miércoles, 25 de enero de 2012

Tomás Segovia: una antología temática (VIII. Crítica y modernidad)


DGD: Textil 121 (clonografía), 2010

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 23 de diciembre de 1992 (título de DGD).]


Un texto de Tomás Segovia


Un rasgo característico de la modernidad es que la crítica tiende a morderse la cola, tiende a secretar un paradójico dogmatismo crítico. (Al hablar aquí de crítica pienso en la crítica del consenso y de las instituciones, en la crítica de la ideología no en el sentido actual de crítica de la naturaleza de la ideología, sino en el más concreto y pragmático de apartarse del consenso y de lo instituido, de buscar un pensamiento que hoy se llamaría alternativo. En una palabra, pienso en los que en una época dada piensan de manera original y diferente y en los que ponen en tela de juicio las ideas y actitudes aceptadas.)

En las épocas antiguas da la impresión de que los campos eran nítidos: había un consenso generalizado que merece llamarse central, y un pensamiento crítico y disidente por lo general poco unitario, puntual y aislado y que merece por ello llamarse marginal. Esta situación da la impresión de que empieza a cambiar desde el Renacimiento, cambio que se acelera a lo largo de los siglos XVII y XVIII: para capas cada vez más amplias de la sociedad, la crítica se va haciendo más y más central; para la época romántica puede decirse probablemente que en todos los grupos educados de la sociedad es el consenso acrítico lo que se ha vuelto marginal. En la época moderna no sólo sigue siendo así la situación, sino que el poder y el prestigio de esos grupos se han vuelto absolutamente hegemónicos. La sociedad moderna está hecha de dos tipos de grupos: modernizados y no modernizados. Pero los no modernizados aparecen bajo la forma típicamente moderna de la marginalidad: como una rémora. A diferencia de cualquier otra época histórica, en la nuestra parece que la tarea casi única de la clase dirigente es modernizar a los no modernizados.

(No sé si es necesario aclarar que “grupos” y “clases” son nociones fuertemente funcionales o incluso estructurales; no se refieren a individuos sino a relaciones; los individuos mismos albergan en su seno funciones diversas y pueden pertenecer simultáneamente a grupos o clases diversos.) Esa modernización comprende entre sus rasgos esenciales la pluralidad ideológica y la centralidad de la crítica.

Pero ¿puede la crítica ser central? ¿Cómo, convertida en crítica de la marginalidad desde el centro, no se volvería centralista? Ese centralismo es consenso ideológico y da pie necesariamente a una crítica de esa ideología, a una crítica de la crítica.

El panorama se vuelve vertiginoso. Es típico de nuestra época que el librepensamiento sea dogmático, que la rebeldía sea prestigiosa, que la revolución sea opresora, que la diversificación sea uniformadora (típicamente en la publicidad consumista), que la originalidad sea mostrenca. Es absolutamente paradójico que una sociedad se base en la crítica del consenso, o sea en la modernización, porque si se basa en eso, es que eso es justamente el consenso, mientras que lo que ella definió previamente como consenso ha pasado a ser marginal (por lo menos marginal para el consenso hegemónico). Esos grupos marginales se basan a su vez en su propio consenso, pero esa base ha pasado a ser no sólo parcial y regional, sino claramente relegada. Es lo que explica que en las sociedades modernas, donde es evidente que la tarea central consiste en la modernización, haya a la vez, de manera paradójica y en parte hipócrita, toda una ideología de resistencia a la modernización: ecologismo, folclorismo, anticuarismo, naturismo, exotismo, etc. etc.

Dicho de otra manera: sólo una sociedad moderna puede proponerse como tarea la modernización; pero sólo una sociedad no moderna puede modernizarse.

Por supuesto, la modernización consiste ostensiblemente en extender a todas las capas de la sociedad el grado de modernidad de sus capas más modernizadas. Pero eso no es todo: esas capas mismas también se proponen modernizarse. Podría decirse que esta segunda tarea, la de modernizar a las capas modernas, o a toda la sociedad cuando todas las capas estén ya modernizadas, consiste en la perpetua actualización de una modernidad que constantemente se va volviendo obsoleta.

Esto podría ser una explicación si la modernización fuera únicamente material. Pero la modernización es también ideológica. Modernizar a las capas arcaicas no consiste únicamente en integrarlas en la tecnología y los mecanismos de mercado de las capas modernizadas. Consiste también en integrarlas en la mentalidad de la crítica, la pluralidad y la autonomía respecto del consenso. Esta segunda integración no resulta automáticamente de la primera: la prueba es que es ella misma un consenso, una pérdida de diferencias y una desaparición de su autonomía. Que este desajuste no es secundario, superficial o pasajero, sino radical y violento, es cosa que comprueba cualquiera que eche una mirada a todos los procesos de integración modernizadora de las sociedades actuales. No es de extrañar que escuchemos por todas partes airadas protestas contra la violencia ideológica que esas integraciones implican, y que como todas las violencias ideológicas, suele manifestarse en violencia a secas.

En cuanto a la modernización de las capas modernas, es también contradictoria en el plano ideológico. Una sociedad que hubiera logrado (cosa por ahora bastante utópica) no contar más que con grupos modernizados, seguiría teniendo en principio como tarea fundamental su propia modernización. En el plano material, esa modernización sería posiblemente pura actualización.

Pero ideológicamente ¿cómo se puede modernizar la modernidad? El ideal de actualización material no es una actualización del ideal de modernidad, sigue siendo ese mismo ideal que siempre se propuso eso. Por otra parte, pensar que el ideal de actualización se actualiza no parece tener sentido. ¿Cómo actualizar el mandamiento que dice “Actualizad”?

En concreto, una ideología de la crítica, la pluralidad, la diferencia y la autonomía no puede ser ideología, o sea consenso y uniformización, sino reprimiendo su propia contradicción radical, o sea enmascarándose e invirtiendo a escondidas su sentido.


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[Leer Tomás Segovia: una antología temática (IX. Deseo y apropiación).]


domingo, 15 de enero de 2012

Tomás Segovia: una antología temática (VII. Ver y mirar)


DGD: Redes 142 (clonografía), 2012

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 23 de diciembre de 1991, en México (título de DGD).]


Un texto de Tomás Segovia


La diferencia entre ver y mirar es que mirar no es simplemente abrir los ojos para que reciban lo visible, sino lanzarse por ellos a apresarlo.

La verdad no es otra cosa que lo visible como presa. La presa que la mirada hace en lo visible. En un sentido la verdad no es más que lo visible: lo visible mismo. Pero lo visible sólo se hace lo visible mismo cuando está apresado en la mirada.

La verdad, como todo el mundo sabe, es intangible. Eso significa: es objeto de una devoración que no la destruye, que no la consume, que “no la toca”. Noli me tangere. Esa presa intocada hace a su vez de nosotros su presa. La mirada es esencialmente predadora, pero de una manera enteramente distinta de las otras predaciones, en el sentido de que se arroja sobre el mundo con un hambre violenta, pero es hambre de arrojarse, no de apropiarse. La mirada es ese animal de presa que se disuelve en la presa en lugar de disolverla. Por eso la verdad originaria y naciente, la evidencia, es a la vez y sin contradicción presa de la mirada y verdad desarmante. La evidencia salta a la vista. Como una liebre. O sea: si se pone a la vista llama inmediatamente a la mirada. La desarma en el sentido de que no le deja escapatoria.

La evidencia es lo que no se deja no mirar. La presa que se hace apresar invenciblemente, y en ese sentido hace de nosotros su presa.

En cuanto al decir, su relación con el hablar es en alguna medida paralela a la relación entre mirar y ver. El decir es la verdad del hablar como el mirar es la verdad del ver. Pero hay también diferencias importantes: el decir pasa necesariamente por un transitorio enmudecimiento.

Para decir hay que empezar por callarse, o más bien por callar al hablar, por taparle momentáneamente la boca al hablar, mientras que para mirar no hay que dejar de ver, no hay que cerrar los ojos. Justamente se puede (tal vez) ver con los ojos cerrados; pero no mirar.

No, no es eso. Tampoco para decir es necesario dejar de hablar. Lo que pasa es que el decir en su radicalidad, el decir mismo, está más allá del hablar. También lo mirado dice algo. También lo pintado dice algo (y lo compuesto sonoramente, etc.). El decir es el sentido mismo en cierta perspectiva. Todos los verbos relacionados con dar, recibir, tener, ver, seguidos de la palabra “sentido”, son sinónimos de “decir”: dar sentido, tomar sentido, tener sentido, mostrar sentido, etc. “No me dice nada” significa “Para mí no tiene sentido” o “No le veo el sentido”.

Entonces se puede decir tanto hablando como callando, pero también de las dos maneras se puede no decir.

Lo que no se puede es decir hablando (simplemente hablando) lo que se dice callando. O sea: lo que una pintura dice se puede decir puesto que la pintura misma lo dice; pero no se puede hablar de ello. Lo que dice un cuadro, o lo que dice la pintura, se puede decir hablando del cuadro o de la pintura, pero no se puede hablar de ello, incluso (o sobre todo) cuando se está hablando del cuadro o de la pintura.

Esto no es sino el principio general de la poesía. El sentido de la realidad, de la vida, de la vida real y la realidad viva, se puede decir, pero no se puede hablar de él. Se puede decir hablando, pero hablando de otra cosa: de la realidad, de la vida, pero no del sentido de la realidad y de la vida.


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[Leer Tomás Segovia: una antología temática (VIII. Crítica y modernidad).]


viernes, 6 de enero de 2012

Tomás Segovia: una antología temática (VI. Lenguaje, no lengua)


DGD: Redes 127 (clonografía), 2009

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotación del 1 de noviembre de 1987, hecha en Madrid (título de DGD).]


Un texto de Tomás Segovia


Sentir el lenguaje desde el ojo, no desde la pluma. Lenguaje, no lengua.

Típico del arte “moderno”: empezar por la otra punta. Dejarse bobamente seducir por las curiosas, curiosísimas, ingeniosísimas posibilidades aprovechables que cualquier sistema de expresión ofrece gratuitamente, y que cualquiera que cuenta con suficiente ociosidad puede multiplicar indefinidamente, que incluso se multiplican solas indefinidamente. Curiosidad típicamente infantil. En esa música “moderna” y “experimental” que escucho masivamente en la radio francesa la cosa es clarísima: esos “compositores” están puerilmente fascinados por las chistosas sonoridades que pueden producir o descubrir ya producidas. Pero ¿qué tiene que ver eso con la música? Ese “artista”, que habría que llamar descompositor, no quiere hacer música, no quiere decir nada, no sólo no tiene nada que decir sino que tampoco escucha nada que decir. O sea, ante esas posibilidades aprovechables sigue negándose a dejarse guiar por una Visión, a orientar esos acontecimientos auditivos para entrar en el sentido —que como su nombre lo indica está siempre orientado). El artista descompositor no está buscando lo decible de la realidad, el mundo como decible, la relación entre lo que se experimenta y lo que se dice, sino que vacía el decir para desmenuzarlo no como un significar sino como un acontecer.

El arte que el establishment, los bien-pensantes, los cursis de esta época siguen llamando “moderno” es como desmontar un reloj y maravillarse con sus ruedecitas ignorando enteramente que sirven para indicar la hora.

De eso nuestra época ha hecho no sólo alarde, sino incluso terrorismo. Y, cosa increíble, desprecio por el otro arte, el que siempre ha tenido sentido.

Pero a pesar del consenso terrorista de toda esa época, algunos hemos seguido proclamando que un reloj desmontado y reprimido de indicar la hora es muy “interesante” pero de ningún modo superior a un reloj que anda. Y especialmente que el niño encantador pero evidentemente tonto, y mimado hasta la corrupción, que desmonta el reloj sin volver a montarlo (por obvia impotencia) no sabe más, sabe menos que el relojero que conoce infinitamente mejor que él todas las chistosísimas piezas, pero las monta en su lugar en vez de hacerse el chistoso con la travesura de esparcir las piezas, y lo pone a andar en vez de destruirlo con una impertinencia de privilegiado irresponsable.


Apostilla a lo anterior:

El problema cuando se polemiza con estos vanguardistas o descompositores o despoetas (porque es una des-poiesis) consiste en que el criterio último es efectivamente oscuro (y por supuesto indemostrable). Hay que aceptar esa oscuridad, pero sólo como última. De eso he hablado ya otras veces (en Poética y profética, p. ej,). Añadiré ahora que por eso la discusión sobre el arte, como sobre el Valor en general, no puede ser teórica. El Valor —y por ende la significación como valor y el valor como significación— está directamente incorporado en el Círculo de la Existencia. Sólo una estrategia, o sea una praxis práctica, una interpretación del uso, una reflexión en y sobre el tiempo puede abordarlo. La reflexión sobre el arte, como sobre el Valor (o sea sobre “la vida”) no puede ser teórica porque no puede captar sus condiciones de posibilidad, que son incaptables, sino sólo darlas. No hay teoría del arte como no hay teoría de “la vida”. Hay meditación. (Tampoco, en rigor, hay teoría del lenguaje, por supuesto.)

Así p. ej. yo no puedo teorizar el criterio que sin embargo me permite distinguir con toda certeza, ahora que estoy tan acostumbrado a escuchar música, cuándo un músico va a algún lado, está guiado como en una especie de vuelo imantado, obedece a algo, a una oscura clase de “necesidad” —y cuándo está poniendo notas “innecesarias”, gratuitamente, a ver qué pasa. O no a ver qué pasa, sino copiando en frío, ya sea copiando a otros músicos o a un estilo establecido, ya sea copiando unas reglas o criterios seguidos desde fuera. Y Dios me libre de intentar teorizar esos criterios, porque bien sé que abundan los que se dejan ir a esa tentación y bien veo el resultado. Porque claro que la falsedad del arte se da de muchas maneras. El reloj de mi ejemplo puede presentarse en apariencia perfectamente montado y andando, y dar en realidad una hora falsa, ficticia, engañadora; hacer como que da la hora y no darla, que es otra manera menos visible de estar en el fondo desmontado. Esos relojes falsamente palpitantes son los que proporcionan a los despoetas (y más aún a los críticos, amanuenses del arte despoético) su justificación para romper los relojes y dejar por ahí tiradas las ruedecillas (pero eso sí, cuidadosamente exhibidas). O sea: el arte despoético alega la hipocresía de los otros para justificar la estupidez propia. Mecanismo típico de la cursilería.

Dentro de 50 o 100 años se verá con obviedad que la cursilería de nuestra época no es por supuesto Darío o Verlaine (que ni siquiera eran cursis en su tiempo), sino Dalí y Stockhausen y André Breton.

Es característico además que la crítica despoética, tan denunciadora de retóricas y convenciones, se deje engañar con tan increíble facilidad por esas hipocresías apenas están un poco hábilmente manipuladas. Dejemos de lado a Dalí, cuyo museo y Torre Galatea acabo de ver en Figueras y que desde luego se tiene bien merecidas ambas cosas. Más interesante me parece un caso de inteligencia cursi, extrema pero cursi, como el de Michel Foucault. Acabo de leer por ahí un texto suyo donde ve con toda lucidez que Manet es el primer pintor que pinta para los museos. Sólo que él lo dice llenándose la boca. Asómbrense, pobres ingenuos que creían, sin pararse demasiado a reflexionar, que pintar para los museos estaba mal. ¿Por qué ha de estar mal? ¿Dónde está la teoría que demuestre ese mal? Aquí tienen un pensador sin un pelo de tonto (aquí mi mala leche fue involuntaria) que no se deja engañar por la tradición y que ve lúcidamente que Manet ganó, puesto que todo el arte triunfante y aclamado y pagado a altos precios del siglo que siguió se abalanzó por ese camino. ¿Qué significa pues pintar para los museos? ¿No se han dado cuenta? ¿No se han fijado en lo que busca todo ese arte que reúne a la vez la buena conciencia de declararse maldito y rebelde y amenazado, y la buena suerte de monopolizar todo el éxito, los honores y el dinero? Busca no decir.

Bueno, pues a Manet se le ocurrió primero. Porque pintar para los museos es obviamente sacar a la pintura de la vida, y Manet había entendido ya que la pintura no puede dejar de veras de decir del todo; lo que pasa es que se lo va a decir a ella misma: los cuadros ya no significan más que en y para el museo, para otros cuadros y otros pintores, para la historia incoherente y gratuita de la pintura en sí, y para la crítica especializada y toda la parafernalia que crece como hongos parasitando todo eso.

Esa es la manera real de no decir. Casualmente, nunca los cuadros han tenido más valor comercial. Porque casualmente, con ello han entrado en los circuitos mercantiles de la economía neocapitalista (que ellos seguramente preferirían llamar post-moderna). Al mismo tiempo que el museo llega a ser institución estatal hasta la médula, el arte llega a ser mercancía neocapitalista pura, o sea mínimamente dependiente de la producción y máximamente dependiente de la especulación y la manipulación por los medios de comunicación. Claro que de esto último Foucault no habla mucho. ¿No es cosa de decir: Dios mío, qué delirante cursilería (la de Foucault y la de Manet, tal para cual)?

Después de eso, Foucault se lanza a demostrar que la tentativa de Flaubert es la misma que la de Manet. Qué error, según yo. Porque La tentación de San Antonio y Bouvard y Pécuchet son sin duda tentativas monstruosas, pero diametralmente opuestas a la de Manet, y para empezar hechas en el desgarramiento y no en la autosatisfacción y la buena conciencia como la obra de Manet. Por algo La tentación no pudo terminarse nunca. Porque Manet acecha la vida para llevarla al matadero, o sea al museo, mientras que Flaubert se mete en el museo (digamos; luego comento eso) para intentar sacar de allí la vida, aunque es cierto que Manet lo logra con holgura mientras que Flaubert se parte los cuernos y fracasa con estruendo en casi toda la línea. Pero justamente lo que más se parece a Manet en Flaubert no son las obras “monstruosas”, sino Salammbô, que es la que más se le quedó dentro del museo, aunque es claro que también allí lo que intentó fue sacarla, pero mucho más ingenuamente.

Y si dije “el museo” fue por aproximación. Porque de todos modos no es lo mismo el museo que “la cultura”, aunque sea una cultura. Flaubert intenta, en esas obras, moverse en la cultura occidental entera. La cultura (aunque sea una cultura, pero vista desde dentro como la cultura) se confunde con lo humano, y si el museo tuviera esa misma amplitud, la noción de “pintar para el museo” perdería su sentido al convertirse en “pintar para la humanidad”. No es el caso, como decía, porque en realidad Flaubert no sólo no quiere meter la vida en la literatura como Manet en el museo (que es lo que afirma Foucault), sino que ni siquiera quiere meterla en la cultura occidental, sino más bien sacarla. Más bien, porque en ese nivel estamos en lo general y abierto, la cultura es la historia que es el sentido que es el hombre, y no tiene mucho sentido hablar de meter lo uno en lo otro.

Flaubert hace lo que la creación ha hecho siempre, moverse en ese espacio, en el Círculo de la Existencia, mientras que Manet efectivamente traiciona esa tradición e inaugura una época “nueva” y nefasta.


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