sábado, 25 de junio de 2011

Los cuatro votos de Marguerite Yourcenar

DGD: Paisajes-Serie ártica 2 (clonografía). 2009

En 1999 la editorial Gallimard, en su serie Cahiers de la NRF, publicó en París Sources II (Fuentes II), que recoge la mayor parte de un cuaderno de notas que Marguerite Yourcenar (1903-1987) no había destinado a la imprenta y que donó a la biblioteca Houghton de Harvard. Este libro —en edición de Elyane Dezon Jones y con presentación de Michèle Sarde— contiene esbozos de textos, reflexiones, citas, inventarios, recuerdos, resúmenes de lecturas y fragmentos que posiblemente pueden fecharse en la década del setenta y ubicarse en Petite-Plaisance, la casa de Yourcenar en la isla de los Montes Desiertos (Mount Desert Island, Northeast Harbor, Maine).

En uno de los textos de Fuentes II, “Meditaciones en un jardín”, la autora de Memorias de Adriano (1951) delinea sus principios y dibuja su mundo ideal:



ANHELOS

Desearía vivir en un mundo sin ruidos artificiales e inútiles, sin velocidad, y en el cual la noción misma de velocidad sería despreciada o aborrecida; los medios rápidos de transporte estarían reservados para las profesiones indispensables o para algunos casos graves.

Un mundo sin efusión de sangre humana o animal, en el cual todo crimen se consideraría odioso y conllevaría sanciones prácticas y purificaciones morales. El hombre manchado de sangre sería automáticamente apartado por considerarse mancillado, extraviado e insensato.

Un mundo en el que la sexualidad, en todas sus formas, se consideraría sagrada, aunque no necesariamente situada en el más alto rango de lo sagrado. [...]

Un mundo en el que la prostitución sería solamente ritual. [...]

Un mundo que tendría muy en alto la idea de renovación y que despreciaría la noción de novedad. [...]

Un mundo en el que todo objeto viviente, árbol, animal, sería sagrado y jamás destruido, salvo por absoluta necesidad y con un sentimiento de aflicción. [...]

Un mundo sin idolatría pero rico en respeto. [...]

“Meditaciones en un jardín” incluye los cuatro votos de Marguerite Yourcenar, que nunca podrán ser reiterados lo suficiente:



PROYECTOS

Ausencia total del miedo físico.

Ausencia total del miedo intelectual (creo que ya está logrado).

Aprender a ignorar el ruido. [...]

Rectificar siempre si el mínimo error se ha dicho o escrito.

Recordar siempre que cierto coeficiente de error es humano.


Principales virtudes:

Serenidad (ausencia de agitación inútil);

Valentía (casi lo mismo);

Atención, sin cesar alerta;

Sobriedad (ausencia de abusos);

Circunspección (rigor o prudencia);

No malignidad (bondad).


Tomar fuerzas momento tras momento. Es Dios (quien quiera que Él sea) quien proveerá el valor de mañana o pasado mañana.

Intentar estar o parecer tranquilo. La calma es calmante.

Volver a leer las cartas manuscritas y retocarlas con el fin de aclarar las palabras poco legibles. No olvidar jamás que escribimos para comunicarnos.

¿La alegría? No. Prematura en un mundo miserable.

¿La felicidad? Tal vez. Pero entonces que la felicidad sea un estanque claro en el cual el dolor vaya a beber.


Los cuatro votos:

Por numerosos que sean mis errores

Me esforzaré en vencerlos.

Por difícil que sea el estudio

A él me entregaré.

Por ardua que sea la vía de la perfección

No renunciaré a caminar en ella.

Por innumerables que sean las criaturas vivientes

En la extensión de los tres mundos,

Trabajaré para su salvación.


Después de esto, todo está dicho y no hay ninguna necesidad de otro precepto en esta tierra.

[Traducción de Vicente Torres.]


miércoles, 15 de junio de 2011

Metáfora: el camino infinito

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 7 (clonografía), 2001




Ninguna empresa que busque definir al genio tiene más que breves y efímeras posibilidades de satisfacerse, pero si en lugar de buscar criterios se buscaran signos, el sendero de menor equívoco sería estudiar la mirada metafórica de cada autor. Un maestro en esa forma de mirar es sin duda Lawrence Durrell; sus grandes edificios narrativos (El cuarteto de Alejandría, 1962; La revuelta de Afrodita, 1974, y El quinteto de Aviñón, 1992) reposan en un complejo tejido de metáforas deslumbrantes.

Un esfuerzo de enlistado sería casi tan largo como estos once libros; bastaría centrarse en los dos primeros volúmenes del Cuarteto de Alejandría (Justine, 1957, y Balthazar, 1958) para obtener ejemplos virtuosos en todas las tesituras. Por ejemplo, en el ámbito de los contrastes: “Los sirvientes negros, de largos guantes blancos, se mueven veloces de grupo en grupo, como eclipses de luna”. O bien las imágenes fulgurantes: “Yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores —como el velero en la botella, que no navega a ninguna parte”.

Existen muestras en que la poesía se alía a lo metafísico: “La representación era tan alucinante como una obra maestra pintada con toques de rocío”. Y en el mismo sendero de lo hermético, aquí en el sentido de la expiación y la trascendencia: “Tendría que pasar por las mismas contorsiones ridículas que todos nosotros, sentir su cuerpo como una capa de cal viva que se apaga torpemente para consumir el cadáver del criminal que está debajo”. O esta joya: “El desierto, melodramáticamente insípido como una hostia”. Son esas metáforas-palimpsestos que engloban más y más metáforas en progresión sensible:


Podía seguir los sentimientos de su madre en la voz como quien sigue la línea de una melodía.


La desnudez del espacio, puro como un teorema.


Su espíritu era una confusión de colores y sensaciones agudas, filosas como puñales, como si todo su sistema sensorial se hubiera derretido con el calor, a la manera de una caja de pinturas, fundiendo las ideas y los deseos. La alegría le daba vértigo y se sentía tan inmaterial como un arco iris.

Durrell utiliza a la metáfora para dar una imagen a algo que de otro modo no podría tenerla, y este es un ejemplo climático: “tuvo la sensación de que su libro pasaba rápidamente por debajo de su vida, de la misma manera que el imán, en la experiencia clásica que se hace en la escuela, atrae a las limaduras de hierro bajo una hoja de papel trazando en ella las líneas del campo magnético”.

En algún momento de su vida (presumiblemente, en la escuela), Durrell presencia ese experimento y su memoria visual guarda la imagen de las limaduras de hierro animadas y ordenadas por el campo magnético sobre la hoja de papel, cuando un imán se mueve por debajo de ésta. En otro momento, esa imagen concreta se inserta en otra, infinitamente abstracta, y en la conjunción metafórica lo invisible se vuelve visible en el territorio de la magia pura.

Vemos entonces al libro que se mueve por debajo de la vida del autor imantando, animando, reordenando de manera impensada a sucesos, emociones, pensamientos. La conjunción metafórica funciona de esa manera: ayudando a la formación de imágenes impensadas y, de hecho, a que todo tenga imagen, aun lo más etéreo e intangible, es decir, a lo que era inimaginable y que de ese modo ha sido conquistado y llevado dentro de los límites de la imaginación. Esos límites nunca son fijos: sólo esperan a la imagen que los desencadene, que los impulse y abra. Esto puede enunciarse de otra manera: no existe lo imposible; no hay límites, no existe nada ajeno a la imaginación.

Las imágenes que persigue Durrell, puesto que nacen en el blanco de la cuartilla (para el autor) y de la página impresa (para el lector), se vuelven magia en el sentido de revelación:


En el rostro dormido de Justine vio también a la niña que habitaba en ella, “la huella de un helecho en una roca cretácea”.


Era tan fácil desalentar a Justine como a un equinoccio.


Eran besos saludables como el mordisco de un niño hambriento en una manzana al horno.


Como leía poco llevaba, como una tribu antigua, toda su literatura en la cabeza.

Integradas en tal riqueza y pluralidad de registros y entrevisiones, las metáforas más sencillas de Durrell resultan doblemente eficientes: “la multitud, tensa como las chispas que saltan de un yunque”; o “el viejo sombrero, tan abollado o desteñido por el tiempo, que colgaba detrás de la puerta como un retrato de su dueño”.

En esa vena, una de las más memorables metáforas es esta de Justine: “A través de todo eso, como a través de la imagen de alguien muy querido que se sostiene en el lente de aumento de una lágrima gigantesca, vi avanzar el moreno y rígido cuerpo desnudo de Justine”. El lector se desentiende de la descripción, del suceso, de los personajes, y permanece absorto en el hallazgo: ¡las lágrimas como lentes de aumento! Si alguien reprochara a este fragmento la invención, un tanto forzada y artificial, de una lágrima gigantesca, es la propia imagen la que se explica: esa lágrima enorme que contiene la imagen de “alguien muy querido” debe sus dimensiones a que está aumentada por la lágrima que la sigue en el torrente.

En un nivel sucesivista, el llanto queda entrevisto como una sucesión de lentes de aumento que acrecientan la imagen hasta penetrar en lo microscópico; en otro nivel simultáneo, el llanto entero queda comprendido en una sola lágrima que, surgida del ojo y puesta ante él, hace crecer la imagen dolorosa hasta el tamaño del mundo... y entonces lo microscópico se identifica con lo macrocósmico. Lo de arriba con lo de abajo. La alquimia con la poesía.

Cuando parecía que el lenguaje era incapaz de ir más lejos, aparece la metáfora (imagen hecha de palabras, palabra hecha de imágenes) y muestra el camino infinito que hay todavía por recorrer.

domingo, 5 de junio de 2011

Una versión del soneto 84 de Shakespeare

DGD: Textil 36 (clonografía), 2001


William Shakespeare


Sonnet 84


Who is it that says most, which can say more,
Than this rich praise, that you alone, are you,
In whose confine immured is the store,
Which should example where your equal grew?

Lean penury within that pen doth dwell,
That to his subject lends not some small glory,
But he that writes of you, if he can tell,
That you are you, so dignifies his story.

Let him but copy what in you is writ,
Not making worse what nature made so clear,
And such a counterpart shall fame his wit,
Making his style admired everywhere.

You to your beauteous blessings add a curse,
Being fond on praise, which makes your praises worse.



* * *



William Shakespeare


Soneto 84

¿Quién es el que más dice, quién puede más decir
que este gran elogio: que sólo tú eres tú?
¿En qué castillo amurallado podrá nadie mostrar
como ejemplo la bóveda en donde tu semejante florece?

Oprobiosa vergüenza espera a aquella pluma
que a su modelo no concede una u otra gloria pequeña.
Pero aquel que de ti escribe, si es capaz de decir
que tú eres tú, ya tiene la luz del retrato.

Basta que sólo copie lo que en ti está escrito,
sin manchar aquello que la vida dijo en ti tan claro,
y ese doble dará nobleza a su sabiduría,

y tal copia será admirada en todas partes.
Y es que a tus dones celestiales sumas una maldición:
amas tanto a los elogios que ninguno te alcanza.



[Versión libre de DGD.]