miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un fragmento de Mirador en una cuerda floja (I de II)


DGD: Redes 121 (clonografía), 2009
Revuelos

El realismo hollywoodense echa mano de los elementos fantásticos con el primordial propósito de demostrar que no hay nada fantástico en lo real. Esta mecánica se refleja muy bien en Alas de libertad (1984), filme de Alan Parker que narra la historia de dos hombres, amigos entre sí desde la infancia; enviados a la pesadilla de Vietnam, regresan a los Estados Unidos con respectivos traumas físicos y psíquicos. Uno de esos individuos, apodado Birdy (Matthew Modine), ha tenido desde la niñez un profundo amor por las aves y una avasallante necesidad del acto de volar, mismo que identifica con la liberación total. A raíz de una espantosa experiencia en la guerra (presencia un ataque con napalm a una selva poblada por numerosas aves), Birdy cae en un absoluto mutismo y es recluido en un manicomio norteamericano; ahí lo visita su antiguo amigo (Nicolas Cage), convocado por los médicos militares. La “estrategia” de éstos consiste en que, a partir de un diálogo rememorante entre los dos compañeros, el paciente salga de su encierro en sí mismo.

La compleja personalidad de Birdy recuerda al Alan Strang (Peter Firth) de Equus (1977); a través de la noción de vuelo, Parker parece estar a un paso de superar esa trampa estratégica consistente en definir la “normalidad” por medio de la comparación con los “conflictos psicológicos”, lo que implica un tono de advertencia y amenaza ulterior (Equus no es ajena a esa comparación restrictiva que lleva al espectador a calibrar su propia cordura). Sin embargo, el vuelo nunca llega a cobrar el carácter trascendente que enuncia, por ejemplo, el protagonista de Años luz (1981). Si el realizador de esta última película, Alain Tanner, niega en ella un sustento fantástico, es porque rechaza el uso generalizado de lo que se llama fantasía como adorno y puerta de emergencia de lo real.

Sin trascenderse por medio de los elementos fantásticos que convoca, el acto liberador de Birdy cae en la fórmula estratégica correspondiente: la marcada por Juan Salvador Gaviota (libro de Richard Bach —1970— y película de Hal Bartlett —1973—), “aire” de consumo, estandarización de la trascendencia, sustituto mercantil de las búsquedas individuales, nuevo rasero esterilizado. Birdy no llega a cobrar una dimensionalidad mítica: se queda —como Alan Strang— en una especie de perplejidad asexuada que carece tanto de raíz como de frutos. Alas de libertad es otra película que, por apoyar la fantasía en el realismo —y no a la inversa— termina por equipararla a la demencia. No basta el intento de denunciar una rapiña muy concreta y localizable si ese intento no va aunado al atisbo de una mirada no convencional.

Por evitarse el riesgo de “hablar en el desierto”, el filme de Alan Parker no encarna la gran metáfora a que apuntaba; no asumir la aventura hasta el fondo es fomentar el realismo enjaulado: Birdy niega su discurso porque opta por los sobreentendidos. La duda existencial se irracionaliza (nadie deseará estar tan loco como el protagonista, que intenta mirar a las aves con ojos de pájaro). Toda salida, pues, se confirma como imaginaria (volar queda equiparado con huir de sí mismo). Si la realidad es tan inevitable como la guerra de Vietnam —y tan detrítica en orígenes y manifestaciones—, ambas tienen a la locura como única alternativa crítica. Lo real de cada individuo se reduce a una escala: mayor o menor trauma. El gigantesco a priori se cumple: ser es convulsionarse. (Juan Salvador Gaviota vuela por nosotros.) La única posibilidad “real” es aminorar lo más posible el propio trauma —o disimularlo.

Una mitad del realismo siempre implica a su “alternativa”, la diversión. La ininterrumpida avalancha de sobreentendidos cubre la otra mitad —el público— al propiciar dos subliminales: una predisposición negativa hacia lo intelectual (ya que puede ser inhibido por el eficaz y agradable “no complicarse la vida”) y una banalización desde fuera sobre los productos que amenazan con una verdadera práctica de vuelo. Todo realismo será disyuntivo, pero no en el sentido de promover alternativas igualmente válidas, sino —como en el caso de Juan Salvador Gaviota— de tasar el vuelo como “espectáculo” y el no-vuelo como única opción: añorar lo abierto desde el confinamiento (que sólo está abierto a partir de esa “añoranza insalvable”, etcétera).

Un paso más allá de la línea que Birdy no cruza, se coloca Si quieres puedes volar (1986), cinta que relata la amistad entre dos adolescentes, Milly (Lucy Deakins) y Eric (Jay Underwood); este último, autista, tiene por única manifestación vital el deseo de volar. Como la educación de todo niño occidental, la que Milly ha recibido no está basada en lo que se dice sino en lo que se enseña a presuponer; habrá un sobreentendido para toda posible coordenada, y en esta película uno de ellos determina la actitud inicial de Milly: “volar es imposible”. Al inicio del filme esta adolescente se halla en orden: es feliz porque nada le sucede, al igual que a cualquier otro individuo occidental que sobreentiende el mundo. Milly está en orden porque lo calla todo; de modo recíproco, nadie hablará de ella: no en balde se dice que “la felicidad no tiene historia”. Sin embargo, Milly se desordena en cuanto comienza a dudar: desde ese instante tendrá una historia, justamente la de su paulatino y azaroso esfuerzo por romper uno de los miles de sobreentendidos que la sostienen. Mas ese esfuerzo no será “ejemplar” porque, al cruzar la línea y situarse en lo fantástico, la película muestra que los presupuestos sólo pueden romperse “en la imaginación”. En cambio, Birdy sí será tomado en serio por el público porque tal personaje sólo vuela “en su imaginación”. Es a este singularísimo uso hollywoodense de lo imaginativo al que se llama “fantasía”.

Y en efecto, Eric vuela. No obstante, ¿en qué nivel del juego de instancias? Tras un sorpresivo vuelo conjunto (la transparente metáfora erótica que aparece tanto en Supermán como en Alice de Woody Allen), Eric deja a Milly en tierra para luego perderse en las alturas, huyendo de las atroces experimentaciones que habrían de practicársele para arrancarle sus secretos “en bien del conocimiento científico”. Un personaje enuncia la moraleja: “quien desea algo verdaderamente, lo logra” (pero ¿qué deseaba el personaje, volar o huir?). Eric “logra” lo que era imposible para Birdy no por impracticable sino por “ingenuo”; Si quieres puedes volar se decide por esto último y vuela no para demostrar que son posibles los milagros, sino imposible aceptarlos.

Volar es ocultar las alternativas y huir cuando no queda más remedio que mostrarlas a la “luz pública” (más oscura que la defensiva e “indispensable” oscuridad del autismo personal). La “fantasía” no culmina la efectividad del discurso, como sucede por ejemplo en la memorable secuencia de las escobas voladoras en Milagro en Milán de Vittorio de Sica (1950): lo vuelve irreal, como ocurre en E.T.: El ExtraTerrestre (1981), en donde hay un “homenaje” de Steven Spielberg a esas imágenes de Milagro en Milán. Pese a ello, hay en Si quieres puedes volar un cierto registro de sensibilidad nunca alcanzada por Spielberg, Parker o Bartlett, un atisbo del verdadero vuelo. Es a este apunte al que el realismo hollywoodense ataca de inmediato, convirtiendo en bisutería tal registro innominable que la cinta toca: el testimonio de una elocuencia luchando por salir a flote pese a todos los esfuerzos estratégicos por mantenerla a ras del suelo, acallada, imposible.

La búsqueda del equilibrio psíquico queda bajo la impugnación del más terrible de los desequilibrios. Es la balanza de Hollywood: ante la disyuntiva de ver Atrapado sin salida (1975) o La novicia rebelde (1965), La decisión de Sophie (1982) o Tootsie (1982), La verdad incómoda (2006) o Transformers (2007), no mediará un escoger entre géneros o estilos —ya que no hay clasificaciones sino clasificadores—, no entre mayor o menor imaginería o entre grados de credibilidad, sino entre realidad y diversión, entre pensamiento —solemnidad— y “vuelo” —distracción.

De hecho, esta mecánica depara a una gran cantidad de filmes la superstición de que el solemne sensacionalismo implica de entrada una gran inteligencia, una elevada propuesta intelectual. Del otro lado queda la comedia de consumo, que establece peripecia desligada del menor asomo de pensamiento (Carrera de locos, 1982; Rat Race, 2001) y con ello exige del espectador una total entrega, ya que tales filmes están “cumpliendo con las estrictas reglas del hacer reír”. (La risa, pues, se sobreentiende como ruptura del pensamiento, antagónica de la reflexión y de la crítica.) Poco titubeo habrá si se tiene que elegir entre volar —caer, ser convicto— y añorar el vuelo desde tierra —aceptar lo imposible, resignarse a las “limitaciones reales”. Menos todavía se dudará entre un “buen rato” (Groundhog Day, 1993) o un rato de sufrimiento (Réquiem por un sueño, 2000), entre ser mordido por la dura realidad (Schindler’s List, 1993) o morder el jugoso fruto del escapismo (The Matrix, 1999).

Y aunque “hay público para todo” —uno de los más truculentos sobreentendidos, en tanto implica a un “todo” que fabrica a su público—, esa totalidad no es menos imaginaria que aquella descripción de la realidad que desde la pantalla nos hace apoyarnos en la mayor de las irrealidades (el realismo cuerdo, eliminador de toda búsqueda que reúna los polos y toque lo intocable) para facultar un sentimiento de pertenencia a la realidad. No se trata de que la “fábrica de sueños” pueda o no manipular lo real, sino de que es perfectamente capaz de manipular la definición misma de la pertenencia.

Qué parte de lo real es el espectador, o en qué medida participa de lo realista, son graduaciones pertenecientes a lo pre-supuesto: no se investigan por obvias. De tal modo, pueden ser influidas porque la vía es dramática. Basta atestiguar el sentido histriónico con que los noticiarios televisivos norteamericanos —y sus múltiples equivalentes en otros países— presentan la realidad histórica, tan solemnemente como lo exige un “espectáculo serio” —pero espectáculo al fin. Queda así descartada cualquiera otra forma de seriedad (postura digna de reconocimiento); el mero hecho de compartir la pantalla chica con otros tipos de espectáculo convierte a todo hecho histórico —o político, social, familiar o individual: todo hecho— en parte del lenguaje “realista”, para el que no hay vuelo posible (trascendencia) en una realidad fatalmente incapaz de volar.

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[Capítulo de la primera parte de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]

[Leer otro fragmento.]



sábado, 15 de septiembre de 2012

Respuestas a una encuesta literaria (II de II)


DGD: Textiles-Serie dorada 6 (clonografía), 2009

Encuesta de Karla Janet Velázquez y Roberto Salomo

¿Qué relación hay entre la literatura y el lenguaje social?
          —La respuesta depende de aquello a lo que te refieras con “lenguaje social”. ¿La estructura lingüística de las sociedades humanas, o sencillamente el habla popular? En el primer caso digamos que “puede” haber esa relación. Así como se habla de una literatura hecha de un determinado lenguaje, del mismo modo podría hablarse de una literatura hecha de una ausencia de lenguajes. En el segundo caso, así como hay una literatura que utiliza al habla popular como parte de su riqueza, bien podría haber una literatura que no fuera necesaria y exclusivamente concebida como reflejo de la forma en que “hablan” determinados seres humanos. A partir de esta relación debería postularse una literatura cuya diversidad fuera mayor que la diversidad de cualquier lengua: una literatura en la que hablaran (o callaran) otras posibles formas de existencia universal (y ya no solamente la humana), y a fin de cuentas, en que el hablante fuera el mismo ser.
          Tal vez te preguntes cuál podría ser la utilidad de imaginar cómo sería una literatura no-humana, o incluso si otras formas de existencia consciente tendrían literatura. La ciencia-ficción ha hecho experiencias fascinantes al respecto, y su inmediata —y tremenda— utilidad radica ya en las preguntas que suscita: ¿es la literatura una necesidad exclusivamente humana, en cuyo caso estaría compensando una cierta carencia endémica de la humanidad?, ¿o no se trata de compensar una carencia sino un despojo? O bien, en el otro extremo de esa escala: ¿puede ser vista la literatura, y el arte mismo, como uno de los recursos más depurados de la conciencia —de toda posible forma de conciencia— para acceder a la verdadera otredad?

¿Existe una relación entre literatura y los hechos sociales o sólo es producto de la imaginación?
          —En un sentido muy concreto, toda relación es imaginaria. Existen distintas posibilidades de relación y no necesariamente son excluyentes entre sí. Hablaríamos entonces de matices, aunque la imaginación debería ser el sustento en todos los casos. Por lo pronto, jamás debemos decir “producto de la imaginación” como sinónimo de falso o ilusorio. Todo lo contrario: mientras más diversa y profunda sea nuestra capacidad de imaginar, más profunda y fértil será nuestra realidad.

¿Cómo se gana el prestigio en el arte de escribir?
          —Aquí abordamos el terreno del marketing. El prestigio es repetición, una técnica simple en la que se basa toda la publicidad. Se mide a través de contabilidad: cuántas veces en un día es mencionado un nombre en los medios masivos (tanto de un dentífrico como de un artista). Cuando en una charla cotidiana alguien dice el nombre de un escritor y las demás personas no preguntan “¿Quién?”, ese escritor tiene “prestigio”. Pero eso no significa que lo reconozcan como autor (porque por lo general no lo han leído ni consideran que leerlo sea necesario) sino como autoridad. El medio cultural está construido de esta forma: numerosos son los escritores que buscan más un prestigio (que significa influencia, ascendiente, reputación, crédito) que una calidad literaria, es decir que colocan a la fama y al poder antes que la obra, y lo hacen con fruición aunque no desconocen que esa mecánica deshumaniza y que su único efecto es un arte mecánico y estéril.

¿Qué papel desempeña la literatura en el pensamiento contemporáneo?
          —Casi ninguno. Del mismo modo en que día con día se agravan las diferencias entre las clases sociales, la literatura se vuelve un puñado cada vez más reducido de nombres “célebres” a los que “viste bien” citar sin conocer más de ellos que el fragmento citado. El único papel que realmente desempeña la literatura se da en el pensamiento de las industrias editoriales, que por otro lado no es pensamiento sino estrategia de mercado. Es una pérdida grave, porque la verdadera literatura es una forma de la lucidez que nos ayuda a permanecer en actitud crítica, y a evitar los adormecimientos en la vida personal, familiar y social. Porque el objetivo de la literatura (y del arte todo) es ayudarnos a vivir. Y el primer paso es ayudarnos a apreciar una diferencia esencial: la que existe entre la vida social y la vida.

¿Será posible la construcción de un mundo diferente partiendo de la literatura estética?
          —En todo caso sería un mundo incompleto porque la estética no bastaría: no es lo que se llama una “base sustentable”. Lamentablemente, hoy la estética es entendida como ornamento. La belleza entendida como adorno sólo puede crear un mundo diferente a partir de imponer nuevas apariencias, y eso sucede de modo cotidiano. Si queremos construir un mundo verdaderamente distinto, resulta indispensable colocar, al lado de la estética, a la filosofía (con un acento en la ética), a la mitología (con un acento en el lenguaje arquetípico), a la mística y la metafísica (con un acento en la poesía).

¿Cómo ve usted la relación entre medios audiovisuales y la literatura?
          —Los media son servidores de un aparato de poder que define a la literatura (cuando ese aparato recuerda que ella existe) de una sola manera: lenguaje de lujo, mercancía vistosa. Los medios audiovisuales están al servicio del best-seller intelectual, y la relación entre éste y el gran público nunca ha sido de generosidad ni de solidaridad. En todas partes se nos enseña a vender y comprar; en ningún lado se nos enseña a dar y recibir.

¿Considera usted que hay una muerte eminente de la palabra escrita?
          —Tal vez te refieres a la paranoia ya nada reciente sobre la posible desaparición del libro-objeto para ser sustituido por la informática y las versiones digitales. Esta pregunta se parece a aquella de la muerte del cine cuando apareció la televisión. Hay tecnologías sustitutivas que son como virus letales que “matan” a las predecesoras, como el CD al disco de acetato, pero hay otras que logran sobrevivir, como la radiodifusión o el propio cine, entendidos ya no como tecnologías sino como mentalidades y, mejor aún, como formas intemporales de oír y de ver lo esencial. Lo que se está dando día con día no es la muerte del libro sino la del lector, en el sentido en que el ciudadano común, a fuerza de manipulación y deshumanización, deja de buscar aquello que es la esencia de la palabra escrita: el diálogo interior. Existe un analfabetismo espiritual; cuando éste aumenta, a la vez desciende la calidad de la exigencia existencial de cada individuo; esto es grave porque implica una descomposición en la mentalidad de la época. Por eso es más urgente que nunca asumir la desobediencia civil de la que hablaba Thoreau, a través de la declaración de principios que tan imborrablemente nos legó Tomás Segovia: “Asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.

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jueves, 6 de septiembre de 2012

Respuestas a una encuesta literaria (I de II)


DGD: Textiles-Serie dorada 3 (clonografía), 2001

Encuesta de Karla Janet Velázquez y Roberto Salomo


¿A qué llamamos literatura?
          —Para tener una idea cercana a lo que puede ser la literatura hay que sacarla de los contextos habituales, renunciar a las explicaciones en uso y considerarla como algo enteramente personal, es decir, como un diálogo que el lector establece con el universo a través de la personalidad del escritor. Y en los casos más eminentes, ese diálogo se da a través de la transparencia en la personalidad del escritor. La gran literatura es aquella en que el autor no interpone su personalidad entre los ojos del lector y el mundo (en cuyo caso no vemos más que un ego), sino que la transparenta para permitirnos ver lo que ese escritor mira.

¿Cómo la literatura se relaciona con otras formas de expresión artística?
          —Para mí son indesligables la imagen y la palabra; siempre que hay un exceso de palabras busco imágenes, y siempre que hay imágenes en exceso busco palabras. La interrelación que existe entre las artes que se basan en la palabra y las que se basan en la imagen es la misma que hay entre el yin y el yang: una complementaridad, siempre en busca del sentido integral.

¿En la literatura existe una ambigüedad entre fondo y forma?
          —Depende del nivel en que uno se coloque. Hay distintas interpretaciones en esa discusión interminable: la forma es el fondo; el fondo determina a la forma, o a la inversa; la forma “contiene” al fondo; fondo y forma son cuestiones enteramente separadas una de otra, etcétera. En algunos de estos niveles hay ambigüedad, en otros no la hay. Desde un cierto punto de vista, todas estas posturas no dejan de ser partes de un sublenguaje que se apoya en otros sublenguajes. Como suele suceder en estos casos, esa discusión es manipulada para “demostrar” una u otra cosa dependiendo del nivel en que ese sublenguaje se coloque. Pero desde otro punto de vista no debemos olvidar que esta discusión sobre la dicotomía entre fondo y forma, que nos parece tan moderna, no es sino la forma profana de una discusión intemporal: la dicotomía entre materia y espíritu.

¿Cree usted que la forma determine los derechos de autor?
          —Sin duda, y eso porque la modernidad está sedienta de nuevas “formas” para un puñado de “fondos”. Se sobreentiende que las posibles formas son innumerables, pero que sólo hay un puñado de contenidos. En el capitalismo los derechos de autor son lo mismo que los trademarks y bien se dice que cuando a una obra de arte se pone precio, su valor disminuye drásticamente y a la larga, en cierto sentido, termina por desaparecer. Es legítima la idea del escritor que requiere vivir de su oficio; lo que no es legítimo es el comercio que hace la industria editorial, para la cual uno de los explotados es el propio autor. No debería hablarse de best-sellers, es decir de los productos comerciales que “venden mejor”, sino de best-givers, los que dan mejor, puesto que lo que se vende y compra permanece en el nivel más precario y bajo de la interrelación humana. En cambio, lo único que uno realmente tiene es lo que da. Es el sistema de poder el que convierte al acto de dar (que significa darse) en el acto de vender. Los derechos de autor parten del noble principio de proteger a una autoría, pero en la práctica terminan por convertirla en “propiedad intelectual”, en una marca registrada. Lo que se protege es la forma novedosa que alguien encuentra para los temas y contenidos de siempre, y en última instancia lo único protegido es el sistema capitalista y su ideología de la propiedad privada, para la cual precio y valor son sinónimos, lo mismo que forma y contenido.

¿A que llamamos estilos?
          —A una cierta combinatoria de tics y manías, que son lo más reconocible, mientras que otros rasgos distintivos más sutiles permanecen invisibles (o inexistentes, a fuerza de desuso). En su origen, la palabra “estilo” se refiere simplemente a la manera individual de aferrar la pluma: el estilo o estilete era el instrumento de escritura, generalmente una vara alargada y estrecha de la que proviene el bolígrafo moderno. Nótese la simbología: la pluma (el lenguaje) es invariable: lo que varía es la forma de empuñarla, tan irrepetible como los rasgos de un rostro. En la antigüedad se consideraba que empuñar la pluma era aún más contundente que blandir la espada. Ambos instrumentos requerían un largo entrenamiento, como se ve bien en la concepción oriental de las artes del espadachín y del calígrafo. En la actualidad ya no se habla de esa necesaria iniciación: se cree que basta agarrar la pluma para tener automáticamente un “estilo”. Sin embargo, en realidad son muy pocos los escritores (y en general los artistas) que poseen un estilo propio. El estilo es como la voz, pero no la que se “trae” de nacimiento, sino la que se afina, ardua y sutilmente, hasta hacerse en verdad única; es la que logra una tesitura. Por eso se dice “lograr una voz propia”. No basta agarrar la pluma: hay que hacerla propia, hay que apropiarse del lenguaje, y eso sólo se consigue al término de una compleja, intensa e insobornable iniciación.

¿Cómo entiende usted la célebre afirmación de que la literatura emana de las musas?
          —Como un intento de situarse en el nivel metafórico, en este caso referido a una pregunta concreta: ¿de dónde provienen las ideas?, es decir la inspiración. Situados en ese nivel (subrayemos que es metafórico), es también una forma de identificar como sagrado a ese territorio o registro del que proviene toda intuición artística. Debería preocuparnos mucho menos la pregunta, situada en un nivel literal, acerca de dónde emana la literatura, o el arte mismo, que la desacralización del mundo.


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