sábado, 25 de febrero de 2012

La última desnudez


DGD: Serie de la piel 80 (clonografía), 2011


El vestuario tiene usos espurios (protegernos del clima, marcar un status, imponer una identidad) pero, como toda metáfora, debe ser desnudada. El sentido último es este: uso vestuario para poder desnudarme como un acto voluntario, y además para hacerlo frente a alguien, que deja de ser “cualquiera” y se vuelve único si asimismo se desnuda para mí; entonces somos, el uno para el otro, misterio abierto, revelación, androfanía. Si anduviéramos desnudos todo el tiempo no habría ese acto ritual de desnudar un cuerpo, de develarlo, de desvelarlo, de mostrarlo ya no como una imagen más sino como toda una develación del mundo. El mundo es también un regalo envuelto que se entrega sólo a quien se le da en el mismo nivel. El don es siempre mutuo. La ropa equivale a un envoltorio, a un recubrimiento, a un velamen cuyo único sentido es retirarse. En sí mismo, el acto gradual de quitar recubrimientos sucede en un momento “cualquiera” y lo convierte en sagrado. Usamos ropa para recordar que la mayor parte del tiempo la realidad es vulgar, profana, prosaica, en contraposición a los momentos sagrados en que nos desnudamos. Existen, desde luego, desnudos “vulgares”, como en vestidores deportivos o consultorios médicos, pero incluso ahí, aunque no haya en principio ningún contexto erótico, sí hay un aura sagrada. Inventamos la ropa para mantener vivo el sentido sagrado del cuerpo. El vestido sólo existe para que exista la noción de desnudo. Y aún más: me visto de mí para poder desnudarme de mí ante alguien, que a su vez se desnudará de sí únicamente para mí. Porque lo mismo sucede con el alma. Si estando desnudo frente a alguien que también me ofrece su desnudez, imagino que en cierta forma y de todas maneras seguimos vestidos, el erotismo será entonces ese segundo desnudamiento, ese retirar los últimos velos para mostrar, y dar, la última desnudez: la de las almas.


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jueves, 16 de febrero de 2012

Michelet y el mar


DGD: Paisajes-Serie azul 25 (clonografía), 2012


Cuando Jules Michelet se disponía a escribir un gran tratado sobre el mar (La Mer, 1861), lo primero que hizo fue usar esa inmensidad y ese tremendo poderío como punto de referencia del ser humano: “Si nosotros necesitamos del mar, en cambio el mar no nos necesita para nada. Puede pasar muy bien sin el hombre. A la Naturaleza parece no importarle gran cosa ese testigo: Dios es el único que se encuentra ahí como en su casa”.

En este punto imagina que el mar nos dice, burlón y engreído, desde el fondo de su inmutabilidad: “Mañana tú dejarás de ser, y yo soy eterno. Tus huesos reposarán bajo la tierra, se disolverán en el transcurso de los siglos, y yo existiré aún, majestuoso, indiferente, equilibrada la grande vida que me armoniza a la vida de los mundos lejanos”.

Michelet ve en el mar a la gran metáfora: sólo vemos la superficie y el mar profundo y verdadero nos resulta invisible; y es por ello que apunta: “El elemento al que llamamos fluido, movible, caprichoso, en realidad no cambia: es la regularidad misma”. Y aquí llega a su imagen central:

“Contraste humillante que se revela con dureza y como irrisoriamente para nosotros, sobre todo en las playas bravías, en donde el mar arranca guijarros a los derrumbaderos y vuelve a lanzarlos, dos veces al día, arrastrándolos con siniestro estrépito como si fueran cadenas o metralla. Toda imaginación juvenil ve en esto el símbolo de la guerra, un combate, y empieza por acobardarse. Luego, notando que aquel furor tiene límites o se detiene, el niño, tranquilizado ya, detesta más bien que teme a esa cosa salvaje al parecer enemistada con él.”

Y es que Michelet está hablando de algo que vio en julio de 1831 en el puerto de Le Havre. Llevaba a un niño pequeño quizás a su primer encuentro con el mar (pero también para Michelet fue su primera mirada real al océano), y lo que hizo el pequeño lo impresionó tanto como a nosotros, lectores de Michelet (pero también lectores del mar y de las inmensidades aparentemente indiferentes): luego de un largo momento de pasmo y sobrecogimiento, el pequeño se enardeció y se indignó; entonces comenzó a recoger piedras y arrojarlas al mar, con euforia colérica, respondiendo a aquella especie de desafío rugiente.

“El mar devolvió estocada por estocada”, relata Michelet. “Lucha desigual que movía a risa, entre la mano delicada de la frágil criatura y la espantosa fuerza que tampoco se curaba de la debilidad del contrario. Mas la risa desaparecía de los labios al pensar en lo efímera de la existencia del ser amado, y en su impotencia ante la presencia de la infatigable eternidad que nos arrebata. Tal fue una de mis primeras miradas hacia el mar. Tales mis ensueños empañados por el exacto augurio que me inspiraba ese combate entre el mar que veo cuando quiero, y el niño que para siempre ha desaparecido de mi vista.”

Habrá quien ante esta imagen piense en la ingenuidad de la infancia, en la inconciencia de los primeros años de la vida. Mucho más fértil resulta ver ahí la imagen más esencial del hombre. Éste sabe que las inmensidades no lo necesitan, que él resulta por completo indiferente al universo, pero lo mismo que David frente a Goliat lanza guijarros, y no para establecer combate (porque no se puede hablar de guerra entre un microbio y una montaña) sino para hacerse notar, para reclamar el diálogo al que se sabe perfectamente dispuesto y capaz.

El niño no acepta que se le defina como débil e impotente (juguete del destino), del mismo modo en que rechaza a la devastación y la violencia que supuestamente definen al cosmos y sus potestades. De entrada les teme y se sobrecoge, pero pronto aprende ese lenguaje (que es el de sus semejantes, los poetas, los profetas, los soñadores): así, termina por levantarse y recoger el guijarro. La metáfora es la de una rebelión contra el gran tirano, sí, pero también y sobre todo la del llamado a jugar (no se reconoce como juguete, sino como jugador del destino), un llamado hecho en el propio lenguaje de los abismos atronadores: el juego los vuelve iguales, por más que parezcan distanciarlos sus diferencias diametrales. Quizás sea el último juego pero habrá valido la pena porque hubo una respuesta, un reconocimiento, una integración. Al menos por un instante el niño al que Michelet lleva de la mano (es decir, el niño al que Michelet lleva en sí, como lo llevamos todos y cada uno de nosotros) se habrá sentido ahí —ante la pavorosa vastedad inconmensurable— como en su casa, lo mismo que Dios.

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domingo, 5 de febrero de 2012

Tomás Segovia: una antología temática (IX. Deseo y apropiación)


DGD: Textil 132 (clonografía), 2011

[De El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, de Tomás Segovia; anotaciones de enero 2 a 4 de 1984 (título de DGD).]

Un texto de Tomás Segovia


Precisiones: “Eros” se toma en un sentido muy amplio: no sólo el deseo sexual o erótico, ni sólo el amor en el sentido habitual; también toda clase de simpatías, atracciones, admiraciones, gregarismos, afinidades: todo el goce originado en el otro o los otros, de cualquier clase que sea. Sin olvidar además que cada uno de estos valores positivos se corresponde con un valor negativo.

Por otra parte, lo apropiable (o el “deseo de apropiación”) no se refiere únicamente a lo que en nuestra civilización se entiende por propiedad (necesariamente privada; es absolutamente ilusorio que exista una propiedad colectiva). Se refiere a todo aquello que, si es consumido por uno, no puede a la vez ser consumido por otro. Si el gobierno ofrece un concierto gratuito, llamo “apropiable” en este sentido a la butaca que ocupo en la sala de conciertos, porque no puede ocuparla simultáneamente otro individuo. Es decir que si no la consumo literalmente (en el sentido de que al usufructuarla la destruyo), por lo menos dispongo de ella, que, momentáneamente, para otro posible ocupante, es lo mismo que si la destruyera. La ocupación de la butaca es condición para poder recibir la belleza del concierto (toda belleza, por supuesto, es material); pero no es lo mismo que esa belleza; porque una vez cumplida la condición de ocupar una butaca, mi absorción de esa belleza no sólo no excluye su absorción por mi vecino sino que incluso puede intensificarla. (Eso es lo que jamás han entendido nuestros doctrinarios.) La belleza por eso no es apropiable: no es económica. La ceguera fundamental de esta época (ideológica, naturalmente) es creer en el fondo que “material” y “valioso” se excluyen —y que lo “material” explica, absorbe y disuelve lo valioso. Que el valor oculta la materia, y que por lo tanto, una vez desenmascarado, muestra o materia o falsedad. Eso es justamente, por mucho que les sorprenda, una visión idealista del valor. Todo valor es material —es una carga de la realidad material. Hay también una realidad inmaterial (la de la matemática por ejemplo.) Ésa justamente no tiene carga valorativa. Pero lo material no es materia. La materia sólo existe justamente en el universo segundo de la objetivación —universo que se construye idealmente por reducción de lo valioso en lo material.

No es que el deseo enturbie la visión (¿es Sófocles quien dice eso?) —como si hubiera primero una visión y luego un deseo que la enturbia. La visión es deseo —y después se puede construir una visión-sin-deseo reduciendo su carga interesante (es decir, se puede hasta cierto punto, porque eso es necesariamente represión y es sabido que lo reprimido siempre retorna). Llamar a esa visión segunda visión clara es lícito en algún sentido, pero no en el que suele dársele.

Así es como hay que explicar ciertos traslapes.


Por ejemplo: traslape del deseo de apropiación en el deseo de amor —que es deseo de ser deseado. El deseo del otro no es apropiable porque nunca es verdad que pueda uno disponer de él.

El deseo es la libertad irreductible que habita al individuo: nadie puede disponer de esa libertad, ni siquiera él mismo.

El hombre ha llamado desde siempre deseo justamente a eso: el lugar donde soy libre incluso más allá de mi albedrío. Si no es libre no es deseo, es cuando mucho instinto. Si no está más allá del albedrío tampoco es deseo: es voluntad.

(Instinto: autonomía máxima en ausencia de toda libertad, o sea automatismo.)

El deseo es para la inteligencia lo más difícil y peligroso de pensar. Toda su astucia es poca para esa tarea.

El deseo se funda en el valor puro e incondicionado. Es sentido constituyente, y como todo sentido constituyente aparece como sinsentido para el sentido constituido. El deseo de que habla el psicoanálisis es deseo constituido.

Lo constituido supone siempre lo constituyente y nunca lo usurpa totalmente, es decir nunca lo constituye totalmente —si es que sigue teniendo sentido.

Sentido es excedente de sentido constituyente.

Posibilidad interminable de volver a la fuente, de recuperar el contenido. Por eso la interpretación es infinita.

El psicoanálisis se debate entre un deseo constituido, analizable, determinado, pero sin sentido, y un deseo con sentido pero inanalizable, inabarcable: inconstituible.

Por ejemplo: el psicoanálisis no puede hablar en ninguna medida de la preferencia, del gusto, de la belleza, del atractivo. Freud dice que el afecto es inabordable. Es pura arbitrariedad para el deseo constituido. Si yo veo una mujer atractiva, el psicoanálisis tiene que volver eso del revés y decir que no es que ella sea atractiva, sino que yo soy “atractible”. Porque es en ese atractivo donde el deseo inconstituible se manifiesta en medio del deseo constituido.


Lo más generalmente deseable es el Espíritu. O sea: lo más generalmente deseable para el humano es ser humano: ser que habla y entiende. (Y también, circularmente, ser que valora.)

De acuerdo en que ese valor es tan general que en ciertos niveles no es pertinente. Pero funda lo que en esos niveles es pertinente.

Todo lo que el hombre hace, incluso conocer “desinteresadamente”, presupone que el hombre valora. Y todo lo que se valora presupone que hablar, entender y valorar son valiosos: interesan.

Lo más generalmente valioso se confunde con el sentido mismo. “Hay sentido” equivale a: La vida es un campo de valores, la vida es interesante.

De eso no hay conocimiento objetivo. Conocimiento objetivo es desvalorización (la “decoloración del mundo” de Bachelard). La desvalorización no puede conocer el valor.

El valor del Espíritu (el interés de la historia del hombre, de sus lenguajes y su entendimiento) es un comienzo absoluto. No proviene de nada: todo lo demás proviene de eso. Es irrebasable.

Es estúpido pensar que el valor del Espíritu es instrumental (o enmascarador): que valoramos el lenguaje y el entendimiento porque son instrumentos para adquirir la riqueza y el poder. La riqueza es obviamente instrumental (aunque sea como instrumento para conseguir el poder).

El poder es otra cosa; pero el poder como tal, que no es ni la riqueza ni el placer, que pueden o no ir asociados con él, el puro poder sobre los hombres y sus decisiones, no tendría para un hombre ningún valor si los hombres y su historia no fueran valiosos. No se puede simultáneamente desear el poder y desear la desaparición del hombre como tal (ser histórico y entendiente). En cambio se puede desear esa humanidad del hombre deseando simultáneamente la desaparición del poder.

(“No se puede” significa aquí: no puede mi deseo; tal vez pueda mi albedrío, tal vez incluso ese albedrío llegue a imponerse; pero entonces el deseo aullaría. O sea: hay efectivamente actitudes esquizofrénicas; no explican nada; tienen que ser explicadas.)

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[Termina aquí el adelanto-novenario de esta antología temática de El tiempo en los brazos de Tomás Segovia.]

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