miércoles, 25 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVIII: Apunte final y post scriptum)


DGD: Redes 37 (clonografía), 2008

(XXXVIII) Apunte final

“Hay algunas empresas en que el método adecuado es un desorden cuidadoso”, dice Melville en Moby Dick. Y Bioy Casares en “La trama celeste” lo corrobora cuando habla de las declaraciones de ciertas personas, que son casi siempre al azar y “cuya regla común es el desorden”. El desorden visto como regla (tradición), y un desorden cuidadoso como método adecuado (ruptura).

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En la sangrienta ironía de la magistral novela El desayuno de los campeones (1973), el gran escritor norteamericano Kurt Vonnegut incluye esta reflexión: “A medida que me acercaba a mi cumpleaños número cincuenta, me sentía cada vez más furioso y desconcertado por las estúpidas decisiones que tomaban mis compatriotas. Y después pasé a sentir pena por ellos, porque comprendí que comportarse de una forma tan abominable, y con unos resultados más abominables todavía, les resultaba totalmente natural: intentaban vivir como los personajes inventados de las novelas. Aquella era la razón por la que los norteamericanos se mataban a tiros con tanta frecuencia: era un recurso literario conveniente para acabar relatos y libros”.
          Pero la causante de este fenómeno no es la lectura (que aún en sus casos más primitivos exige un esfuerzo intelectual), y en donde Vonnegut dice “libros”, habría en realidad que decir “películas”. Es Hollywood —que implica a sus innumerables extensiones, comenzando por las series televisivas— el que impone un comportamiento abominable, con resultados aún más abominables, no sólo en los norteamericanos (aunque ellos son el primer “blanco” de esa estrategia) sino en el resto de los seres humanos, que son grandes consumidores de ese torrente de imágenes huecas y que a partir de su influencia tienden a vivir como personajes. No otra es la tradición de la “Fábrica de sueños”.

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En Los viajes de Gulliver, Swift hace que su personaje, luego de ser gigante entre pigmeos y pigmeo entre gigantes, concluya que “nada es grande ni pequeño sino por comparación”. Gulliver reflexiona que los liliputienses bien podrían encontrar “una nación cuyos pobladores fueran tan diminutos respecto a ellos como ellos respecto a nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales [los gigantes de Brobdingnag] será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?”.
          La tradición y la ruptura funcionan de igual manera: sólo son esto o aquello por mutua comparación. La tradición podría encontrar un estado de cosas aún más estancado que ella misma, con lo que se convertiría de inmediato en ruptura, por más inerte que fuera ella misma. Y la ruptura podría dar con una corriente aún más rauda que ella misma, con lo que se volvería automáticamente tradición, por más rapidez que reconociera en sí misma.
          Esta manera de ver las cosas parece insertarse de todas formas en el determinismo, pero quizá sea al menos un principio de sanidad en el enfrentamiento con este conflicto esencial. Porque ver una “tradición de la ruptura” se volvería sencillamente lo inverso de una “ruptura tradicional” que, para escapar de sí misma, tendría que ser una “ruptura de la ruptura” lúcida y deliberada, es decir, constante en su inconstancia.

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La vida puede contemplarse como la tradición por excelencia, y la muerte como su ruptura, pero a su vez la vida es la ruptura de otra tradición a la que podría llamarse la nada o el vacío o el no-ser, mientras que la muerte tiene a su vez una ruptura, que es lo simultáneo, y por tanto, si tiene ruptura, es una tradición.

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“Si gustas de un determinado color”, dice Saint-Exupéry en Ciudadela, “no lo gustarás esparcido y uniforme; porque lo que en verdad embarga a tu corazón no es ni el amarillo ni el verde ni el rojo, sino las relaciones entre los colores.” El conflicto no reside en la tradición, ni en la ruptura, sino en la relación que ambas guardan entre sí. Resulta indispensable dejar de manipular esa relación (se le manipula para que signifique lo que el discurso de la conveniencia quiere que signifique) y tratar de entenderla, puesto que ello no implica otra cosa que entender a lo humano.

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[Post scriptum. Cuando se dice “conservar las tradiciones”, en referencia a rituales como el Día de Muertos en México, evidentemente se está hablando de una tradición muy distinta que cuando se dice en el mismo país que la tradición es la corrupción. En el primer caso se habla de una tradición enraizada en la cultura (legítima) y en el segundo de una tradición manipulada (sin raíces, hechiza, diseñada por y para el poder). La ruptura de aquella tradición equivale a la pérdida de raíces y al olvido, mientras que la ruptura a la segunda es un acto de oposición al consenso político y a los media, sus sirvientes.
  El conflicto entre tradición y ruptura, y entre tradición legítima y tradición manipulada es sin duda el tema esencial de nuestra época (y sin duda de cualquiera otra) y resulta complejo precisamente porque no puede resolverse, al menos no del modo en que estamos acostumbrados a “resolver” los conflictos.
  Todos queremos respuestas sencillas y prácticas, y cuando no las encontramos sentimos que se trata de un error en quien no las encuentra, y eso acierta en la inmensa mayoría de las veces, pero no en este caso.
  Es necesario aceptar el hecho de que no siempre un conflicto puede resolverse de manera rápida y satisfactoria, y ni siquiera mediata y satisfactoria a medias. Hay ciertos conflictos que sencillamente no pueden resolverse, y este es uno de ellos.
  Y he aquí ya, como en un regressus ad infinitum, una nueva inmersión en el mismo conflicto: estamos acostumbrados a “resolver conflictos”, no a aceptar la existencia de conflictos irresolubles, lo que implica al menos el atentar contra aquella costumbre. Dicho de otra manera: acostumbrarse es tradición y la ruptura a esa tradición equivale a un esfuerzo por desacostumbrarse. Tal acto de desacostumbrarse implica en este caso abrirse lo suficiente como para que un conflicto irresoluble no nos ponga precisamente en conflicto.
  El conflicto tradición-ruptura obsesionó a Octavio Paz, y sus detractores lo acusan de “no haberlo resuelto”. Eso es muy injusto, porque, como se ha dicho, no se trata de “resolverlo” sino de verlo en toda su dimensión.
  El experimento del libro que aquí se cierra (pero los libros sólo se cierran de manera provisional) ha tenido esa aspiración: mirar con detenimiento, desde muy distintos enfoques, los niveles del conflicto esencial en su propia irresolución.
  Ha sido interesante publicar un libro completo, capítulo a capítulo a medida que se escribían. Mi reconocimiento a quienes me siguieron en esta aventura. (DGD)]

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lunes, 16 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVII: Apuntes finales 8)


DGD: Textil 98 (clonografía), 2009

(XXXVII) Apuntes finales 8

La historia (es decir los historiadores) nos hace aceptar una sola ley: que el pasado no podría haber sido de ninguna otra forma. En la balanza “dialéctica” inferimos, por tanto, que el futuro es lo inverso, es decir un campo totalmente abierto que podría ser de todas las formas posibles. Pero si ese pasado que no podría haber sido de otra forma crea a este presente, no lo crea como un fiel de la balanza en el que las posibilidades se abren, puesto que el presente, de manera rauda e instantánea, se convierte en ese pasado incambiable y monolítico, lo cual significa que tampoco el presente podría haber sido de otra forma, y tampoco el futuro, que no podrá ser de ninguna otra forma que tal como el pasado y el presente lo “revelan” (lo prefiguran o, dicho sin eufemismos, lo condicionan).

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La historia está hecha para “hacer” el futuro exactamente igual que como “hace” el pasado. La historia es la “forma”, la única forma de ese presente desde el que se lee el pasado y se prefigura el futuro. Por eso el presente (la modernidad) se afana tanto en describir el pasado de cierta forma, que es la misma forma de describir el futuro. Y aquí “forma” no equivale a “modo” sino literalmente a “molde”. Una época debe superar (obliterar) a las épocas anteriores: sabe que será igualmente superada (borrada) por las épocas subsiguientes, y el único modo que tiene de perdurar es confundiéndose con la historia, disolviéndose en la única forma en la que el futuro tendrá por fuerza que entrar y caber.

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Describir es redactar. La Historia (el pretérito) se vuelve historia (relato, en el sentido literario). Y no “una” historia sino la Historia. La Historia con mayúscula no es el “modo” de contarla sino la perduración de un molde. Ese molde no está hecho para aceptar que podría haber otros moldes (otras descripciones del pretérito humano, otras redacciones, otros relatos) sino a decir: “la Historia es así porque el Hombre es así”.
          Este último es un sobreentendido, pero no lo es —ni por asomo— la inversión: el hombre es así porque la historia es así. Quienes en general escriben la historia son seres humanos convencidos de que no podría haber sido de otra manera. Y como los historiadores dejan a los filósofos el problema del ser, no se plantean la frase completa: “no podría haber sido escrita de otra manera”. Pero ya la Literatura sabe muy bien que todo puede ser escrito de otra manera.

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La tradición es hacer la Historia, es decir, hacerla caber en la forma exclusiva, y las rupturas son los reacomodos: del pasado, del presente y del futuro, en esa forma que permanece intacta sólo porque se respalda en su apariencia de inevitable, y únicamente porque se destruye sin fin y sin sentido.

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“Sin aventura, la civilización se halla en plena decadencia”, afirma Whitehead en Adventures of Ideas (1933). Sin duda Whitehead protesta ante un exceso de tradicionalismo, es decir de conservadurismo, y exalta al pensamiento imaginativo y libre. Y sin embargo, ¿qué aventura es aquella que resulta indispensable para evitar una decadencia? ¿La verdadera aventura no implica una completa independencia de utilidades, funciones y moralejas? ¿No estriba su máxima riqueza y su mayor privilegio en encontrar lo inesperado, como bien sabe el concepto de la serendibilidad (serendipity)?
          ¿No existe un equívoco de fondo cuando se equipara a la ruptura con la aventura y a ambas se las contrapone con la civilización? ¿No queda ésta definida, por tanto, como un sistema inmóvil (tradición) que para su sobrevivencia depende de ciertos pequeños movimientos subsidiarios, planeados y graduados (ruptura), cuya única función es evitar la decadencia del sistema? Las aventuras graduadas no pueden encontrar sino aquello que se halla dentro de los términos de su propia graduación. A fin de cuentas: esta planeación de rupturas funcionales, ¿es parte de la civilización, o más bien de la decadencia misma? (¿De ahí la sospecha de tantos artistas a lo largo de la historia, sospecha según la cual los verdaderos sinónimos son civilización y decadencia?)

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En efecto, un exceso de tradicionalismo lo es de conservadurismo, puesto que la “tradición”, antes que definirse por sus “valores”, es en primerísimo lugar definida por el intento de conservarse, de sobrevivir, de perdurar. Si la tradición es lo que se conserva a sí mismo, la ruptura es lo que se autodestruye y a la vez lo que, al destruirse, fomenta la conservación de la tradición.
          (Las rupturas son en sí mismas conservadoras, al menos en un cierto sentido: la anarquía, la revolución, la vanguardia no buscan destruir todo orden, sino imponer otro orden —político, social, artístico— más justo, más humano, más profundo.)
          En los discursos mayoritarios se acepta un “vaivén” entre dos polos; en uno de ellos está la tradición (conservadurismo) y en el otro la ruptura (liberalismo, no entendido en el tan conservador sentido que le da la modernidad sino, casi etimológicamente, como anarquía, revolución, vanguardia, es decir como acto de un albedrío en verdad libre, y no, como es en la modernidad, sólo teóricamente libre). Pero es claro que ese “vaivén” no se da entre dos polos, puesto que el polo-ruptura no es más que una parte “inevitable” del polo-tradición. Es decir que no hay reciprocidad: la ruptura es tradición en un cierto sentido, pero la tradición no es ruptura en ningún sentido. Más que un “vaivén” (un orden que busca su equilibrio en sucesivas acentuaciones en la escala), la imagen resultante es más bien la de un simulacro, una puesta en escena, un trompe-l’oeil de muy misteriosas motivaciones.

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Un ejemplo extremo pero elocuente es la pornografía, cuya definición global corresponde exactamente a lo que en las ciudades se llama “zonas de tolerancia”, es decir, una ruptura programada, férreamente regulada y siempre en auge. Es una “industria de la ruptura”, lo mismo que el rock. Si el porno “desahoga” es porque la tradición “ahoga”, sin duda por definición. Pero la ruptura no “desahoga” por definición, sino por encargo y compensación. A fin de cuentas existe tanto una burocracia encargada de ahogar, como otra de desahogar. Ambas están íntimamente ligadas, y una no puede funcionar sin la otra, puesto que una desahoga en la medida en que la otra ahoga. (Es como la mafia, que vende protección; ¿contra qué?, contra la propia mafia: ella ahoga y luego cobra por “desahogar”; ¿realmente y en serio puede llamarse a esto “tradición” y “ruptura”?) Ambas son industrias florecientes, y sin duda el plural no vale: son una sola industria cuyas dos partes garantizan la “circulación”, que en lenguaje oficial se llama “progreso” y hasta “evolución”.

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Si en efecto civilización es sinónimo de decadencia, los medios de que se vale para sobrevivir ya no son positivos, sino negativos: no se trata de eliminar la decadencia, sino de decaer un poco menos. En palabras más llanas: retardar lo más posible la inevitable aniquilación. Triste papel de la ruptura programada. Y sin embargo, nada prueba que la decadencia sea realmente inevitable. Muchas voces exclamarán con un dejo de pesadumbre (sadder and wiser) que la historia no prueba otra cosa. Sin embargo, ¿es esto en sí una “prueba”, o más bien un mero argumento conservador? La decadencia (la tradición) se decreta absoluta, y perdura gracias a las modalidades (las rupturas) que le ofrecen los descontentos, los soñadores, los “idealistas”. Pero no es más que eso: un decreto, un acto de poder. Más allá sigue la vida verdadera, esperando.



viernes, 6 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVI: Apuntes finales 7)


DGD: Textil 125 (clonografía), 2010

(XXXVI) Apuntes finales 7

En Essence of Life (2002), documental de Greg Carson sobre Koyaanisqatsi (1983) de Godfrey Reggio, este último habla de sus intenciones en la célebre trilogía Qatsi:

Lo que trato de mostrar es que en la actualidad el suceso principal no es visto por los que vivimos dentro de él. Vemos la superficie en los periódicos —la obviedad del conflicto, la injusticia social, los avatares del mercado y la cultura—, pero el suceso principal, acaso el más importante de toda la historia, pasa fundamentalmente desapercibido, y no hay nada en el pasado comparable a este suceso. ¿Cuál es tal suceso? Es la tecnología, que ha sustituido a la naturaleza como ambiente y anfitrión de la vida humana. La tecnología de masas es ahora todo ambiente y todo anfitrión de lo humano. Así pues, mis películas no tratan de los efectos de la tecnología o de la industria sobre la gente, sino que tratan de decir que todo —política, educación, economía, lenguaje, cultura, religión—, y me refiero a todo, existe dentro de un único ambiente: el de la tecnología. Mis películas no hablan del efecto de algo exterior a nosotros, sino de algo dentro de lo cual existimos. No es que usemos a la tecnología: la vivimos. La tecnología se ha vuelto tan ubicua como el aire que respiramos, de tal manera que ya no somos conscientes de su presencia. En estas películas quise romper la usual fachada del cine tradicional (los actores, las caracterizaciones, el argumento) para concentrarme en el telón de fondo, y moverlo al primer plano, convertirlo en el protagonista y ennoblecerlo con las virtudes del arte del retrato para volverlo presencia.

Para Reggio un modo de vida verdaderamente tradicional (la naturaleza como el fundamental anfitrión y ambiente de la vida humana) ha sido sustituido por el modo “tradicional” (la tecnología), que ya ni siquiera es “modo” porque no tiene alternativas: es tan exclusivo y totalitario que deja de notarse, puesto que no tiene nada con qué ser comparado. Es la única “presencia”, y su estar presente se basa en convertir en ausencias a todas las posibles opciones: una conquista. El único lenguaje que la modernidad habla es el de la tecnología, aun cuando hable de temas que parecerían ajenos a lo tecnológico (tiempo, verdad, belleza, sentido...). Cuando se habla de “conquistas” amorosas o de “conquistas” de la ciencia, no son el lenguaje amoroso o el científico los que hablan: es el lenguaje del poder. El poder quiere erigirse en tradición, a toda costa, cueste lo que cueste.

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Ya ni siquiera puede decirse que la vida está “inmersa” en la tecnología, sino que se ha logrado que ésta sea la vida misma. Cuando se dice “modo de vida” se implican otros modos posibles, así sea en mera teoría; hay algo realmente diabólico cuando la frase “modo de vida” es sustituido por “vida”. Decir inadvertidamente tecnología cuando se quiere decir vida es sin duda la máxima rapiña. Ello significa que si la tecnología tiene alguna verdad, es la que ha robado a la vida misma.

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La gran ciencia-ficción especulativa del siglo XX no arrojó otra advertencia que la de ese robo, ¿y qué sucedió? Que hacia los años ochenta fue acallada por el arribo aplastante de la corriente cyberpunk, que eliminó a toda otra posible forma de la ciencia-ficción. Ésta dejó, pues, de ser especulativa y se volvió una enésima forma del canto a la tecnología y a la vez de regodeo en la degradación, la deshumanización y la rapiña como tales, ya ni siquiera bajo el pretexto de la “purga moral”. (Revísese la línea recta que va de Blade Runner a Elysium.)

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Tomás Segovia intenta una pertinente matización cuando afirma que “Nuestros padres los románticos no querían destruir el oficio, sino vivificarlo: volver a hacer que la técnica pasara por el cuerpo, por la carne, por el tiempo real y por la oscuridad del individuo concreto. La frontera entre lo que se quiere cambiar y lo que se quiere suprimir ha sido siempre escurridiza”.
          Aún más contundente es este párrafo en que el propio Segovia denuncia la estandarización de la ruptura: “La insistencia publicitaria en que los productos de consumo vendidos en masa distinguen individualmente a cada consumidor nos ha enseñado que querer ser ‘diferente como todo el mundo’ es la manera más estúpida de dejarse robar la iniciativa; del mismo modo, la multiplicación de la originalidad y la masificación de la rebeldía nos ha hecho a todos rutinarios y sumisos”.

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En Vida y obras de don Diego Velázquez (Madrid, 1899), Jacinto Octavio Picón dice: “Por grandes que sean las condiciones intelectuales o la habilidad técnica de un hombre, ninguno puede erigirse conscientemente en reformador, porque no es dado a un individuo sobreponerse a lo presente, mucho menos en manifestaciones tan personales y libres como las artísticas”. Las voces más modernas son las que más lejos están de la modernidad, a siglos de distancia.

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En El tiempo en los brazos, Segovia observa: “Lo que tiene de malo lo libresco es que al remitirnos constantemente a la cultura anterior parece dar más valor a esa cultura como tal que a su aplicación viva. La cultura anterior no debe ser rechazada, pero sólo debe usarse en cuanto aplicación viva, sólo en cuanto asimilada y transfigurada ya en sensibilidad del mundo”. Quienes dan valor a la cultura como tal (críticos, historiadores, académicos) se dejan engañar y acaban por hacerse siervos de la Historia. Es a esto a lo que tradicionalmente se llama “tradición”: a conducirnos una y otra vez al mundo puramente histórico como a un museo (o mejor dicho, a un mausoleo) en donde nada se toca con las manos desnudas, lo cual significa abrir aún más el abismo que nos separa del pasado, traicionar a la verdadera tradición.
          La misión de la poesía y del arte modernos —insiste Segovia—, es la aplicación viva del pretérito en el presente, con lo cual se nos restituye a la naturaleza y a nuestra naturaleza. La única ruptura que no transige con el poder es aquella que se vuelve contra la “tradición” y la despoja de esas comillas con objeto de fertilizar el desierto en el que vivimos (el mundo histórico). La verdadera tradición no es otra cosa que el agua viva y natural, indispensable para la vida.

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En El pabellón de la hiedra (1880) Stevenson reflexiona acerca de “las imperiosas circunstancias que dirigen a los designios humanos y que a veces y sobre todo, según los caracteres, casi excluyen el libre albedrío”. Apenas se revisa la teología con este enfoque específico, resulta evidente que el libre albedrío es el gran tema de todo discurso teológico. Las imperiosas circunstancias de las que habla Stevenson pueden ser, sí, en un nivel, el misterio mismo, pero en otro bien pueden ser vistas con un ligero cambio semántico: las circunstancias imperiosas, es decir, aquellas que todo imperio impone para que el poder prospere. Y éste prospera en la medida en que los seres humanos tengan un libre albedrío; porque ¿qué otra condición es necesaria para que el poder y el estado del mundo sean elegidos por aquellos que son las víctimas del poder y que sufren el estado del mundo? Y para que esto suceda, el poder debe primero erigirse en tradición, succionar toda vida de la historia y volver modernísimos a los habitantes de cada modernidad (por medio de la tecnología), mantenerlos ávidos de cambios y novedades para que nada fundamental cambie jamás.