domingo, 25 de diciembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (V. Música y nostalgia)

DGD: Textil 63 (clonografía), 2009

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 15 de mayo de 1986, hecha en Rià (Francia) (título de DGD):]



Un texto de Tomás Segovia



Todo esto me lo envilece bastante la música “de fondo” (¡ojalá!) del café donde estoy escribiendo (café de France, Prades). Los gustos musicales pop son deplorables en este país. Hay que reconocer que los gringos son más musicales que los franceses (bueno, probablemente todo el mundo es más musical que los franceses). Pero incluso la mejor de esa música da fe de una especie de “represión”, casi de pudor, a pesar de su aspecto “salvaje” y “primitivo”. Se relaciona con una nostalgia desaforada a la que nunca mira de frente. No porque la música misma no pueda mirarla de frente, sino porque el hombre moderno al que ella habla es absolutamente incapaz de asumir su nostalgia. Eso lo mataría.

En la música medieval p. ej. (no sólo en el gregoriano sino también en cierta música trovadoresca) siempre me ha sorprendido la punzante expresión de una nostalgia: nostalgia de una transparencia, de un valor supremo del sentimiento limpio, incluso del sentimentalismo, y de una expresividad nítida desnuda de telarañas mentales que hoy nos es fácil reconocer, pero que es asombroso que pudieran adivinar los hombres de la escolástica y la alquimia y de la medicina de los “simples”. En su música el medieval era ya enteramente moderno —es decir romántico. Para entrar en esa música no hay que hacer el esfuerzo mental de adaptarse a un mundo que nos es profundamente extraño, como es necesario en cambio para entrar en su literatura, e incluso en parte en su pintura, que es efectivamente “primitiva” en algún sentido. La música en cambio no tiene nada de primitivo en la Edad Media. En cierto sentido es más bien a partir de Haydn y los Bach junior cuando se “primitiviza”. La polifonía medieval es por muchos conceptos más “evolucionada” y sabia que por ejemplo la de Lulli o Glück.

Pero en la música medieval esa nostalgia sí está mirada de frente. Es esperanza. Sin duda el hombre medieval sólo en la música podía entender esa esperanza —o más bien sólo allí nos ha dejado testimonio de ese entendimiento, porque el hombre entiende siempre más cosas que las que puede atestiguar y legar atestiguadas. Pero allí, en la música, se entregaba a ella sin temor de que fuera a matarlo. Mientras que nosotros manejamos nuestra nostalgia, nuestra esperanza, en lugar de entregarnos a ella, porque tememos que nos mataría.
Por su música el hombre medieval tiene derecho a ser religioso. Cuando un cisterciense[1] canta está absolutamente fuera de lugar preguntarle cómo es que cree. Sólo en la música la religión se resuelve.

Lo que vivimos en este siglo es la dispersión de la esperanza. En esa situación la esperanza no puede ser vivida sin ser a la vez pensada —incluso antes pensada. Pero el rodeo por el conocimiento es interminable —y el pensamiento no puede ya desembarazarse enteramente del conocimiento. Y el residuo de conocimiento, por pequeño que sea, pone siempre en falta al pensamiento —a menos que agote el conocimiento, cosa imposible. El pensamiento así no llega nunca a la esperanza, aunque está constantemente cerca de ella, más cerca que en el hombre medieval. Esta cercanía insalvable es el “progresismo”, el “perfectibilismo”, el “futurismo” del hombre moderno. Así como el pensamiento moderno no llega nunca a la esperanza sino que la pospone, el hombre moderno en su praxis no llega nunca a la nostalgia —pero tampoco se deshace de ella sino que la pospone. El progreso, obviamente, consiste en posponer; el futurismo es procrastination.[2] La nostalgia le aparece entonces dispersa, atomizada, puntual. No como una unidad en la cual entrar de golpe (la “gracia” de los medievales) sino como un recorrido de tareas separadas. Piénsese p. ej. en la diferencia que va del sentimiento pastoril de los románticos, última tentativa de recobrar la unidad, al sentimiento turístico moderno. El turismo transforma la exaltación en una engorrosa tarea. Piénsese también en las connotaciones increíblemente ambiguas, de una ambigüedad que sirve de velo a una mala conciencia, que tiene hoy la palabra “romántico” (sobre todo en Estados Unidos, por supuesto).

La proliferación de “ismos” en el arte (¡y en la moda ya!) de este siglo es otra manifestación de esa fragmentación. Nada más parcial, en todos los sentidos del término, que una escuela de vanguardia, sobre todo cuando más sistemática se cree y más imperialistamente se comporta. Las vanguardias son en arte partidos totalitarios —esa vertiginosa paradoja que define la historia de este siglo.

(La sinécdoque hecha monstruo: la pars pro toto[3] convertida en pars devorans totum.)[4]

En todo caso no hay más remedio, hoy en día, que partir de la dispersión. La famosa “ruptura” moderna es también estallido. Escoger la vía de la dominación por medio del dominio —del poder por medio del conocimiento y la tecnología— era escoger un mundo de fragmentos irreductibles. En ese mundo es preferible no inventarse unidades que nos tranquilizan pero nos engañan, de acuerdo.

Es mejor saber lo que es impensable para cada pensamiento y desconfiar del pensamiento que pretende no ser un pensamiento sino el pensamiento. Esa clase de unidad está efectivamente perdida. Y si alguna otra es encontrable será sin duda en esa desconfianza (como supo p. ej. Nietzsche).

En cuanto a la nostalgia, su unidad está también perdida. El hombre moderno enmudece (no dejando de hablar, por supuesto, sino censurando su prolijo discurso) ante la delirante añoranza de sus saxofones y sus blues de voces rotas: de esa añoranza, de esa esperanza está prohibido hablar.

Esa música tiene la misma función que la censura según los freudianos: mencionar su añoranza sin hablar de ella, dárnosla prohibiéndonosla. No es lo mismo que la nostalgia de la música medieval: aquélla era tal vez una esperanza imposible, absurda; no es lo mismo que reprimida. Aunque estuviera reprimida en todo lo demás, no lo estaba en la música. Y entonces tal vez es más coherente pensar que en lo demás no estaba reprimida sino inalcanzada. Mientras que nosotros no es que no podamos alcanzar la nostalgia, sino que le volvemos la espalda. Aquella música era tal vez una locura; la nuestra es una neurosis.

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Notas de DGD

[1] Se denomina arte cisterciense al desarrollado por los monjes de la orden benedictina del Císter en la construcción de sus abadías a partir del siglo XII. En el año 1098, Roberto de Molesmes fundó la orden, cuya expansión fue dirigida por el Capítulo General, integrado por todos los abades, que aplicó un programa preconcebido en la construcción de los nuevos monasterios. El resultado fue una gran uniformidad en las abadías de toda Europa. La figura decisiva fue Bernardo de Claraval, que planificó y dirigió el diseño inicial (a partir de 1135), influyó en el programa de la orden y participó activamente en la construcción de nuevas abadías. A su muerte en 1153, la Orden había fundado 343. Se llegó a fundar 754 abadías, cada una con un abad independiente. Sus construcciones prescinden de los adornos, en consonancia con los preceptos de su orden de ascetismo riguroso y pobreza, y consiguen espacios conceptuales, limpios y originales. Su estilo se inscribe en el final del románico, con elementos del gótico inicial, lo que se ha llamado “estilo de transición”.

[2] El significado de esta palabra inglesa (proveniente del latín procrastinare) es el de “dejar las cosas para después”, posponer algo sin razón, por costumbre o negligencia, contra lo que advierte el refrán “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. La Real Academia acepta “procrastinar” como “diferir, aplazar”, y “procrastinación” (del latín procrastinatio).

[3] Pars pro toto: locución latina que significa “[tomar] la parte por el todo”. (En retórica se asimila a la sinécdoque y a la metonimia.) Lo contrario es Totum pro parte: “[tomar] el todo por la parte”.

[4] “Parte que devora al todo.”

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jueves, 15 de diciembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (IV. Ocio y libertad)

DGD: Textil 128 (clonografía), 2010


[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 15 de diciembre de 1985, hecha en México (título de DGD).]



Un texto de Tomás Segovia


Extraña [la] libertad [de que dispongo ahora]. Extrañísima porque es libertad en el ocio. En general concebimos la libertad ya invertida en alguna acción, ya puesta en acción, ya hecha acción, o eso nos parece. Pero una libertad que no se invierte en ninguna acción es escandalosa, por lo menos para el moderno.

Los antiguos aspiraban al ocio y lo ensalzaban. El ideal democrático cubre de oprobio al ocio. A ningún moderno se le ocurriría poner como supremo ejemplo de libertad el ocio improductivo. Hipocresía de nuestras sociedades, porque a la vez ese ocio improductivo es el incentivo que se propone a cada uno para hacerle tolerar la ímproba producción. Eso es frecuente y acaso típico de la humanidad: lo que constituye el codiciado premio a la vez se considera vergonzoso (p. ej. el sexo, obviamente, pero también muchas otras cosas menos obvias). Se proclama la libertad no sólo como un fin por sí misma sino en general como el fin supremo (o por lo menos ningún programa social se atreve a negar tal carácter de la libertad); y a la vez esa libertad, para que no sea vergonzosa, sólo debe buscarse como condición para alguna acción “creadora” o “creativa”, más pedestremente “productiva” y más ingenuamente “benéfica”.

Para los antiguos la libertad era un don, puesto que era a la vez un bien y algo injustamente distribuido. Para nosotros, es claro, la libertad no es un don sino un derecho —que es exactamente lo contrario.

(¿No hay aquí una contradicción —o al menos una paradoja? ¿No sería de esperarse que un don tuviese los rasgos arriba mencionados de premio-vergonzoso, y que un derecho en cambio no diera ocasión a vergüenza alguna?

Y además: el nombre romano del ocio: studium, nos muestra que contenía ya por lo menos una tendencia a no ser puramente improductivo.

Sí, pero lo mismo podría decirse que lo que concibe el romano es el estudio como ocio y no al revés —o sea: no valorar el ocio porque sirve para estudiar, sino valorar el estudio porque es improductivo.

En cuanto al primer párrafo del paréntesis: lo que pasa es que el don es precisamente el aspecto de premio de cualquier bien; sería absurdo que ese aspecto fuese el aspecto contrario. Un derecho en cambio no toca directamente ni al bien ni al don ni a la libertad. Es el reverso de un deber, o sea el reverso de una constricción y por ello sólo indirectamente una libertad. Que no es un don es obvio —ya queda dicho. Que sólo indirectamente es un bien significa que sólo se relaciona con el bien por la mediación del deber del que es reverso.)


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lunes, 5 de diciembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (III. El desprestigio del futuro)

DGD: Textiles-Serie roja 3 (clonografía), 2008

[El homenaje continúa con otro fragmento de El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia: la anotación correspondiente al 19 de febrero de 1985, hecha en Princeton. El título es mío. (DGD).]




Un texto de Tomás Segovia


No sólo no sé lo que me espera en el futuro próximo, sino ni siquiera lo que querría que me esperara. Pero esa incertidumbre, que antes era mi fuerza y mi libertad, ahora me hace terriblemente vulnerable. O al revés. Quiero decir que esa incertidumbre y falta de lugar no me haría daño si tuviera alguna fe, incluso ilusiones concretas. Pero cada vez me cuesta más trabajo creer en el porvenir. Y no sólo a mí: a toda esta época, me parece.

Muchas veces he pensado que la época de mi juventud (la “Posguerra”) fue la época en que se liquidaron las últimas ilusiones de la humanidad. Los más jóvenes no pueden notar quizá lo que se perdió entonces, pero los que vivimos la época de la reconstrucción de Europa al despertar de la pesadilla nazi-fascista, la época de los comienzos de la descolonización, del premacartismo, del “socialismo con rostro humano” y de lo que todos creímos que iba a ser un nuevo humanismo, fuimos despiadadamente despojados de nuestras ilusiones y creo que jamás nos consolaremos de la nostalgia de esas ilusiones.

No sé cómo pueden situarse esos más jóvenes, a los que les tocó ya un mundo invertido, que han sido jóvenes en un mundo cínicamente viejo, un mundo que había corrompido por completo el porvenir cuando ellos tenían que poner en el porvenir su centro de gravedad. A mí me tocó al revés: me tocó madurar en la veloz maduración de una época que justamente quiso hacernos madurar a la fuerza; que nos enseñó insistentemente a dejarnos de ilusiones infantiles, a aprender a convivir con el “socialismo histórico”, con el cinismo de los bloques en política, con el “principio de realidad” en psicología, con el eclipse de la moral hasta en los programas de enseñanza, con lo que Foucault pronto llamaría “la muerte del hombre”, con la “deshumanización” de las ya no humanas “ciencias humanas”, transformadas en el terrorismo abstracto de los formalistas a ultranza. Eso sí que es desengaño, y no lo que nuestros cursis profesores atribuyen a la pobre literatura tradicional española. Desengaño y horror. Preferimos el orgullo de ser más listos a la dulzura (¡dulzura!, qu’est-ce que c’est ça?) de ser más comprensivos, recelamos siempre del otro en lugar de aprender de él, desenmascaramos en lugar de admirar.

La pasión de nuestra época es to outwit —sobre todo to outwit wisdom. Cuando yo viajaba en mi juventud, viajaba a través de la fe. Creía en la elegancia y la inteligencia de París, en el refinamiento de Florencia, en la vehemencia de Roma, en el encanto de las aldeas, en la sabiduría de los viejos oficios, en la autenticidad de las formas de vida emergidas con una especie de “naturalidad” histórica —y por supuesto en la brillantez de Sartre, el genio de Picasso (y de Einstein), la cultura europea, el cine neorrealista, la libertad del Quartier Latin, la madurez de las chicas modernas, la poesía “humanista” de la posguerra italiana, los derechos obreros, la izquierda intelectual y qué sé yo cuántas cosas más. ¿Quién puede creer hoy en todo eso? ¿Quién no ha visto denunciar mil veces cada una de esas cosas? ¿Quién no conoce las pruebas de que todos son burgueses, burgueses, burgueses —excepto el que nos está mostrando las pruebas? ¿Quién no sabe que todas las elegancias y refinamientos, y en general todos los estilos, son el juguete —y el arma— de los mass media; que todas las culturas son ideología y todos los genios del arte, la literatura y hasta la ciencia míseros cortesanos que se disputan un simulacro de poder? ¿Qué proyectos puedo hacer cuya falsedad no me aparezca al desnudo de antemano? Pero sé que eso no es mi neurosis, sino la de mi época. No veo hoy a nadie, ni siquiera entre los más jóvenes, que pueda tener otra ilusión que la de un refugio. Y el refugio es necesariamente desilusión.

En cuanto a mí, quisiera acabar de pensar con lucidez algo que me parece evidente: el infantilismo de esta pseudomadurez. Nada es más infantil que la pasión de sentirse más listo que el vecino —sobre todo sentirse más listo que antes, o que los de antes. Es lo que los griegos llamaron pedantería: la “enfermedad” del paidos, del muchachito que se cree muy listo juzgando pueriles a los menores que él y seniles a los mayores, sin comprender que eso es la puerilidad. La gente de veras madura sabe que es más que dudoso que ahora sea más lista de lo que era en su inmadurez. En eso consiste la madurez, en entender por fin la inmadurez; de otro modo la inmadurez, que por lo menos no niega la madurez, tendría probabilidades de ser más madura que la madurez.

Pero entender lo que fuimos no es explicarlo, o sea sustituir lo que fue su verdad por la verdad de la explicación que damos ahora; entender es escuchar; entender nuestro pasado es captar su sentido, no explicar su sinsentido; no escucharnos a nosotros mismos sino a él, prestar oído a lo que dice, no imponerle lo que decidimos que debe decir o sentirnos muy listos “desenmascarando” lo que él quiere decir, y por lo tanto cree decir, para demostrarle lo que nosotros sabemos que “de veras” dice.

Para esa clase de entendimiento sí que nos faltan siglos. Lo que nuestra época todavía va a tardar un rato en descubrir es que no se trata de explicar lo Inconsciente sino de aprender su idioma —que tampoco es lo mismo que repetirlo o dejarlo sonar en su incomunicabilidad; se trata de hablar con el inconsciente (en los dos sentidos de con). No se trata de arrancar las máscaras, sino de aprender a usarlas —porque sólo nuestro infantilismo petulante nos persuade de que los enmascarados no saben nada de máscaras, y que somos nosotros, que justamente si no las tenemos tampoco las hacemos ni sabemos usarlas, los que poseemos la verdad de las máscaras.

Creo que ya no vamos a avanzar mucho, más bien al contrario, mientras no entendamos que son nuestros conocimientos, los del Occidente racionalista y tecnológico, los que son maravillosos e infantiles. Las inquietantes estadísticas recientes nos están mostrando claramente que las matemáticas son cosa de teen-agers y las computadoras juguetes mucho más adaptados a la mentalidad infantil que los juguetes de antes.

Algo tiene que cambiar en ese sentido. La práctica del desenmascaramiento, paradójica pero previsiblemente, ha acabado por desprestigiar enteramente el futuro. Es inevitable que se muerda la cola (ya hay síntomas). Porque todo esto empezó por una exaltación del futuro que nos hacía avergonzarnos del pasado. O sea del hombre real, porque obviamente el hombre futuro no es real.

Puesto que Occidente escogió la denuncia de las ilusiones como única vía para desembarazarse del lastre del pasado y saltar al futuro, la cabrona dialéctica tenía que mostrarle finalmente que lo que es ilusorio es el futuro, y que la denuncia de las ilusiones era en el fondo denuncia del futuro. No hay más remedio que volver a abrir crédito al hombre real —que es un ser de ilusiones. Paradójicamente, sólo la escucha del pasado puede hacer valioso el porvenir, porque si el pasado no habla, nada habla. Cuando entendamos que si el futuro le tapa la boca al pasado, se la tapa también a sí mismo; entonces se podrá p. ej. volver a viajar creyendo en el sentido y la belleza de lo que uno encuentre —que estará siempre lleno de pasado.



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