viernes, 27 de mayo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (octava y última parte)

DGD: Textil 72 (clonografía), 2009

8

La extrañeza bien puede entenderse metafóricamente como un atisbo del otro lado. Hemos mencionado aquí al maestro argentino Antonio Porchia; el poeta Roberto Juarroz, que disfrutó de la amistad de Porchia, lo describe de este modo: “Su forma de escuchar parecía crear la profundidad en sus acompañantes, y cuando él hablaba, teníamos la sensación de que él lo hacía ‘desde el otro lado’, que por otra parte se volvía infinitamente próximo, mucho más que este lado”. Acaso ese otro lado al que alude Juarroz pueda entreverse si —de modo experimental— es primero identificada la magnitud opuesta, este lado.

Cuando el hombre piensa, una serie de corrientes intervienen directamente en ese proceso: el espíritu de los tiempos, la opinión pública, la modernidad, la cultura y, ante todo, la educación que ha recibido. Qué parte de ese pensamiento realmente le pertenece, es una cuestión que sigue debatiéndose, pero lo más probable es que, por más original e irrepetible que sea el pensar de un individuo, en todo caso se sirve, como los demás seres humanos, de una única base mental, definida ésta como la forma de traducir el pensamiento a las palabras que lo expresan.

Es precisamente la base mental lo que primero aprenden los seres humanos, aquello que los forma: en primer lugar la mentalidad binaria (la dialéctica, la lucha de los opuestos) y todos los mecanismos racionales asociados a ella. Dicho en términos llanos: el hombre piensa según la forma en que ha aprendido a traducir sus pensamientos. En todo caso los individuos reacomodan los módulos, fórmulas y núcleos constitutivos de esa base mental, pero nunca inventan nuevos sistemas cognoscitivos. Para ello sería necesaria otra mentalidad. En este sentido un pensamiento “puro”, es decir totalmente ajeno a los paradigmas y sistemas culturales, resultaría la mayor y más inalcanzable de las abstracciones. La base mental parece, pues, inamovible.

Si el hombre no hace sino reacomodar módulos, fórmulas y núcleos preexistentes, a veces se presentan reacomodos absolutamente imprevisibles: es a esto a lo que se llama genio. Sin embargo, incluso este altísimo registro no es más que una combinatoria inaudita, no la invención de otra base mental. (En casos como los de Leonardo Da Vinci y otros grandes creadores, lo que los modernos creemos entender es la parte de su pensamiento que se aproxima a nuestra base mental, aquella que nos permite reconocer un discurso y validarlo.) Porque la característica de tal base, fabricada por la razón, es ser exclusiva, es decir que construye su coherencia a partir de negar cualquiera otra base de pensamiento. Tanto Occidente como el Oriente occidentalizado contemplan como incoherencia, e incluso como locura o delirio, a módulos, fórmulas o núcleos que no sean los que determinan su base mental. Aun el pensamiento más radical, más esforzado por salirse de los paradigmas culturales, permanece, así, de “este lado”.

La noción de un “pensamiento puro” tiene una larga historia en el mundo de la filosofía. Mientras que los geómetras griegos pedían “aferrar la realidad con el pensamiento puro” (que fue más tarde el sueño de Einstein), Parménides —para quien ser y pensar son sinónimos: lo que no puede ser pensado no existe— aseveraba que la mayor dificultad del pensamiento puro está en alcanzar algún conocimiento del contenido de su objeto. Es por eso que un refrán afirma: “Un pensamiento puro es más penetrante que el filo de una cuchilla de afeitar”. Se trata del correspondiente de lo que, en otras esferas, Buda enseñaba: un solo pensamiento puro constituye en sí un momento de iluminación.

El problema del lenguaje como traducción del pensamiento es abordado en un texto poco conocido del metafísico René Guénon llamado “Discurso contra los discursos” (dictado en 1917 en plena guerra mundial), al que pertenece este fragmento:



Se ha dicho, sin duda bromeando, que el lenguaje fue dado al hombre para disfrazar su pensamiento; pero esto encierra una verdad más profunda de lo que podría suponerse a primera vista, a condición, no obstante, de añadir que este disfraz puede ser inconsciente e involuntario. En efecto, la función esencial del lenguaje es la de expresar el pensamiento, es decir la de revestirlo de una forma exterior y sensible, por medio de la cual podamos comunicarlo a nuestros semejantes, en la medida, al menos, en que sea comunicable: y es bajo esta restricción que quiero llamar más particularmente la atención de ustedes.


¿Puede decirse que la expresión sea alguna vez adecuada al pensamiento?, ¿y no es cualquier traducción, por su misma naturaleza, forzosamente infiel? Traduttore, traditore, dice un proverbio italiano bien conocido, que aunque parezca un poco un juego de palabras por su extrema concisión, no por ello es menos justo, y hasta tal punto que es extremadamente difícil y raro encontrar en dos lenguas diferentes, e incluso bastante cercanas la una a la otra, dos términos que se correspondan exactamente, de tal modo que cuanto más una traducción quiere ser literal, a menudo más se aleja del espíritu del texto.


Y si esto ocurre cuando se trata simplemente de pasar de una lengua a otra, es decir de cierta forma sensible a otra forma de la misma naturaleza —de cambiar de alguna manera el vestido del pensamiento—, ¿cómo no será todavía más difícil hacer entrar en las formas estrechas y rígidas del lenguaje a ese mismo pensamiento, que es esencialmente independiente de cualquier signo exterior y radicalmente heterogéneo respecto a su expresión? Para comprender hasta qué punto el puro pensamiento debe verse por ello disminuido, reducido y como esquematizado, sólo hace falta un instante de reflexión, a menos que se parta de las ilusiones de ciertos filósofos que, cegados por el espíritu de sistema, han creído que el pensamiento entero podía y debía encerrarse en una especie de fórmula concebida según el tipo matemático.



Lo que es cierto, por el contrario, es que lo que expresan las palabras o los signos no es nunca la totalidad del pensamiento, que éste contiene siempre en sí mismo una parte inexpresable, luego incomunicable, y que esta parte es tanto mayor cuanto más elevado sea el orden de este pensamiento, puesto que más alejado está entonces de cualquier figuración sensible. Lo que podemos confiar a nuestros semejantes no es pues nuestro pensamiento mismo, sino sólo un reflejo más o menos indirecto y lejano de él, un símbolo más o menos oscuro y velado; y es por ello que el lenguaje, vestido del pensamiento, es también forzosamente y por el mismo motivo, su disfraz.

Guénon toca aquí un fenómeno esencial que bien puede ejemplificarse en el hecho de que, de manera opuesta a las ambiciones de Descartes, el pensamiento sólo existe como palabra y discurso. El tan añorado “pensamiento puro” no aparece en la civilización humana como tal, sino sólo en su traducción a la palabra. Aun quien se aísla y piensa a solas, no hace otra cosa que seguir hablándose a sí mismo; él es su propio traductor, puesto que lo que llama pensar es la búsqueda de fórmulas que le permitan “entender” su propio pensamiento.
Se crean nuevos términos cuando no hay fórmulas lingüísticas para determinadas dimensiones del pensar que no se entienden mediante el lenguaje existente. Esos términos nuevos son eminentemente técnicos, y de ahí que la ciencia sea la primera en inventar conceptos para sus interpretaciones de la realidad. El pensamiento humano es discursivo o dialogal, pero no se identifica con la palabra, no es su prisionero: supera al verbo y lo precede. Por ello se dice que el lenguaje es un disfraz del pensamiento. Guénon enfrenta esta difícil cuestión:




Sin embargo, que el lenguaje sea un disfraz del pensamiento, supone evidentemente que hay un pensamiento escondido detrás de las palabras: ¿es siempre así para todos los hombres? Se puede estar tentado de dudarlo, y de preguntarnos si, para algunos, las palabras mismas no llegan a ocupar casi por completo el lugar de un pensamiento ausente. ¿No hay demasiados que, incapaces de pensar verdadera y profundamente, llegan sin embargo a darse la impresión a sí mismos, y a veces a los demás, de que son capaces de hacerlo, encadenando, con más o menos habilidad y arte, palabras que no son más que formas vacías, sonidos que, aun ofreciendo tal vez un conjunto armonioso, están en cambio desprovistos de significación real?


Ciertamente, el lenguaje rinde al pensamiento grandes y preciosos servicios, no solamente suministrándonos un medio de transmitirlo en la medida de lo posible, sino también ayudándonos a precisarlo y permitiendo definírnoslo mejor a nosotros mismos, y hacerlo consciente de una manera más clara y completa. Pero al lado de estas ventajas incontestables, el lenguaje, o mejor, su abuso, da lugar a graves inconvenientes, el menor de los cuales no es el verbalismo que ahora mismo denunciaba yo aquí ante ustedes, verbalismo cuya deplorable manifestación es lo que se ha convenido en llamar elocuencia. [...]


Es tan raro que un mismo hombre reúna dones tan diversos como los del escritor y el orador: el escritor, que no tiene a su disposición los mismos medios exteriores, necesita cualidades de otro orden, quizás menos brillantes, pero también menos superficiales y más sólidas en el fondo. Y además la obra del orador solamente tiene su razón de ser en una circunstancia determinada y pasajera, mientras que la del escritor debe tener normalmente un alcance más duradero. Al menos debería ser así, pero desde luego hay escritores cuyas frases no contienen más pensamiento que las de los oradores [...], y mucha de la literatura que en suma no es más que mala elocuencia, y que, fijada sobre el papel, ya ni siquiera tiene los encantos artificiales que podría prestarle una dicción agradable o sabia. Y naturalmente, al atacar a la elocuencia verbal, incluyo también con el mismo título, a toda esta vana literatura.

Guénon se aplica entonces a rastrear las causas de ese verbalismo hueco y estéril; si bien algunas parecen inherentes a la naturaleza humana en general, o bien al temperamento de ciertos pueblos o de ciertas personas, el factor esencial es la educación. Y aquí se lamenta de la educación helenística que él mismo recibió, puramente verbal: “En lugar de que la idea fuera independiente de la palabra, como debe serlo naturalmente, era la palabra la que, al contrario, se hacía independiente de la idea y usurpaba su lugar”.

Por un lado está el inalcanzable pensamiento puro; por otro, su traducción a las palabras; finalmente, la usurpación que hace el lenguaje al pensamiento. Es por ello que Guénon, no sin cierta amargura, termina por advertir: “Parece ser, hoy más que nunca, que el dominio del pensamiento puro debe permanecer como patrimonio de un pequeño número, y quizás es bueno que así sea, si es verdad que la especulación y la acción normalmente van bastante mal juntas”. Y concluye: “No nos dejemos engañar más por las palabras, como nos ha sucedido demasiado a menudo; sepamos de ahora en adelante, en todos los dominios, mirar las realidades cara a cara, verlas tal y como son”. Sin embargo, con objeto de mirar frontalmente a las realidades como son, hace falta estar lo más lejos que sea posible de “este lado”. Un logro enorme y casi impensable.

El pensamiento de Antonio Porchia no es “puro” en el sentido usual, y sin embargo, de un modo asombroso y apabullante, contiene una forma de la pureza que resulta radicalmente inédita:


Has venido a este mundo que no entiende nada sin palabras, casi sin palabras.
En las sentencias de Porchia, a las que él mismo denominó voces, están los módulos, fórmulas y núcleos preexistentes en la base mental humana:


Y si no hay nada que es igual al pensamiento y no hay nada sin el pensamiento, o el pensamiento es sólo pensamiento o el pensamiento es todo.
Precisamente porque Porchia habla “como todos”, Occidente puede reconocer una coherencia en las voces; por ello, la mentalidad occidental se ve impedida de descartarlas bajo la acusación de incoherencia, irracionalidad o delirio. No obstante, Porchia “habla como todos” situado en un punto anterior al establecimiento de esa base mental común —y acaso de cualquiera otra base mental posible.


Si yo fuese como una roca y no como una nube, mi pensar, que es como el viento, me abandonaría.
Y, sobre todo:


Mirando las nubes he visto que mi pensamiento no tiene su cuerpo solamente en mi cuerpo.
Qué portentoso el reconocer que el pensamiento tiene su propio cuerpo, y que éste es complementario pero no del todo equivalente al cuerpo físico. Mi pensamiento tiene un cuerpo que sólo en parte incluye a mi cuerpo material y que, con toda naturalidad incluye, por ejemplo, a las nubes.

Notable analogía y portentosa metáfora, porque las nubes tienen un cuerpo flexible, cambiante, que a veces se comprime hasta la forma de un cirrocúmulo y a veces se extiende por todo el firmamento como un tapiz algodonoso. Si soy capaz de contemplar así el cuerpo de mi pensamiento, ya no resulta tan delirante dar el salto y decir: “así también es el pensamiento de mi cuerpo”; no sólo mi cerebro piensa, del mismo modo en que mi pensamiento no sólo procede de lo que considero mi cuerpo y sus fronteras. Mirando las nubes no sólo veo cómo piensa mi pensamiento, sino veo el cuerpo del que procede ese pensamiento mío, y tal cuerpo incluye a las nubes y a todo lo que me parece “exterior” a mí, distinto y ajeno. Lo que resulta antinatural o incluso demencial desde una determinada base mental, es perfectamente natural apenas se aborda otra base.

Resulta muy probable que Roberto Juarroz se refiera, con la frase “el otro lado”, a ese punto desde donde Porchia se sitúa para hablar del mundo humano. Y, en efecto, Juarroz es el primero en advertir que Porchia “está en este universo pero podría estar en cualquier otro”, lo que implica que si Porchia habla de lo humano no es por fatalidad (el hombre piensa según la forma en que aprende a pensar) sino por decisión:


Mi palabra olvidada es la otra palabra que pronuncio; es todas mis palabras.
En efecto, la lectura profunda de la obra de Antonio Porchia lleva a la intuición —que es casi una certeza extralingüística— de que el autor eligió la base mental por medio de la cual sería entendido, es decir, el modo en que, al menos en una primera instancia, sería entendida la forma en que tradujo su pensamiento, en sí infragmentable:


Todos mis pensamientos son uno solo. Porque no he dejado nunca de pensar.
Sin embargo, a la vez sabemos que de igual modo podría haber utilizado otra base mental para esa traducción. Porchia lo sabía muy bien:


Lo que dicen las palabras no dura. Duran las palabras. Porque las palabras son siempre las mismas y lo que dicen no es nunca lo mismo.
Y:


El ocaso de las primeras palabras comienza en las segundas palabras.
Detrás de las palabras brota siempre lo no dicho, lo que no necesita traducción. El pensamiento en Porchia es algo que sale por completo de la base mental en la que sin embargo se sitúa para hablar: es una nube que por decisión habla como roca. El pensamiento de “este lado”, el de las rocas, es el que aleja de lo real: “Parece que mi pensar, cuando se encuentra conmigo, pierde las alas”, exclama Porchia. Y en otro momento: “Dejo y sé qué dejo; mas si pienso qué dejo, no sé qué dejo”. Sin embargo, existe también el otro lado:


Cuando pienso yo, pienso como pienso yo, no “seriamente”.
Una gran parte de las voces, independientemente de su discurso particular, parecen ser módulos, fórmulas o núcleos destinados a mostrar el acceso a otra base mental, e incluso podría decirse que a una mente sin bases, es decir a una mentalidad capaz de usar la base que desee, pero que no depende de ninguna de ellas. Es como un árbol que lo fuera por decisión —casi diríase por gusto—, y que si así lo quisiera podría ser nube, o roca, o ambas, o nada. Al hombre de la modernidad, en cambio, no le queda de otra: está convencido de que eso es precisamente lo que lo vuelve hombre, el no quedarle “de otra”, es decir que, esté en donde esté, se halla siempre y fatalmente de este lado, con lo que el otro lado se mantiene permanentemente en las antípodas: es lo imposible, lo más opuesto al hombre, aquello que éste no podría visitar sin dejar, automáticamente, de ser hombre.

Es sin duda a esto a lo que Porchia alude con ese uso tan agudo que hace del adverbio seriamente. Cuando el hombre piensa, lo hace como piensa el hombre; pensar seriamente equivaldría al impensable acto de hacer a un lado a los lados, de dejar de concebirse respecto a, de ser hombre porque no se es nube, roca, árbol. La extrañeza no es sino eso: pensar seriamente. En suma: las voces de Antonio Porchia son a la vez el lenguaje y la traducción universal de éste, la codificación para traducirlas a cualquier base mental posible. Está, por ejemplo, la forma de convertir el pensamiento de las rocas en el de las nubes:



Lo que me digo, ¿quién lo dice? ¿A quién lo dice?


Con las palabras que no he dicho he desarmado mis armas.


Las veces que hablo conmigo, algunas cosas no me las digo.


La verdad, cuando la pienso, no la digo.


Está, también, la más profunda experiencia humana:



Habla con su propia palabra sólo la herida.


Para que tu tristeza muda no oyese mis palabras, te hablé bajito.


A veces una palabra que parece de más no está de más, porque acompaña.


Las voces saben desligarse del espíritu de los tiempos, de la opinión pública, de la modernidad, de la cultura, de este lado:



Lo que quiero es lo que quiero si no pienso. Si pienso es lo que piensas.


Y enfocan la diferencia entre lo que el hombre es y lo que cree o piensa ser:



Sí, sufro siempre, pero sólo en algunos momentos, porque sólo en algunos momentos pienso que sufro siempre.


Y si no puedo decirte nada sin lo que yo me digo; lo que yo te digo, ¿es lo que yo te digo o es lo que yo me digo?


Antonio Porchia no está “lo más lejos posible de este lado” sino que se sitúa y habla desde el otro lado, lo cual significa, en primer lugar, que no hay lados para su pensamiento, es decir, que no los necesita para pensar:



Cuando me parece que escuchas mis palabras, me parecen tuyas mis palabras y escucho mis palabras.


Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo.


Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo.


Y seguiré eliminando las palabras malas que puse en mi todo, aunque mi todo se quede sin palabras.


Acaso la magnitud del milagro implícito en las voces sólo podrá ser apreciado en el futuro (Palabras que me dijeron en otros tiempos, las oigo hoy), en un tiempo en que el hombre sea capaz de abandonar una base mental, y no para acceder a otra sino para aprender a usarlas todas; eso es la extrañeza a la que hemos intentado entrever aquí en tan diversos registros: traducir cualesquiera bases mentales una a otra, por decisión, por gusto, según la magnitud de ese único deseo intemporal que nos vuelve humanos.



domingo, 15 de mayo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (séptima parte)

DGD: Textil 62 (clonografía), 2009

7

Sí, hay más utopistas entre los piantados que entre los cronopios. Los piantados sueñan al margen de la modernidad, mientras que los cronopios saben muy bien que la modernidad equivale a un desgarramiento, y lo que hacen es salvaguardar sus mundos respectivos, su alegría lúdica y su libertad creativa; están conscientes, y ello hace más intensa su lucha por conservar la inocencia. Los piantados no saben que están en el margen ni que no pertenecen a la modernidad que los ha exiliado: ellos sueñan, y más exacto sería decir que mantienen vivo un antiguo sueño. Esta es la razón profunda de que a Cortázar interesaran tanto las utopías de los piantados, y de que diera tanto espacio en Rayuela a La luz de la paz del mundo de Ceferino Piriz. En un texto llamado “Paseo entre las jaulas”, Cortázar afirma: “hay encuentros que rozan potencias fuera de toda nomenclatura, que quizá no merecemos todavía”. Acaso la experiencia de los piantados es eso precisamente: merecer esos encuentros, sin que les preocupe cómo o por qué, y quizás aún menos el hecho de que los merecen por nosotros.

En otro texto (“Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla”) Cortázar desentraña —y asume— la relación entre cronopios y piantados:


Mi dulce Francia es un país de piantados descomunales, como lo demostró Raymond Queneau en Les enfants du limon, pero Bélgica es todavía peor y lo proclamo con el orgullo de haber nacido en Bruselas. Apena sin embargo comprobar que el número de piantados aprovechables para la cultura sigue por debajo del de los cibernéticos y/o estructuralistas, y por eso nos toca a los cronopios dar a conocer la labor de todo piantado sobresaliente que vayamos vislumbrando, máxime cuando ellos no hacen gran cosa por manifestarse salvo que sean muy mediocres, en cuyo caso apenas se diferencian de los cuerdos.
Los piantados sueñan utopías, y para ello hacen clasificaciones del mundo que nos suenan delirantes y risibles. Pero ¿no es verdad que suenan así sólo al compararlas con la utopía oficial que rige al mundo por medio de una férrea clasificación? Porque la modernidad tiene su utopía: habla sin cesar de evolución, de desarrollo, de progreso, de una inminencia del estado ideal de justicia social, derecho e igualdad, y al mismo tiempo se ríe de cualquier otra utopía alternativa (y cuando no ríe, la reprime sin miramientos) y no acepta sino una sola realidad: la del fracaso humano.

La modernidad, en efecto, es un desgarramiento. Camina con enorme orgullo y a toda prisa hacia la culminación de una utopía oficial en la que a todas luces no cree. Se vale hipócritamente del deseo de los individuos, de su necesidad de trascendencia, de su voluntad de crecimiento, para hacerlos ir, pero sólo le importa el transcurso ciego, y minuciosamente se desentiende del hecho de que la forma de ese transcurso niega cada vez más a la supuesta meta.

Los media nos enseñan que sólo hay sentido en ser moderno y nosotros lo aceptamos con algo que sólo puede llamarse fe: la fe de quien necesita metas que justifiquen el transcurso hacia ellas. A la vez, en el fondo a nadie pasa desapercibido que ser moderno es saber, con la tristeza de quien se enfrenta a lo innegable e inevitable (a wiser and a sadder man), que lo humano es un fracaso, que toda utopía es pueril y que el hombre nunca podrá levantarse de la rapiña y la devastación. ¿Cómo es posible conciliar progreso incesante con fracaso anticipado, el rutinario optimismo de los medios con el rabioso pesimismo de los intelectuales?, ¿cómo es posible vivir en el desgarramiento resultante de ese intento de conciliación? Y sin embargo el mundo moderno lo hace minuto a minuto, manipulando nuestra fe: creemos en la superación, el crecimiento y el avance hacia una gloriosa meta prometida; aceptamos que sólo hay un camino para llegar ahí, y que es el del neoliberalismo, la tecnología y las economías de mercado; y al mismo tiempo, por todos lados la intelligentzia nos dice que toda superación, crecimiento y avance son ilusorios y hasta ridículos. Y mientras todo esto sucede, los piantados sueñan, instalados en sus mundos simultáneos.

A principios del siglo XX pocas fueron las voces que cuestionaron el progreso y su carácter ilimitado, omnipresente y necesario. Una de ellas fue la de Charles Baudelaire en “El pintor de la vida moderna”:



Queda aún un error muy a la moda, del que quiero protegerme como del infierno. Me estoy refiriendo a la idea de progreso. Ese fanal oscuro, invención del filosofismo actual, patentado de garantía de la Naturaleza o de la Divinidad, esa linterna moderna arroja tinieblas sobre los objetos del conocimiento; la libertad se desvanece, el castigo desaparece. Quien quiera ver claro en la historia debe ante todo apagar ese pérfido fanal. Esta idea grotesca, que ha florecido en el podrido terreno de la fatuidad moderna, ha descargado a todos de su deber, liberado a cada alma de su responsabilidad, liberado a la voluntad de todos los vínculos que le imponía el amor de lo bello; y de durar mucho tiempo esta lastimosa locura, las razas menoscabadas se dormirán sobre la almohada de la fatalidad en el sueño senil de la decrepitud.


Este engreimiento es el diagnóstico de una decadencia en exceso visible. Pregunten a todo buen francés que lee todos los días su periódico en su cafetín lo que entiende por progreso: responderá que es el vapor, la electricidad y la iluminación a gas, milagros desconocidos para los romanos, y que estos descubrimientos testimonian plenamente nuestra superioridad sobre los antiguos; ¡tantas nieblas han hecho en ese infortunado cerebro y de tal manera se han confundido curiosamente las cosas del orden material y del orden espiritual! El pobre hombre está de tal modo americanizado por sus filósofos zoócratas e industriales que ha perdido la noción de las diferencias que caracterizan a los fenómenos del mundo físico y del mundo moral, de lo natural y de lo sobrenatural.
Estas palabras son tan vigentes para la modernidad de Baudelaire como para todas las que han sobrevenido desde entonces: basta actualizar las referencias tecnológicas de su texto. (Hay que hablar de modernidades, en plural, del mismo modo en que se habla de generaciones; pluralizar es un primer conjuro contra “la” modernidad que, contradictoria y desgarradoramente, se quiere eterna e inmutable, culminación de los tiempos, resultado egregio de las épocas anteriores, revancha contra un pasado que no era sino el vulgar pretexto para que ella existiera en su deslumbrante exquisitez.)

Baudelaire concluye:


Si una nación entiende hoy la cuestión moral en un sentido más delicado de lo que se entendía en el siglo precedente, hay progreso; eso está claro. Si un artista produce este año una obra que demuestra mayor saber o fuerza imaginativa de la demostrada el año pasado, es indudable que ha progresado. Si los productos son ahora de mejor calidad y más baratos que antes, en el orden material es un progreso incontestable. Pero ¿en dónde está, por favor, la garantía del progreso para el mañana? Pues los discípulos de los filósofos del vapor y de las cerillas químicas lo entienden así: el progreso sólo se les aparece bajo la forma de una serie indefinida. ¿En dónde está la garantía? No existe, digo yo, más que en su credulidad y en su fatuidad.


Dejo de lado la cuestión de saber si, fragilizando a la humanidad en proporción a los nuevos goces que le aporta, el progreso indefinido no sería su más ingeniosa y cruel tortura; si, procediendo por una porfiada negación de sí mismo, no sería un modo de suicidio incesantemente renovado, y si, encerrado en el círculo del fuego de su lógica divina, no se parecería al escorpión que se atraviesa a sí mismo con su terrible cola, ese eterno desideratum que produce su eterna desesperación.

A cada paso que da la modernidad hacia su meta anunciada, ésta se aleja, como en los malos sueños. Lo que le importa es ir, rauda y confiadamente, aunque a cada paso se recrudecen la injusticia social, la intolerancia y la irracionalidad. Y sin embargo, hay quien sigue soñando, pese a todas las advertencias en contra y a las sangrientas burlas que esa actitud despierta a su alrededor. La presencia de esos obcecados soñadores denuncia, en primerísimo lugar, la infinita falsedad de ese fracaso ontológico que es en lo único que la modernidad acepta creer.

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jueves, 5 de mayo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (sexta parte)

DGD: Paisajes-Serie ártica 1 (clonografía), 2009

6

El adjetivo ingenuo es el máximo terror de la modernidad (de cualquier modernidad), cuyo máximo estereotipo intelectual es a sadder and a wiser man, como afirma el célebre verso del Ancient Mariner (1798) de Coleridge. En 1795 Coleridge, Robert Southey y Robert Lowell se enfrascaron en el proyecto de fundar, en las tierras salvajes de Pennsylvania, una utópica sociedad comunista llamada pantisocracia y en la que todos gobernarían en completa igualdad. Este plan fue pronto abandonado y, como el marinero de su poema, Coleridge devino “más sabio y más triste”.

Para el pensamiento moderno resulta muy evidente (es, de hecho, su principal evidencia) que la experiencia acumulada no puede crear otra cosa que un individuo más y más triste a medida que adquiere mayor sabiduría. La Historia con mayúscula es la de un pasado ingenuo y crédulo que nada ha acumulado sino utopías lastimosamente fracasadas (el marxismo es el gran ejemplo que suele esgrimirse como gran evidencia, pero hay muchos otros, casi uno para cada intento de contraargumentación). La tristeza proviene de ese monumental fracaso ante el cual quedan, como únicas actitudes intelectuales aceptables (es decir, “lógicas”), la amargura, la tristeza y, para las vanguardias artísticas, el cinismo. Cualquier actitud intelectual que no sea amarga, triste o cínica, queda automáticamente tasada como ingenua. (En el fondo, es este el origen del inusitado éxito cultural de virulentos críticos de la cultura como Cioran. Pensadores como Foucault, Barthes, Eco o Deleuze deben primero afirmar su autoridad intelectual, a través de su diálogo con lo clásico, para sólo entonces incursionar en lo “silvestre” sin que ello contamine a su seriedad.)

En lo que no se repara —precisamente porque detenerse en ello resulta ingenuo— es en el hecho de que, por la vía de esa lógica, el pasado tiene siempre que ser primitivo, crédulo, vergonzante y oscuro, únicamente con objeto de fundamentar la depuración, el escepticismo, el orgullo y la luminosidad del presente. No que el fracaso del ayer sea inferido como el triunfo del hoy (lo cual sería insostenible, ilógico y, una vez más, ingenuo); de lo que se trata es de asumir el mismo fracaso, sólo que conjurado por una sensación de “impotencia ilustrada” más aguda que en las épocas anteriores: el sadder and wiser man es un hombre cuya tristeza corresponde a la medida de lo que sabe, es decir, lo que ha aprendido de la experiencia acumulada, de la Historia con mayúscula. Tal aprendizaje se traduce en una esencial certeza: este individuo aprende —y acepta— que no puede hacer nada en absoluto ante la tremenda y casi cósmica derrota que lo precede.

Sin embargo, todavía existe una razón más profunda para su amargura y su cinismo: la intolerable certeza de que incluso la superlativa malicia del hoy será vista en el futuro como ingenua. No importa cuán desgarrado sea el realismo del presente, no importa cuán desolador sea su nihilismo ni los medios que ha inventado para lamentar la ulterior derrota del hombre: aun eso será superado por las siguientes modernidades que, previsiblemente (y de esto sí arroja una certeza la experiencia acumulada), continuarán en esa especie de competencia por lograr el mayor desencanto, la más rotunda desesperanza.

La perfecta salud del piantado, así como la de otros obstinados soñadores de utopías, estriba en su inconcebible libertad para negar los paradigmas instituidos, cuya única virtud es transformar en cordura la ulterior demencia de esos mismos paradigmas. Uno de los personajes de Rayuela, asombrado, comenta: “Ceferino adivina las relaciones, y eso en el fondo es la verdadera inteligencia, ¿no te parece? Después de semejantes proemios, su clasificación final no tiene nada de extraño, muy al contrario. Habría que ensayar un mundo así”. Acaso la extrañeza es eso: un mundo en el que por fin lo extraño no sea alarma para alertar a los alguaciles de la cordura. Lezama Lima y Francisco Fabricio Díaz, Felisberto Hernández y Ceferino Piriz se integran finalmente en la figura del poeta, que resulta profundamente subversiva desde el instante en que es capaz de adivinar las verdaderas relaciones entre las cosas.

Como resulta cada vez más claro, en este territorio las fronteras son móviles y están diluidas. Hacer cualquier afirmación sobre los inclasificables parece traicionar a su propio llamado, pero en vía experimental podría hacerse la misma equiparación/diferenciación que hace Cortázar entre los cronopios y los piantados, por ejemplo entre Lezama y Piriz, o entre Felisberto y Fabricio Díaz. Los cronopios y los piantados se parecen en que asumen el tiempo de otro modo, y esto de ninguna manera es una ilusión o un desvarío; se trata en sí de una denuncia de la estrategia por medio de la cual la modernidad manipula el sentido del tiempo. Un buen ejemplo se halla en el infaltable lugar común “escritores de reconocido prestigio”. Un eufemismo gemelo a éste es el de “artistas de fama internacional”, que coloca el acento en el espacio y se desentiende del tiempo: basta el hecho de que el renombre de estos artistas sea reiterado en varios países; se deja fuera de este panorama a la posible consideración del tiempo que pudiera durar tal consagración.

Por experiencia se sabe muy bien que los prestigios suelen durar un tiempo muy reducido (los quince minutos de fama a los que irónicamente aludía Warhol), pero no es por esto que el tiempo es estratégicamente retirado de este tipo de consideraciones, es decir que no se trata de una especie de pudor o conmiseración (si hubiera honestidad en los medios, ellos dirían “hoy, jueves 19 de agosto de tal año, disfrutan de prestigio reconocido; de mañana no sabemos ni nos hacemos responsables”), sino justamente para que frases como “escritores de reconocido prestigio” o “artistas de fama internacional” se cubran de un falso sentido intemporal, como si todo reconocimiento o celebridad fueran otorgados desde y para siempre.

El tiempo corre (si es que corre) de otra forma para cronopios y piantados, y acaso lo que los define y unifica es el hecho de que escapan a la sucesividad pasado-presente-futuro (“el dos después del uno y antes del tres”) en tanto su territorio fundamental es la simultaneidad. Pero aunque comparten ese alto privilegio, a la vez se diferencian: hay más escritores naïve o “silvestres” entre los piantados, es decir entre los que son más carentes de autocrítica. Y ello bien podría dar paso a otra pregunta: ¿es precisamente la autocrítica aquello que diferencia a las respectivas ingenuidades de un cronopio y un piantado? Porque para la modernidad, la palabra “autocrítica” no significa “afán de superación” sino “malicia que impide cometer ingenuidades”.

Tal vez podría hablarse más bien de distintas longitudes de onda. Ello implica una gama en la que cronopios y piantados no serían sino distintas formas de manifestación de lo excepcional, de lo inclasificable. Mientras que autores como Lezama Lima y Felisberto Hernández son arriesgados especuladores en el terreno del arte y el lenguaje, y en ellos no está exenta la ironía y la malicia, sin que éstas cancelen su inmensa capacidad de asombro (que bien podría llamarse inocencia adánica, como lo hace Cortázar), en personalidades como las de Ceferino Piriz y Francisco Fabricio Díaz parece haber un rompimiento total con las convenciones del mundo de la cultura: no pueden juzgarlas ni burlarse de ellas porque no las perciben; tales convenciones no tienen para ellos ninguna significación. Cada piantado vive en un mundo propio que tiene con nuestro mundo frágiles ligas, puentes etéreos que pueden desintegrarse en cualquier momento. A la inversa, los cronopios viven en un mundo tan vasto que tiene a nuestro mundo sólo como una de sus provincias, y no la que más les gusta explorar.

Para Cortázar, la ingenuidad de Lezama es la de Adán, es decir la de quien se planta, contra toda la malicia de su tiempo y, sobre todo, sin miedo, en la plena raíz de lo humano. (El miedo sigue siendo el gran motor intelectual, y se trata en primer lugar del miedo a ser ingenuo.) He ahí una primera herramienta para saber distinguir a los grandes extrañados/extrañadores, a los grandes inclasificables.

Para una mirada de fáciles contrastes, Lezama Lima y Felisberto Hernández equivalen a creatividad, mientras que Ceferino Piriz y Francisco Fabricio Díaz son (como escribe Julio Ortega) “el otro lado de la creatividad, su desvarío”. La frontera entre unos y otros existe, pero no es tan fácil de establecer. Pero ya el mero hecho de buscarla ayuda a cuestionar el más extendido afán de nuestra cultura, el ansia clasificatoria.

Con todos los riesgos, podría plantearse la diferencia en términos experimentales: ¿autores como Lezama y Hernández van en pos de la obra, mientras que escritores como Díaz y Piriz se concentran más bien en la utopía, cada uno a su manera? En esta pregunta queda a la vista lo precario de esa clasificación, puesto que ¿no hay utopía en la escritura de los cronopios?, ¿y no van los piantados tras la obra, sea utópica o no? Y pese a todo, parece que en efecto, y de manera muy curiosa, hay más utopías en las obras de los piantados que en la de los cronopios.

Lo que a fin de cuentas nos importa de unos y otros es que comparten un rasgo esencial: la extrañeza, aunque evidentemente en dosis muy distintas y con fines muy diversos. Todos necesitamos a la extrañeza, por más que parezcamos tan cómodos en el mundo racional, ordenado y convencional que nos rodea (y precisamente por eso). Los medios nos pueden convencer de que estamos en un mundo en crisis, pero a la vez nos tranquilizan con la aseveración de que conocemos tan bien a esa crisis como al mundo al que esa crisis afecta. Pero algo en el fondo de nosotros no lo cree del todo. Algo se resiste a aceptar todo lo que se nos dice acerca de las bases del mundo y del universo en que ese mundo está inmerso. Necesitamos, pues, a la extrañeza como impulso para salir del férreo entramado de convenciones que por todos lados nos sostiene (y en más de un sentido, nos recluye).

En cuanto a la literatura, existe una experiencia profunda que todos compartimos: hay una cierta decepción cuando leemos a un escritor que nos devuelve la misma maraña de convenciones de la que esperábamos librarnos así fuera por un momento. Ese autor puede captar nuestra atención, puede incluso sorprendernos y hasta deleitarnos, pero al dejar ese cuento o esa novela intuimos, de manera más o menos oscura, que hemos sido traicionados: nos han devuelto el mundo tal como lo conocíamos y en realidad ese escritor no ha hecho sino reforzar el poder de las convenciones.

De ahí el asombro, el íntimo placer cuando descubrimos a autores que nos proporcionan accesos a otras realidades (que es una sola realidad, sólo que despojada de los filtros que usualmente nos alejan de ella), a mundos que son éste pero que se bañan de una luz más pura, de una atmósfera más profunda. En este caso no es que nos hayan sacado de este mundo (lo cual sería mero escapismo y de eso tenemos bastante) sino que nos han puesto en los ojos una cierta claridad que nos permite ver más de lo que nos rodea y en nosotros mismos. Y como no hay forma de describir a esa claridad, ni a la experiencia misma de dialogar con ese autor, sabemos entonces que estamos ante un escritor inclasificable, porque no hay forma de categorizarlo sin traicionar a eso que nos da.

Eso que los inclasificables nos dan está bien descrito por Cortázar: es “un increíble enriquecimiento de la realidad total, que no sólo contiene a lo verificable sino que lo apuntala en el lomo del misterio como el elefante apuntala al mundo en la cosmogonía hindú. [...] ¿Debe pedírsele más a un narrador capaz de aliar lo cotidiano con lo excepcional al punto de mostrar que pueden ser la misma cosa?”.

Podría haber otros modos de reconocer a los escritores heterodoxos, atípicos o transparentes (obviamente no a los secretos, porque si en verdad lo son, nunca se sabrá nada de ellos). Uno de esos modos es el protagonismo: qué tanto les preocupa estar “en el candelero”, ser vistos, reconocidos y admirados. Escritores como Antonio Porchia, José Lezama Lima o Felisberto Hernández no se negarán a charlar con un pequeño grupo de amigos, pero dar una conferencia ante cinco mil personas los horrorizaría sobremanera (es acaso en este sentido que Porchia afirma: “Cien hombres, juntos, son la centésima parte de un hombre”). Les gusta publicar, sienten un enorme orgullo ante cada libro e incluso en algunos casos ante las obras completas, pero saben que nunca llegarán a millones de lectores y que sus nombres jamás estarán en las listas de libros más vendidos de la semana, del mes o del año.

Podremos también reconocer a los inclasificables porque cuando hablan no hacen concesiones. E incluso, cuando hablan, parecen repetir dos sentencias de Antonio Porchia: “Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo”, y “Cuando digo lo que digo es porque me ha vencido lo que digo”. Afortunadamente hablaron; para fortuna nuestra se dejaron vencer por lo que dijeron, es decir, por lo que dicen. Porque así hay rastros suyos en todas partes, y sobre todo porque les debemos la gran enseñanza: la de buscar los rastros por nosotros mismos, la de encontrar nuestras propias brújulas, la de no conformarnos con lo que se nos da, la de desarrollar cada uno nuestras propias antenas para la recepción de esas vibraciones a las que aquí se ha llamado extrañeza.

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