domingo, 17 de junio de 2012

Metafísica del bolero amoroso (II)

DGD: Textiles-Serie roja 22 (clonografía), 2009


El bolero “Ya no estás aquí, corazón” (también conocido como  “Historia de un amor”) del puertorriqueño Adalberto Santiago (1937) contiene esta primera estrofa:

Ya no estás más a mi lado, corazón,
en el alma sólo tengo soledad.
Y si ya no puedo verte,
¿por qué Dios me hizo quererte?,
¿para hacerme sufrir más?

Esa es la puntuación más probable cuando se ve la letra escrita, pero el compositor no podía ignorar que para la voz que canta es imposible marcar o entonar los signos de interrogación, de tal manera que el oído colectivo escucha las dos últimas líneas no como pregunta dolorida sino como respuesta iracunda:

porque Dios me hizo quererte
para hacerme sufrir más


En todo caso, el “más” implica toda una visión metafísica y teológica: una divinidad que depara sufrimiento a sus criaturas; el amor aparece como el peor de esos castigos. De nada sirve que la misma voz afirme “Es la historia de un amor / como no hay otra igual”: la cultura popular no ve ahí una excepción sino una regla: si el Creador depara que la vida que ha creado sea ya en sí misma penuria y via crucis, todavía impone —con total deliberación y como si no fuera suficiente el dolor de la existencia— un desgarramiento aún mayor, la experiencia amorosa.

El cambio de interrogación a afirmación resulta apabullante: quien pregunta es siempre un individuo (se individualiza precisamente por plantear un cuestionamiento, por manifestar una duda, y aun cuando afirma sigue preguntando); quien responde es siempre una colectividad (los refranes, adagios, proverbios de la sabiduría colectiva rara vez preguntan, y aún cuando lo hacen están afirmando). El compositor de este bolero escribe los signos interrogativos, pero cuando él mismo canta sus versos, esos signos se pierden y su voz singular se transforma en plural.

Sólo él oye la pregunta: lo que oyen todos los demás es la más antigua y extendida de las certezas. Curiosa y significativamente, no se trata de “universalizar a la excepción” (que es una forma de volver tradición a la ruptura) sino de reconocer, al mismo tiempo, que “no hay otra historia igual”: cada historia amorosa es excepcional, lo que no contradice, sino confirma, el que todas ellas son historias porque implican una tortura. Dicho de otra forma: no habría una graduación de placer a dolor, y ni siquiera de menor a mayor sufrimiento. Sólo habría devastación superlativa, impuesta por la sádica divinidad en una gama infinita de modalidades irrepetibles.

El método estriba en otorgar primero un paraíso:

Fuiste toda la razón de mi existir,
adorarte para mí fue religión.


Luego viene el desgarramiento, es decir el infierno:

Es la historia de un amor
como no hay otra igual,
que me hizo comprender
todo el bien, todo el mal,
que le dio luz a mi vida,
apagándola después.


La línea “Porque Dios me hizo quererte para hacerme sufrir más” puede decirse de otro modo: “Porque Dios me dio la luz (el bien) para luego arrebatármela y hacerme sufrir más”. En un primer nivel, el mal queda definido como el despojo del bien; sin embargo, en un segundo nivel el bien se define como el primer paso de un mal que se impone a sí mismo y cuyo inmenso poderío se erige en comparación con su débil y fugaz contraparte.

La voz que se expresa en este bolero parece decir: “Si Dios no me hubiera hecho quererte, yo no habría sufrido. Me dio una ‘muestra’ del paraíso para que el infierno exista, puesto que el paraíso no deja de existir aun cuando se le maneja en el mero nivel de las ideas (es igualmente poderoso ya como mera añoranza), mientras que el infierno, tratado como idea, se diluye hasta casi desaparecer (sólo mantiene su poder si se le considera como realidad). El paraíso puede existir latente y quieto (como abstracción, idea, promesa), pero el infierno sólo puede existir activo y rugiente (como concreción, vivencia y totalidad). El bien es capaz de cumplirse como nostalgia (idea), pero el mal sólo puede cumplirse como desgarramiento (realidad)”.

Y aún más parece decir: “El paraíso no es otra cosa que una promesa, y sólo es concreto en el instante de la ‘muestra’ o ‘prueba’ que se me da como anzuelo (sólo existe la probadura, la degustación, la catadura, el paladeo, pero no el manjar). La probadura de paraíso no me hace bueno, así como el infierno entendido como advertencia no me hace menos malvado. El mal depende de la degustación de bien que da a cada quien”.

Sin embargo, ¿puede el mal crear al bien? El mal es incapaz de darme siquiera una idea del paraíso, pero puede darme una idea de algo que quede dentro de su dominio, es decir, de algo que parezca un paraíso en comparación con el propio mal. Aquí entra en contradicción, porque únicamente puede darme su presencia, que se supone que es absoluta; la única opción que le queda, pues, es darme una idea de su ausencia.

Sin duda la catadura de paraíso me parece maravillosa no porque eso sea el paraíso (que el mal no puede crear), y ni siquiera una idea del paraíso (que el mal no puede imaginar), sino sencillamente porque es la ausencia de infierno. Lo que el mal me da es un fugaz paladeo de su ausencia: se retira por un instante y me hace probar lo que es un mundo sin mal. Luego me arrebata esa experiencia para que yo, devastado por el sufrimiento de esa doble ausencia (se ha ido el mundo en el que el mal se había ido), no recuerde que el mal no es en sí más que una idea.

Si yo lo recordara, el mal desaparecería de manera permanente. Porque así sea para hacerme sufrir más, el mal me ha probado que puede retirarse del mundo, y que el universo puede prosperar sin mal. Si yo quisiera y supiera cómo, podría fundarme en ese instante sin mal y comunicar este “sin mal” a los demás instantes.

Recapitulando: el mal, lo mismo que el poder imperante, me convence de que equivale a la realidad. Pero esa realidad no es más que una idea. De ahí el evidente miedo que tiene el mal de ser devuelto a su carácter original de idea, porque en ese momento desaparece. Para engancharme me da un paraíso que no puede ser solamente una idea más (porque eso no me convencería); me ofrece, entonces, lo único que puede darme en concreto: una tangible “probadura” de su ausencia. Con ello indirectamente me demuestra que no es consustancial al mundo. Si yo pudiera fijarme en esa experiencia, si lograra encontrar su secreto antes de que el mal regrese para arrebatármela, sabría cómo devolverlo a su carácter de idea y abatirlo de una vez por todas.

Acaso tampoco habría paraísos, pero asimismo habría sido desmantelada la dependencia hacia las ideas. Acaso no otra cosa es el paraíso.


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