viernes, 25 de enero de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (V: “No romperás la tradición”)


DGD: Textil 45 (clonografía), 2001

(V) “No romperás la tradición”

El tótem es un tabú. En el mito judeocristiano fundador, el árbol del bien y del mal no sólo no está oculto en el paraíso sino que lo centra: su carácter sagrado se contiene en los términos del veto. Sucede lo mismo con la tradición: es un tótem vuelto tabú por la prohibición máxima: “No romperás la tradición”.

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La fascinación que despierta todo tabú proviene de la intensidad del castigo prometido, tanto más descomunal cuanto que sólo se infiere. En el mito edénico, la advertencia no reza: “Si comieran de este árbol mi ira no tendría fin”, y menos aún “Serán expulsados del paraíso”. Igualmente esencial es que no se enuncien clara y escuetamente las razones del tabú. Nadie explica nada: ni por qué ello es una transgresión, ni por qué sería tan nociva la desobediencia, ni por qué el castigo resulta tan enorme que ni siquiera se pone en palabras.

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El sancionador se limita a imponer la ley y no se toma la molestia de explicarla: parece asumir que es obvia (en el sentido de la palabra inglesa self-evident), o acaso entiende que entrar en explicaciones sería revelar el misterio (su propio misterio), o quizá teme atraer en demasía la curiosidad de los sancionados (como si el propio tabú no fuera ya en sí mismo el mayor foco de fascinación imaginable), o tal vez lo avergüenza tocar el único tema restringido (en la jerga norteamericana: classified) en un orbe que fuera de ese punto parece regido por la libertad (es decir, por la permisividad).

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De no ser por la prohibición, el objeto o acto se invisibilizaría entre los demás. Es por ello transformado en tabú. Si es tan peligroso podría haberse colocado en un lugar lejano o incluso inaccesible. A la inversa, es puesto en el centro de todo, al alcance de cualquiera y, para colmo, se le singulariza con un veto terminante. Lo realmente difícil es la obediencia. Lo casi imposible es respetar ese “No romperás la tradición”.

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Sin embargo, si el sancionador no enuncia es por una razón ulterior: todo debe ser sobreentendido a partir de su no enunciación. Y es que debe modular el veto de tal manera que el sancionado no acate del todo la sanción. Si obedece totalmente, el tótem no existe porque será temido y respetado y terminará por ser invisibilizado como a un objeto cualquiera. El tabú sólo existirá si la prohibición educa a la criatura (sin palabras, con su propia presencia); esta educación comienza alertándola de la existencia de contextos mayores (en palabras de Paul Klee: “lo visible es sólo un ejemplo de lo real”) y lanzándola en un camino de interrogación.

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El mandamiento “No romperás la tradición” es la única manera de que la tradición no se rompa por sí misma.

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El tótem parece una superstición arcaica sólo cuando (de manera más que paradójica) se le toma literalmente. Tal vez tomarlo de modo literal equivale a una especie de venganza, puesto que el tótem consiste en la prohibición de ciertas formas de lo literal, y a fin de cuentas, aunque no prohíba a todas estas formas sino sólo a unas cuantas de ellas, toma a lo que antes era un “todo”, lo abre y lo revela como parte de un todo mayor.
          Toda la cultura occidental se basará en lo literal: sólo ahí Occidente reconocerá la presencia de la realidad, y su prueba mayor será tomar literalmente lo que ha nacido como metafórico, simbólico, mágico.

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Cualquier mito se vuelve ridículo cuando se le toma literalmente; de ahí la sorna de Papini cuando se ríe de una divinidad que crea a la luz antes de crear a los soles. Sucedería lo mismo con toda metáfora, pero hay una zona del lenguaje que “racionaliza” a lo metafórico y lo vuelve aceptable; de esa manera podemos decir “las patas de la mesa” o “la falda de la montaña” sin imaginar literalmente patas de animales en una mesa o una montaña con falda. Pero fuera de estos usos aceptados, la metáfora molesta a la mentalidad racionalista, que ve en ella un primitivismo, una tendencia a lo pueril.
          Lo literal se ha vuelto, pues, una tradición, y el pensamiento metafórico se ha transformado en una ruptura inaceptable. Occidente toma del pensamiento metafórico lo que le conviene, pero nunca le reconoce una existencia. Es sólo por ello que tótem suena a religión de salvajes, cuando es en realidad el punto más alto: la invención de la humanidad como tradición.

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La familia endogámica no sólo se niega al “comercio” con el exterior sino a todo cambio, comenzando por el tiempo mismo. Vive en un encierro contradictorio, un estancamiento que termina por destruirla. De manera muy curiosa, la tradición nace como ruptura de ese estancamiento. Es en sí una “vanguardia”, puesto que el tótem incorpora el cambio, asume el movimiento, anhela a la otredad y, en una palabra, acepta el tiempo. Una aceptación metafórica, es cierto, pero que lo cambia todo.

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Si se coloca en los términos de Peter Handke (expuestos en su brillante libreto teatral Kaspar), el objeto singularizado por el veto ha entrado en contradicción. Ya no es como los demás objetos porque ahora tiene una historia, aun cuando nada parezca haberle sucedido todavía. Ya no coincide exactamente con las palabras de su descripción. Es lo que parece, y algo más. Está fuera de orden y, en más de un sentido, fuera de realidad. Quien lo contempla se da cuenta, oscuramente, de que si puede existir un objeto fuera de la realidad, ésta debe ser redefinida. El tótem es, de hecho, la realidad (la tradición) que demanda tener una historia a través de la cual sean posibles las redefiniciones.

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Tener una historia es estar fuera de orden. Pero para que haya orden debe haber historias. La historia es la parte de un orden que está fuera del orden. Sólo hay orden si una parte de éste se desordena y brota una historia que lo reordena. El orden (la tradición) es lo que está fuera del orden.

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Las historias transmiten la tradición, y la primera tradición es el acto de contar historias. Pero lo que ellas transmiten es la ruptura: una ruptura lo suficientemente rápida como para alterar la tradición (renovarla) sin volverse ella misma una nueva tradición. Es ahí en donde surgen todas las manipulaciones imaginables.



miércoles, 16 de enero de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (IV: Tótem y tabú)


DGD: Redes 179 (clonografía), 2012

(IV) Tótem y tabú

Cuando se menciona la palabra “tótem”, numerosas personas piensan automáticamente en tribus primitivas, en supersticiones arcaicas, o bien en curiosos objetos folclóricos con los que decorar el jardín. Sin embargo, se trata de la creación cultural más alta y a la que el homo sapiens debe el no haber desaparecido.

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En Tótem y tabú (1913), Freud recoge las investigaciones de antropólogos ingleses como McLennan y Tylor, autores de la fórmula “el totemismo es el fetichismo más la exogamia y la filiación matrilineal”.
          Según la hipótesis central de Tótem y tabú, la experiencia filial del varón en el patriarcado (el complejo de Edipo y su “salida” a través de la castración simbólica del padre) repite a escala el origen de las sociedades (el parricidio perpetrado por el clan de hermanos y la “cena totémica” en la que éstos hacen una internalización del padre y su autoridad). La cultura y el Superyó tendrían un origen común.
          Ocupado en demostrar esta hipótesis, Freud desatiende un punto anterior y más esencial. El principio más inmediato, concreto y evidente de unión en un grupo son los lazos consanguíneos; sin embargo, las familias endogámicas terminan por destruirse, puesto que sólo validan y protegen a los integrantes ligados por la sangre; este es el nivel literal, el de las familias (en plural: clanes aislados, ajenos entre sí aunque vivan en una misma comunidad). Entonces aparece el tótem, una construcción mediata, abstracta y no evidente cuya función unificadora va más allá de lo literal: este es el nivel simbólico, el de la sociedad (familia de familias, clan de clanes relacionados entre sí aunque vivan en distintas comunidades).

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Gracias a la imagen totémica (que puede ser un animal, un árbol, una montaña o una fuerza natural como el relámpago, la lluvia o el fuego), una familia puede formarse ya no sólo con los parientes directos; dicho de otro modo: el parentesco que liga a los integrantes de un grupo ya no es sólo literal (biológico) sino totémico (simbólico): ha nacido la humanidad como tradición.

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Luego de la aparición del tótem la consanguinidad sigue teniendo un lugar preponderante, pero ya no es única: está envuelta en un contexto superior. Lo literal se revela como parte de lo metafórico. Aún más: la metáfora se erige como la fuente del poder de lo literal. No otra cosa es la magia: tomar un todo y develarlo como una parte de un todo mayor.

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La consanguinidad es lo literal, lo evidente, lo inmediato (es lo que se conoce como parentesco cognaticio: relaciones que surgen a través de una descendencia común desde una determinada pareja). Lo totémico es una ruptura de estos valores que, a través de lo simbólico, lo oculto y lo invisible, busca capturar un orden mayor (la agnación o parentesco agnaticio es una relación civil o jurídica que no supone necesariamente relación de sangre).

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Para que una comunidad de comunidades —una sociedad— no se comporte como una familia aislada, es decir para que no se cierre en sí misma y desaparezca debido a ello, el tótem aparece con la función de mantenerla abierta y en movimiento. De ahí el tabú, la prohibición del incesto literal.

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El tabú es un tótem, y a la inversa. Está en la palabra misma. Al parecer, el término tótem deriva de la palabra ototeman, que en la lengua algonquina de Ojibwa (América del Norte) equivale a “él los origina”, o bien “él es de mi parentela”. La raíz gramatical ote significa una relación de sangre entre hermanos que tienen la misma madre y no pueden casarse entre ellos. Sin embargo, lo que en un nivel es prohibición, en otro es incentivo.
          Porque si el tótem convierte a los miembros de una comunidad en parientes metafóricos, sigue habiendo un incesto simbólico, puesto que en el nivel de la metáfora todos ellos son parientes entre sí. Se proscribe el incesto literal (lo cerrado) al tiempo que se incentiva el incesto metafórico (lo abierto).
          La tradición es una consanguinidad metafórica, o mejor dicho, sagrada, que requiere la prohibición de lo literal o profano para conservarse. El tabú es indispensable al tótem.

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En su primera teoría sobre el totemismo, el funcionalista Alfred Reginald Radcliffe-Brown (1881-1955) encuentra la clave en el sentimiento que lleva a una comunidad a una conducta colectiva ritualizada cuyo símbolo es un objeto que los individualiza. Sentimiento, no superstición; conducta colectiva ritualizada, no rito impuesto (es por ello que el totemismo no es una religión); objeto que individualiza al abrirse a un orden cósmico (tradición), no al cerrarse a él.
          Lévi-Strauss se encargó de rescatar el significado simbólico del totemismo, e insistió en calificar como eminente a la inteligencia y cultura de estos hombres a los que la modernidad contempla como “primitivos”.

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El incesto literal cobra varias formas. En numerosas tribus ingerir la carne de su animal totémico era equivalente a devorar a un individuo de su misma especie, práctica tabú en muchas regiones.
          Lévi-Strauss define al totemismo como un modo elemental de organizar la experiencia humana, un sistema hereditario de ordenamiento cuya forma estructural sobrevive aun cuando la propia estructura sucumba: siempre hay un tótem mayor.

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La cosmovisión totémica es asombrosa: los hombres “primitivos” percibieron que no basta romper una vez lo literal y abrirlo a lo simbólico, metafórico o mágico, puesto que los sistemas tienden a absorber símbolos, metáforas y modos del pensamiento mágico y a volverse, una vez más, literales en el siguiente nivel. Así, los mitos y rituales totémicos se relacionan con un sistema vivido en todos los niveles, a la vez sucesiva y simultáneamente, es decir rompiendo siempre a los sistemas cuando se cierran y abriéndolos a un nuevo nivel más grande.

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sábado, 5 de enero de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (III: Naturaleza y civilización)


DGD: Textiles-Serie roja 28 (clonografía), 2012

(III) Naturaleza y civilización

Una de las encarnaciones más espinosas de la dicotomía tradición-ruptura surge cuando toma la forma naturaleza-civilización, o instinto-razón. La sociedad entiende que el contacto con el mundo natural es indispensable para el equilibrio psíquico del hombre urbano, y proporciona a los ciudadanos dos formas de ese contacto; por un lado, la “experiencia inmediata” se les ofrece en zoológicos, invernaderos, museos, parques y jardines, aunque esto tiene más bien un sentido “simbólico”, de naturaleza pasteurizada y descafeinada, casi diríase sustitutiva y de mera representación. El resto, la “experiencia mediata” o in situ (la parte mayoritaria por ser más verdadera), se surte al ciudadano medio —que no puede costear safaris o cruceros— por medio de la industria del entretenimiento.
          Instituciones privadas, dotadas de grandes presupuestos y revestidas de autoridad, mantienen canales televisivos de programación documental ininterrumpida. Un verdadero caudal de documentalismo se encarga de llevar “al seno del hogar” las imágenes de lo que sucede en muy diversos puntos del globo (o en el remoto pasado por medio de las técnicas de animación por computadora), de la mano de aguerridos exploradores y especialistas que se internan en el corazón mismo de lo “salvaje” y transforman su experiencia en imágenes de consumo masivo. El documentalismo actúa en principio como un importante divulgador de la ciencia.
          De modo vicario pero no menos resonante, el telespectador visita los polos, los desiertos, las tundras, desciende a los abismos marinos y trepa a las cimas inaccesibles en una visita virtual al vasto mundo desconocido que rodea a las ciudades. En teoría, lo único que circula aquí es la información, y sería el último lugar para buscar una ideología. Pero es uno de los primeros en donde ella se encuentra.

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De una manera natural (y en el uso de este adjetivo está la clave), la televisión asume esta labor. Los documentales son prioritariamente televisivos y muy rara vez cinematográficos, puesto que se sobreentiende que el medio electrónico es eminentemente divulgativo, mientras que el cine es más imaginativo y reflexivo (en la industria del esparcimiento son muy raros los documentales de largometraje, puesto que la gran soberana en esa industria es la ficción).
          Quien consume una buena cantidad de estos documentales televisivos, advierte por reiteración las reglas de este juego, es decir las condiciones que debe reunir un documental para ser digno de integrarse en la tradición pedagógica de un determinado canal televisivo (en Estados Unidos es, de hecho, la única clase reconocida de televisión cultural); estas condiciones son tres ante todo: objetividad científica (frialdad), neutralidad ideológica (antimaniqueísmo) y mostración desapasionada (rechazo tajante a la antropomorfización). A través de estas reglas se garantiza la imparcialidad y, aún más, la verdad de lo mostrado; y desde detrás de lo mostrado surgen por sí mismas las “leyes de la naturaleza”, iluminadas por la verdad, apoyadas por la evidencia y sancionadas por la autoridad.
          Mostrar es definir pero no a través de palabras: las leyes del mundo mostrado son menos enunciadas que sobreentendidas. Y la primera y más esencial de esas leyes es la devastación absoluta, sin principio y sin final. La rapiña infinita se repite en ciclos que, superpuestos, no ofrecen otra evidencia objetiva y científica que la de una megacarnicería.

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A cada imagen del torrente icónico, las “leyes” se decantan por sí mismas; no se pronuncian sino se hacen sentir (no pasan al acervo verbal del espectador, en donde podrían ser discutidas, sino a su acervo sentimental). Si se tratara de ponerlas en palabras habría que decir: “el pez gordo devora al chico”, “sólo sobrevive el más apto, según el principio de la selección natural”, “toda criatura responde a un ‘instinto básico’: matar o ser matado”.
          Por una extraña “coincidencia”, estos son los mismos principios del llamado darwinismo social, doctrina que sin el menor escrúpulo quiere pasar del naturalismo de Darwin a la ideología y dar de una vez por todas un origen biológico a la agresividad humana.

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El repudio que el documentalismo naturalista televisivo dice tener respecto a la antropomorfización, implica de entrada separar a la humanidad del mundo animal; mil veces se nos dice que en los animales no hay amor sino únicamente sexualidad; que no tienen hijos sino crías; que no poseen más lenguaje que una comunicación elemental; que no forman familias sino manadas; que carecen de toda forma de pensamiento complejo y se limitan a reaccionar instintivamente, etcétera.
          Una vez establecida la apabullante “superioridad” humana (en el sentido exacto de la palabra supremacía, la condición que permite y justifica a toda rapiña del mundo humano sobre los orbes “inferiores”: el animal, el vegetal, el mineral), viene entonces un muy curioso proceso, puesto que de maneras más o menos subliminales son rotas las condiciones que acababan de establecerse con insistencia, y entonces la manada es inferida como “familia”, las crías como “hijos”, el instinto como forma embrionaria de la razón, etcétera.
          Así, el espectador es una y otra vez conmovido a través de manipulársele la compasión (situaciones que ponen en peligro a la “familia”), la ternura (cachorros en peligro) o la identificación con determinado animal al que la cámara sigue como “protagonista” (destino manifiesto: del débil a sucumbir, del fuerte a dominar). El trasfondo de Caminando con dinosaurios es, a fin de cuentas, el mismo de Bambi.

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Sucede lo mismo con el odio manifiesto hacia el maniqueísmo: se nos insiste en la objetividad de la mirada documental y en que la naturaleza no consiente adjetivos humanos, y sin embargo en el documentalismo televisivo no hay otra cosa que predadores letales y víctimas condenadas (de igual modo que en el melodrama maniqueísta sólo hay buenos y malos). El “desapasionamiento” sólo sirve para fundamentar una sensación de horror y rechazo en el espectador; si éste cambia el canal a un programa de noticias, en realidad no ha cambiado el canal: sólo habrá percibido el sustento biológico de la devastación que le muestran las “actualidades periodísticas”. Porque cuando existe un determinismo biológico, toda ética, así como todas las humanidades, resultan tan superfluas como indeseables y contraproducentes. Son debilidades en un mundo en donde sólo sobrevive la fortaleza monolítica y la realidad de los objetos.

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Una enorme excepción (ruptura en más de un sentido) se contiene en dos documentales de largometraje en co-producción franco-italiana y formato cinematográfico: Microcosmos (1996) y Génesis (2004), de Marie Pérennou y Claude Nuridsany. Una buena presentación de ambas propuestas es el epígrafe de la segunda: “Estar vivo es tejer una historia desde un principio que no recordamos hasta un final del que no tenemos la menor idea”.
          Puesto que ambos documentales (complementados con La clé des champs, 2011) se separan de la tónica general de “expresar verdades de la ciencia”, de modo muy curioso se les ha acusado de “antropomorfización”. “Nuestro principal objetivo”, dice Nuridsany, “fue estimular el vínculo fraternal entre el mundo animal y el humano sin caer en el antropomorfismo. [...] Nuestra idea fue la de generar una especie de vínculo en la mente del espectador para que tal vez diga: ‘Después de todo, no soy tan diferente de estas criaturas a las que solía ver con desprecio y horror’”.
          Marie Pérennou va más allá en las implicaciones de la acusación: “A veces nos preguntan si ponemos sentimientos a los animales. Eso pone de relieve el tema del antropomorfismo, que consiste en aplicar a los animales sentimientos y emociones a partir de nuestra comprensión del mundo. En general nos dicen que es muy peligroso el antropomorfismo, y claro que lo es, si se practica en exceso: se puede caer en una especie de delirio que se convierte en cualquier cosa. Pero prohibir por completo el antropomorfismo me parece igual de peligroso. No podemos encasillar a todos los animales”.
          Y es que resulta absurdo pensar en que puede abolirse absolutamente la mirada antropomórfica, lo cual implicaría romper por completo los puentes con el espectador (o dejar de manipularlo). De lo que se trata en realidad es de proscribir los sentimientos, ridiculizarlos como “anticientíficos” y luego proceder a manipularlos. A la corriente ideológica que ha re-inventado a la “naturaleza” como gran coartada no le importa si se atribuyen o no sentimientos a los animales, sino eliminar la sentimentalidad de los seres humanos (solidaridad, compasión, empatía). Solamente individuos duros y “desapasionados” sirven para mantener un orden del mundo basado en la rapiña.

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En una de sus reseñas bibliográficas, Oscar Wilde escribió: “El peor uso que el hombre puede hacer de la naturaleza es convertirla en un espejo de sus propios vicios. Jamás los secretos de la naturaleza se revelan a quien se aproxima a ella con ese espíritu” (Pall Mall Gazette, enero 20 de 1888).


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El ajuste de óptica es preciso desde Microcosmos, cuya esencial invitación podría enunciarse así: “No resulta necesario ir a la luna, internarse en los abismos subterráneos o surcar las selvas amazónicas para hallar a la otredad, al misterio, a la naturaleza: basta mirar hacia abajo, a una mata de hierba silvestre”. Microcosmos se concentra precisamente ahí, en la zona más invisibilizada de lo cotidiano, para encontrar en lo inmediato lo que el documentalismo tradicionalista insiste en que sólo se obtiene por suma de esfuerzos y, sobre todo, en la mayor lejanía posible respecto al espectador.

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La co-directora de Génesis se opone al verdadero maniqueísmo, el de toda la ideología instintivista: “No es que en los humanos haya amor y en los animales sólo sexualidad. Existe una graduación y poco a poco el documentalismo la ha ido aceptando. Ha habido una apertura frente a algo que antes era un tabú. Y con eso aprenderemos mucho, porque hasta ahora hemos minimizado las capacidades de los animales”. Sin embargo, el tabú sigue siendo tabú: el ser humano continúa midiéndose por comparación con lo que considera “inferior”.

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No se trata de que Microcosmos o Génesis sean excepcionales porque tiendan a suavizar u ocultar la devastación, sino porque se niegan a colocar ahí el acento y descalificar a todo lo demás. Claude Nuridsany declara: “La película presenta a la muerte, pero sin connotaciones negativas: la muestra como la metamorfosis de las cosas”. He ahí la excepcionalidad, bien explicada por Marie Pérennou: “Los científicos no hablan de la misma manera que nosotros los narradores. Hacen constataciones: ‘Los átomos no mueren’. Cuando escuché eso me dije: ‘Estoy hecha de átomos, y la materia de la que estoy hecha no muere’. Es una idea vertiginosa. Quedé impactada porque me sentí pertenecer al resto del mundo, más allá de mi condición humana. Tuve un sentimiento mucho más global”. Se trata de la única globalización a la que no fundamenta el nuevo orden mundial, porque es la única que no opta por lo unidimensional.

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A fin de cuentas podría entenderse la mirada de esos dos documentales como oriental, y así lo revela esta afirmación del narrador de Génesis, Sotigui Kouyaté: “La vida es una forma que perdura, una forma que lucha contra el tiempo, una forma que perdura obedeciendo a la ley universal que empuja a toda cosa organizada hacia el desorden, el caos; y es más extraño todavía: una forma que permanece idéntica a sí misma aunque la materia con la que está hecha se renueva sin cesar. Mi boca, mi lengua, mis labios que te hablan, cambian continuamente sus células sin que yo me dé cuenta. Cada hora del día, millones de células en ellos mueren y son remplazadas en mi cuerpo. Por tanto, yo soy todos los días yo, de la misma manera en que el río es el mismo aunque agua nueva corre por su cauce. No estamos hechos de materia, sino de formas irregulares de materia, de ríos vivientes y briosos, que trazan su curso sinuoso en el paso del tiempo”.
         Esto último es una visión oriental, integradora, de lo que Occidente sólo puede contemplar como la dicotomía entre tradición y ruptura. Podría ponerse en otros términos: “La vida es una tradición que permanece idéntica a sí misma aunque la materia con la que está hecha se renueva sin cesar, es decir que está en constante ruptura de sí misma. La verdadera tradición está hecha de formas inciertas, ambiguas, contradictorias, paradójicas, que irrumpen y trazan su curso en el paso del tiempo”.

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Cuando el discurso de la conveniencia quiere privilegiar una supremacía, no duda en calificar al ser humano como la cúspide de la evolución, la forma biológica más exquisita y desarrollada; cuando, en otros momentos, pretende justificar la predación, la mentalidad fascista y la deshumanización, surge el instintivismo (esencial vocero ideológico de la ultraderecha) para gritar que el hombre no es otra cosa que un “mono desnudo”. En todo este proceso resulta evidente que la definición de la palabra “inteligencia” es precisamente la que le dan los aparatos policiacos y las agencias de espionaje, es decir, des-inteligar no sólo las partes de lo humano sino las del equilibrio en el que éste se halla sumergido. Por una vez, Microcosmos y Génesis han intentado un uso de la inteligencia que sea una vuelta a una verdadera tradición.