal); el otro, más “primitivo” (que, en términos de don Juan, correspondería al nagual), es visto como la permanencia de un más temprano estadio de la mirada, que no ha desaparecido del todo y se manifiesta en casos tan raros como el de la “visión ciega” (o, podría agregarse, el de la experiencia de los brujos). Es la mirada “vestigial” (es decir, desarrollada imperfectamente). Según Ramachandran (Phantoms in the Brain, 1998), muy temprano en la vida el individuo es educado para ajustar sus sentidos visuales según el método talámico; esta vía le permitirá ver el mundo como “lógico” y compartir las experiencias (es decir la “realidad visual”) de sus semejantes, como respuesta a la experiencia visual.
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¿Qué tanto oro hay en nosotros?
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Ya en 1907 el psicólogo Pierre Janet explicaba en The Major Symptoms of Hysteria:
Tenemos dos visiones: la central, que es precisa y atenta, y la periférica, que es vacía y de importancia secundaria. Los histéricos mantienen sólo la primera conscientemente, mientras que la segunda persiste muy inconscientemente. […] Un niño tenía violentas crisis de terror causadas por un incendio, y bastaba mostrarle una pequeña llama para que el ataque comenzara de nuevo. Su campo visual estaba reducido a cinco grados, fuera del cual no parecía ver nada. Sin embargo, yo le podía provocar el ataque con sólo pedirle que fijara sus ojos en el punto central y luego acercando un cerillo encendido por la periferia de su visión, hacia los 18 grados.
Janet dedicó sus investigaciones a una “restauración total de la vista”, convencido de que el punto central de la visión equivale a la conciencia y que la periferia representa al subconsciente. Sus observaciones podrían ser extendidas no sólo a los histéricos (sea cual sea la definición en uso según tal o cual subsistema), sino a todos los individuos de las culturas occidentales, que sufren de una ceguera parcial. No se trata de eliminar la mirada focal, sino de ver también de modo periférico; una vez desarrollada la visión periférica, la focal mejora de modo notable. (Una vez más, la palabra clave es “también”.)
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Si se vuelve a la analogía del blanco de tiro, en el punto central radica el intelecto, la lectura racional del mundo (bien ejemplificada por la acción de leer el lenguaje escrito), mientras que en los círculos concéntricos reposa la intuición, el inconsciente, en distintos porcentajes hasta llegar a los extremos del campo de visión. Una vez más se presenta una graduación: el punto central es exclusivamente sucesivo, secuencial, focal; el último círculo es totalmente simultáneo, ubicuo, ambiental. Al restaurar la visión total, la conciencia se amplía. Se trata de esos ojos desnudos que pueden ver tanto en un cielo estrellado, esos que, al elevarse y permanecer fijos en un punto del cielo, no sólo abarcan toda la bóveda celeste sino que saben que de algún modo ella también los está mirando.
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El legendario alquimista Nicolás Flamel (c.1330-1417) lo expresaba en los términos de su arte de la transmutación: “¿Qué tanto oro hay en nosotros? Si tenemos oro, podremos fabricar más” (El deseo deseado, 1399). Esta es acaso la más feliz expresión de la aparentemente contradictoria certeza manejada por todos los alquimistas: la Gran Obra es un proceso (una decantación), pero también una simultaneidad. Dicho de otra manera: la iluminación coexiste con cada uno de los pasos dados hacia ella. Para la alquimia, el oro es a la vez entendido en sentido literal y metafórico. En sentido literal: no hay oro en la culminación del proceso si no estaba en el alquimista desde el principio. En sentido metafórico: no cabe esperar una apertura de la conciencia si ésta no se hallaba ya plenamente abierta en cada etapa de su desarrollo, aun en la más primitiva, e incluso antes (no hay principio, no hay final).
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Según esta lectura, la iluminación consiste precisamente en acceder a lo simultáneo (lo vertical) en el instante más profundo de lo sucesivo (lo horizontal): un iluminar lo diacrónico con la luz de lo sincrónico, un dejar de “quemar etapas” para verlas coexistir y navegar en ellas sin fin y sin principio, un abandonar la prisión del instante exclusivo —y todos los límites que éste implica— para entregarse a la inconcebible libertad del presente eterno y lo inclusivo. En suma, es un darse cuenta de que el oro —la conciencia expandida— siempre estuvo ahí, tan omnipresente como la luz. No puede olvidarse la definición de la alquimia que dio Fulcanelli: “el arte de la transmutación de la materia por el poder de la luz”.
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Estereogramas
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El alteroscopio, en tanto metáfora, invita a ver el mundo como a aquellos “estereogramas” que tuvieron un fugaz auge a mediados de los años noventa, esos dibujos abstractos formados por computadora ante los que, si uno lograba concentrarse y “acomodar los ojos” de cierta forma, al cabo de un tiempo podía entrar en ellos y descubrir imágenes en tercera dimensión.
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La técnica del estereograma se basa en la noción de que el ojo derecho y el izquierdo ven las cosas de una manera ligeramente distinta, debido a que cada uno observa desde su propia perspectiva: de ahí la mirada en tercera dimensión y el “enfoque”. Ello se comprueba al ver un objeto cerrando un ojo y luego verlo cerrando el otro. El estereograma es la fusión de dos fotografías de un mismo objeto, tomadas con la misma distancia que existe entre un ojo y el otro. Se “entra” a la imagen cuando se logra que cada ojo mire la fotografía que le corresponde: el cerebro hace la fusión.
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Hubo personas para quienes era espontáneamente muy fácil acomodar los ojos con objeto de ver las imágenes en tercera dimensión escondidas en esos diseños abstractos aparentemente planos; sin embargo, para otras personas ello resultó extremadamente arduo y a veces imposible: jamás pudieron entrar a los estereogramas e incluso pusieron en duda el hecho de que hubiera algo ahí, en el fondo de la imagen. Pero el que haya sido fácil para algunos no demuestra que deba ser fácil para todos, ni el que haya sido imposible para otros prueba que esas imágenes fundamentales no existan.
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El término “entrar” es, desde luego, metafórico, pero en más de un sentido actúa también de manera literal, como muestra la experiencia asombrada de quien lograba “acomodar los ojos”: en el primer instante no sólo sintió estar viendo algo, sino haber entrado en ese “algo” y participar directamente de ello; más que "descubrir" una imagen oculta, se supo parte del súbito despliegue en tercera dimensión de algo que sólo parecía poseer dos dimensiones. Aunque después la sensatez y la lógica le dijeran que “era sólo un truco óptico”, en aquel instante de alborozo supo, más allá de toda necesidad de certeza, que abrir la percepción es abrir el mundo.
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La pregunta es entonces, ¿qué sucede cuando se aumenta la distancia que hay entre los ojos? Quien observa a través del alteroscopio obedece a la intuición de que si acomodara los ojos de cierto modo, podría entrar en la imagen del mundo y mirar con ella.
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(Ejemplos de estereogramas y una buena introducción a ellos pueden verse haciendo click aquí.)
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martes, 15 de diciembre de 2009

Alteroscopio (segunda parte)

Pedro Armendáriz y el alteroscopio en la escena inicial de Reflejos.

Alma Muriel, Pedro Armendáriz y el alteroscopio en otra escena de Reflejos.

Armendáriz ha girado el alteroscopio 180 grados sobre su eje.

Armendáriz contempla a Muriel, que contempla a través del alteroscopio.

De la propia suerte que saber, también el dudar es meritorio.
Dante: Infierno, XI-93.
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Tiempo después quise averiguar más sobre el aparato que el azar me había puesto en las manos durante la preparación de Reflejos. Sin embargo, ¿cómo buscar algo de lo que no se sabe el nombre y sólo se dispone de una imagen? Mi alteroscopio era, en principio, un aparato para ver, la vaga mezcla de un telescopio y un teodolito.
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Comencé, pues, buscando instrumentos relacionados con óptica, ingeniería, topografía. Acudí al Diccionario Técnico Larousse y a otros libros similares con la misma dificultad: no había palabra que buscar y únicamente restaba ir página por página revisando las imágenes. Nada surgió de esta línea de indagación.
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Consulté con ingenieros y arquitectos sin resultados. No obstante, uno de ellos comentó que en la Segunda Guerra Mundial los soldados usaban un aparato óptico que servía para mirar desde las trincheras evitando la muy concreta posibilidad de que a quien se asomara le volaran la cabeza. Era una especie de prismáticos o binoculares que en lugar de extenderse hacia adelante lo hacían hacia arriba por medio de dos tubos con espejos internos; esos tubos, en la parte superior, volvían a curvarse para mirar al frente. Sin embargo, este colaborador no sabía el nombre de ese implemento. Había que comenzar de nuevo el rastreo de una imagen. Sin embargo, con esa referencia el área de búsqueda había cambiado de manera no poco violenta: de la ingeniería topográfica a la ingeniería militar, de la tecnología científica a la tecnología de guerra.
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El paso consecuente era buscar imágenes de la Segunda Guerra Mundial hasta dar con alguna en que apareciera ese aparato, esperando que en el pie de alguna de ellas estuviera escrito el nombre (y era más eso, una esperanza, que un método); sin embargo esto resultaba, de nueva cuenta, desbordante: existen cientos de miles de imágenes de ese conflicto. Entonces sucedió una de esas conexiones que sólo pueden calificarse como mágicas (de las que esta búsqueda ha estado particularmente llena); si los aparatos que yo buscaba sin saber su nombre se basaban en separar por medio de tubos la mirada de cada ojo, se me ocurrió ver si existía la palabra “biscopio” y usé Google para comprobarlo, casi seguro de que era un neologismo absurdo. Y ahí estaba, en las primeras páginas de resultado, en la página web de una compañía, Von Morenberg, que se dedica a vender objetos de la Segunda Guerra Mundial. Se incluía el nombre en italiano: Biscopio da Trincea (Biscopio de trinchera), y una fotografía:
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Ahí estaban la imagen y el nombre de uno de los aparatos buscados, pero el principal seguía ocultándose. No obstante, si en ese catálogo estaba el biscopio, y si el que yo buscaba pertenecía también a la tecnología bélica, el siguiente paso era armarse de paciencia y ver una por una las imágenes de ese inmenso catálogo en espera de que se presentara alguna analogía visual. Lo recorrí metódicamente, desde el principio: es tan copioso que se divide en subpáginas, cada una con un cúmulo de “productos” (en cada uno la imagen, una breve descripción en italiano y el precio en euros): una interminable sucesión de uniformes, cascos, medallas, armas, insignias, mapas, accesorios...
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Y en efecto apareció, por fin, el objeto ulterior del rastreo: “Telemetro per Artiglieria da Campagna - Lotto n. 1121 - Asta n. 35”:
Aunque coincidía en dimensiones con el que encontré en aquella bodega, poseía infinidad de detalles de que éste carecía; la imagen sólo presentaba un ángulo, pero las similitudes bastaban para la certeza: el nombre buscado era “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”. La comparación de esta fotografía con el aparato usado en Reflejos confirmó el hecho de que este último era, en efecto, de utilería: parecía casi nuevo y no tenía en el interior el sistema óptico de los telémetros. Dicho de otra manera: no se veía nada al aplicar los ojos en su mirilla doble. Evidentemente había sido usado para alguna película con tema bélico, y aún así sorprendía la calidad de su hechura: aunque no tenía ni el sistema óptico ni los detalles exteriores del telémetro “real”, era un objeto hermoso y hecho con refinamiento.
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Los datos aportados por el catálogo respecto al Telemetro per Artiglieria da Campagna eran concisos: “Precio estimado: entre 400 y 600 euros. Periodo: Alemania, Segunda Guerra Mundial”. Lo que había detrás del nombre era explicado por una enciclopedia:

Se llama telémetro a un dispositivo capaz de medir distancias de forma remota. El telémetro óptico (que es el que se utilizaba en la Segunda Guerra Mundial) consta de dos objetivos separados una distancia fija conocida (base). Con ellos se apunta a un objeto hasta que la imagen procedente de los dos objetivos se superpone en una sola. El telémetro calcula la distancia al objeto a partir de la longitud de la base y de los ángulos subtendidos entre el eje de los objetivos y la línea de la base. Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro. Los telémetros mórficos se basan en cálculos mediante el uso de la trigonometría y se han venido utilizando en sistemas de puntería para armas de fuego, topografía y fotografía, como ayuda para el enfoque.
Pronto la carrera tecnológica superaría a los telémetros ópticos por medio de los ultrasónicos (que funcionan con ondas electromagnéticas de radio-frecuencia) y, sobre todo, de los dotados con láser, como este:










Así pues, aquel objeto tenía una “utilidad” en tecnología militar y específicamente bélica, puesto que su “apertura de mirada” no tenía otro objeto que localizar y afinar la puntería sobre blancos enemigos.
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Todo se resolvió una vez encontrado el nombre. De este modo di, en otras páginas, con otros “modelos” de telémetros, como este usado en Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial:
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Puede observarse en la fotografía su diseño en camuflaje, cuyo evidente propósito era evitar que el telémetro se convirtiera, paradójicamente, en un blanco (como sucedería si hubiera sido como el “mío”, que era de metal dorado y pulido, y por tanto reflejaba todo rayo de luz).
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Un coleccionista de fotos de guerra aporta dos imágenes en que puede verse a los soldados alemanes utilizando el telémetro, también en Stalingrado, en 1942:
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En ambos casos resulta notable el que los soldados lo usan sin tripié; probablemente en las dos fotografías se trata de apuntar a blancos móviles, o se debe al hecho de que estos pelotones debían moverse constantemente.
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Pero todo esto se refiere al “telémetro portátil”, cuyo rango es posible calcular en unos mil metros como máximo. Debido precisamente a que “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”, existieron otros, aquejados de gigantismo, que ya no eran portados por un soldado sino en los que éste se metía de cuerpo entero. En la siguiente foto puede verse el modo en que el telémetro fue agrandado para incrementar asimismo su rango hasta 30 mil metros en batallas navales. Era, pues, una parte sustancial del diseño de los acorazados:
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En otra foto puede apreciarse el telémetro como una especie de tótem en la cubierta del célebre acorazado alemán Graf Spee, uno de los más temidos en el principio de la Segunda Guerra Mundial:
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Sesenta años más tarde, ese mismo telémetro del Graf Spee, de 27 toneladas de peso y doce metros de longitud, pudo apreciarse en el puerto de Montevideo, aislado ya del buque al que una vez estuvo sujeto y con muy poco deterioro:

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La historia de cómo llegó ahí es interesante. El Graf Spee era uno de esos “acorazados de bolsillo” que Alemania construyó respetando la decisión internacional según la cual ningún barco fabricado por astilleros alemanes podía superar las diez mil toneladas de peso total. Tenía 180 metros de largo, motores diesel de alta potencia (podía alcanzar 26 nudos en altamar) y estaba equipado con seis cañones de 280 milímetros (con alcance de 28 kilómetros) y ocho de 150 milímetros (además de armamento antiaéreo, seis tubos lanzatorpedos de 500 milímetros y dos hidroaviones), todos ellos guiados por el enorme telémetro que les permitía apuntar con una imbatible precisión.
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El capitán, Hans Langsdorff, era temido por su eficacia destructora y a la vez respetado por su honorabilidad: ningún tripulante de los numerosos barcos mercantes hundidos por el Graf Spee había muerto en los ataques (Alemania había movilizado la guerra al Océano Atlántico con el fin de evitar que, desde Estados Unidos, llegaran armas y alimentos a Inglaterra y a los países que resistían a la invasión germana).
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En diciembre de 1939, a unas 280 millas de Punta del Este, Uruguay, el Graf Spee fue atacado por tres poderosos cruceros ingleses y estuvo a punto de hundirlos, pero en lugar de rematarlos Langsdorff prefirió tomar rumbo a Montevideo para reparar los daños de su nave. Uruguay, país neutral, se negó a que las reparaciones fueran efectuadas ahí. A la vez, espías británicos engañaron a los alemanes y los hicieron sentirse seguros de su posición; sin embargo, cuando el Graf Spee salió del puerto se vio rodeado por destructores, cruceros y un portaviones. El 17 de diciembre, Langsdorff dejó en tierra a la mayoría de los miembros de la tripulación (cerca de mil hombres) y llevó el buque a unas millas de la ciudad; ahí dinamitó el acorazado con objeto de hundirlo para que no cayera en manos enemigas. Luego de esto Langsdorff se dirigió a Buenos Aires y el 20 de diciembre se suicidó, atormentado por los errores estratégicos que lo habían llevado a perder su nave.
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Durante seis décadas el acorazado permaneció en el fondo del Río de la Plata, hasta que dos de sus partes fueron rescatadas y exhibidas: una enorme águila nazi que actuaba como mascarón de proa y el no menos aparatoso telémetro de 27 toneladas. A diferencia de otras recuperaciones de naves sumergidas, el estado de conservación de ambos fragmentos era excepcionalmente bueno precisamente porque se hundieron en aguas dulces.
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Y viendo esa foto del puerto de Montevideo cabe preguntarse: ¿cuántas personas de finales del siglo XX que lo vieron ahí exhibido conocían los antecedentes y raison d’être de ese singularísimo objeto, cuántos lo vieron como un “monumento” o “escultura vanguardista”, y cuántos pudieron evitar la sensación de que en sí era la más extraña de las naves?
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El principio del telémetro es el antiguo método matemático de la triangulación, con el que desde tiempos remotos se han medido distancias sobre la tierra lo mismo que distancias astrales.
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Si se conocen en un triángulo un lado AB y dos ángulos, alfa y beta, es posible hallar, primero, la distancia de A hasta C y de B hasta C, y luego el ángulo bajo el que se ve desde C la distancia AB (paralaje).

Esta es la representación de un telémetro óptico usado en cámaras fotográficas (usamos la descripción y las imágenes de la enciclopedia técnica):
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En esta imagen puede notarse que sólo la visión de uno de los ojos es desviada por medio de espejos. En el alteroscopio, esto sucede a la visión de cada uno de los ojos:

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Sobre todo después de averiguar el “uso real” del enigmático aparato que llegó a Reflejos por azar, el misterio de fondo permanece. Todo es susceptible a una lectura metafórica; dicho de otra manera, todo es metáfora. ¿A qué apunta la metáfora del alteroscopio, y el hecho de que en su figura estuviera implícito un regusto bélico, una oscuridad de tal magnitud, un touch of evil (para usar el título de Welles)? Pero aún las mayores y más rotundas tinieblas son parte de la luz, desde el momento en que la metáfora es en sí un recurso de la poesía para abrir la mirada. Basta recordar lo que Tomás Segovia nos ha hecho ver: la suma de luz y oscuridad es luz en sí misma. Y aquí justamente no queda sino recordar aquel otro dictum de Segovia: acaso la guerra se nos dio no para aprender a vencer, sino para aprender a vencerla. De igual manera, el alteroscopio, forma trascendida del “telémetro óptico para artillería de campo de batalla”, es acaso una metáfora de la necesidad de vencer nuestra ceguera socialmente autoimpuesta.
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Otra metáfora radica en la imagen del telémetro del Graf Spee sumergido en un río durante décadas hasta que fue rescatado y exhibido. Resulta casi inevitable relacionar esto con aquella sentencia de Horacio (Epístolas, II, 1, 40): “Diferir la afinación de la propia conciencia es imitar la simplicidad del viajero que, encontrando un río en su camino, aguarda a que el agua haya pasado. El río corre y correrá eternamente”. Lectura metafórica: un símbolo largamente sumergido en el fango que un buen día deja de esperar que el agua pase y emerge para hacer su llamado en la superficie, cara a cara con quienes lo observan.
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Sin duda una clave radica en la mención “Cuanto mayor es la línea de la base, más preciso es el telémetro”. La escala que va del telémetro portátil al descomunal telémetro del Graf Spee no termina ahí. Por lo demás, la injerencia del método pitagórico de la triangulación permite comparar ese uso bélico del telémetro con una computadora gigantesca que se usara únicamente para hacer sumas con números de dos cifras. Hay algo más que convierte al telémetro (aparato para llevar la vista más lejos) en un alteroscopio (método para contemplar a lo otro).
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En el usuario del telémetro manual la distancia entre sus ojos (aproximadamente diez centímetros) se multiplica por ocho; en el operario del telémetro gigante, por ciento veinte. Muy bien puede entonces abordarse el terreno de la ciencia-ficción, pero no el 95 por ciento de este género denunciado por Theodore Sturgeon como basura, en el cual toda nave espacial humana (space ship) es un crucero de guerra (battle ship), sino ese restante cinco por ciento en donde el acento se coloca ya no en la destrucción brutal sino en la constante construcción de lo humano. Así, es posible imaginar una enorme nave que es en sí un alteroscopio: ya no un operario sino toda una tripulación va en su interior en busca de abrir la mirada. La distancia entre los ojos de cada tripulante se ha ampliado tanto, que bien puede decirse que en esa nave viaja una mirada humana ulterior en busca de reciprocidad del universo.
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sábado, 5 de diciembre de 2009

Alteroscopio (primera parte)

DGD: Redes 94, 2009

[Los guiones de Pedro Miret para los cinco episodios de la película Historias violentas estaban más o menos desarrollados, pero el menos trabajado era el que me tocó dirigir, inicialmente llamado Pent-house. Puesto que se limitaba a una mera situación y dos personajes (un playboy que invita a su departamento a una muchacha a la que pretende conquistar, con un final “inesperado” y de una ironía más bien burda), había que buscarles una dimensionalidad. El espacio había sido bellamente ambientado por Tere Pecanins en estilo art déco y ella había colocado varios espejos en angulaciones irregulares; toda la puesta en escena surgió de este elemento, que no sólo dio al episodio su nombre definitivo, Reflejos, sino que dio hondura al protagonista: lo imaginé como un hombre que, obsesionado por la mirada, tiene, además de los espejos, una colección de instrumentos y accesorios relacionados con ella: binoculares, microscopios, lupas, linternas mágicas... Durante la preparación, y mientras seleccionaba esos objetos, encontré en una bodega de utilería un aparato colocado horizontalmente sobre un tripié: era un cilindro metálico de buen tamaño con una mirilla a mitad de uno de sus lados (si mentalmente lo cortamos de manera longitudinal) y dos lentes en los extremos del otro. Supuse que tendría algún uso práctico en ingeniería o topografía (y esto sólo por su remota semejanza con un teodolito), pero de inmediato intuí en él un objetivo muy distinto, adiviné su nombre y lo convertí en la pieza central de la colección del protagonista de Reflejos (Pedro Armendáriz). Cuando éste intenta describirlo a su misteriosa invitada (Alma Muriel), le comenta: “Dicen que al aumentar la distancia entre los ojos, la mirada se abre. Se llama alteroscopio, lente para mirar de otra manera. Yo nunca lo he comprendido”. En algún momento pensé incluso que así debía llamarse el episodio: de tal manera el alteroscopio se había vuelto central. Hice diagramas de su funcionamiento e incluso imaginé la forma en que había llegado al personaje: éste habría leído la descripción del alteroscopio en un libro escrito por un óptico esoterista (seguramente un discípulo de Athanasius Kircher); lo habría hecho fabricar, lo colocaría en la terraza de su pent-house, a diario miraría el paisaje a través de él con una interminable sed de abrir la mirada (esta es la primera escena del episodio). Entre las abundantes notas que acumulé para intentar comprender tanto ese aparato como la necesidad metafísica que había detrás de él, está el texto que incluyo a continuación.]
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Ver de otra manera no es imaginar.
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Imaginar, entre otras cosas, es ver con los ojos cerrados, o con los ojos del alma, o con los ojos del espacio.
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Disímil es ver un dragón e imaginarlo, pero esta diferencia no queda en el nivel de lo real-irreal, verdadero-falso, material-inmaterial, sino en el nivel de la imagen: la que se fuga (como toda imagen) o la que se imagina a sí misma.
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Imaginar no es “hacer real”, sino captar otro registro de lo real. Precisamente ese que nos hace reales.
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Ver de otra manera es también tener acceso a otro registro de lo real, pero no es “imaginar”, que significa “crear una imagen”.
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Imaginar no es ver de otra manera, pero ver de otra manera es en cierto modo imaginar.
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Si la imagen “imaginada” es un reflejo interno de las cosas externas, resulta entonces imprescindible cerrar los ojos para “imaginar”, como lo es para “ver”.
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Una cosa mirada y luego imaginada con los ojos cerrados responde a una sucesión: ahora la cosa, ahora la imagen de la cosa.
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Ver de otra manera elimina lo sucesivo y opta por lo ubicuo: la cosa es imaginada al mismo tiempo que se mira; dicho de una forma más concisa, es la cosa imaginándose a sí misma.
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Ver de otra manera es ver con la cosa, completar la mirada de los ojos con aquella de la cosa sobre sí (e intuir una tercera sobre ambas miradas).
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Ver de otra manera es colocarse antes de la pregunta ¿qué es? (¿qué es lo mirado, lo imaginado?). Preguntar es ver la cosa desde la pregunta, no desde la cosa.
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Pero aún falta algo en esa “otra mirada”: los ojos que ven la cosa y la cosa misma mirándose no son, ni con mucho, la totalidad que conforma la “otra mirada”; falta un tercer elemento: la Mirada per se.
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No la de los ojos hacia la cosa o de ésta hacia sí misma, sino la mirada pura, sin que para concebirla sea necesario hacerla depender de un mirador y un mirado.
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Ver de otra manera es ser la Mirada Ulterior.
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