lunes, 27 de enero de 2014

Fragmentario (XII)


DGD: Textiles-Serie blanca 9 (clonografía), 2008

Trabar conocimiento

Si una puerta o una ventana se traban, esto es algo excepcional que requiere un arreglo, una corrección que les permita volver a su funcionamiento habitual. Pero ¿por qué se dice entonces que dos personas “traban conocimiento”? Acaso se sugiere que la indiferencia y la ignorancia son lo habitual, y que lo más excepcional es trabarse en conocimiento. Y acaso, en última instancia, que el conocimiento de dos personas es incorrecto y requiere una corrección que les permita volver a su estado habitual, que es el desconocimiento. ¿O es que conocer es trabar los funcionamientos habituales de un universo que “naturalmente” tiende a la indiferencia y la ignorancia?

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Poesía y elección

“Elegirse” poeta es inútil, y acaso absurdo y contraproducente, a menos que sea la exclamación de un deseo insobornable. “Soy poeta” es una vanagloria y casi una balandronada. “Deseo ser poeta” es un decir a la poesía: “Deseo ser elegible”, y aún más directamente: “Deseo que me elijas”, e incluso: “Deseo que me desees como poeta”. Es como en el amor: no deseamos al otro sino al deseo del otro, deseamos ser deseados. La máxima humildad y la máxima soberbia: desear ser deseado por la poesía.

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El pecado puro contra natura

El catecismo católico italiano enumera i quattro peccati che gridano vendetta al cospetto di Dio (“los cuatro pecados que claman venganza ante Dios”): Omicidio volontario (“asesinato voluntario”); Peccato impuro contro natura (“pecado impuro contra la naturaleza”); Oppressione dei poveri (“opresión de los pobres”); Frode nella mercede agli operai (“fraude en los salarios de los trabajadores”). He aquí a la derecha y la izquierda en curioso equilibrio. Al menos hay en el cuarto pecado una clara presencia del pensamiento de izquierda, y en el tercero de ellos un aura de cristianismo primitivo (igualmente herético en tiempos de derecha).
          El primero coincide con las tablas de la ley quizás para dar al segundo todo su peso de tabla y de ley. Y en este último resulta muy interesante la redacción, puesto que el adjetivo no podría ser más explosivo. Evidentemente el adjetivo “impuro” se ha puesto ahí como superlativo, como gran énfasis intimidatorio, pero decir “pecado impuro contra la naturaleza” es implicar de inmediato a su contrario: no a una virtud acorde a lo natural, sino un “pecado puro contra la naturaleza”. Uno que, además, puesto que no está explícitamente citado, no es uno de los quattro peccati che gridano vendetta al cospetto di Dio. A la imaginación ferviente y fervorosa corresponde definir (y hasta asumir sin pena, puesto que no hay castigos asociados), al Peccato puro contro natura.

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El universo y el pizarrón

a José Emilio Pacheco

Se cuenta que en una de sus clases, Whitehead, hablando de las diferencias entre las diversas cosmologías, dibujó un gran círculo en el pizarrón y dijo:
          —Este es el universo, y no sólo el “conocido”, sino el universo entero, sin que uno solo de sus átomos quede fuera de la consideración. Pues bien...
          Entonces se levantó una mano y ese gesto lo interrumpió. Era una alumna conocida por sus compañeros por su carácter travieso y desafiante. Ella preguntó entonces:
          —¿Qué hay fuera de la línea?
          Whitehead la miró por un momento, pero no con expresión confusa, sino de “sé lo que estás haciendo”. Finalmente re-preguntó:
          —¿Quieres decir fuera del círculo que he dibujado?
          Ella asintió triunfal, como saboreando el haber puesto en aprietos al gran catedrático. Whitehead se limitó a gritar, con impaciencia:
          —Pues lo que hay es... ¡pizarrón!
          Whitehead ha querido crear un nivel para exponer algo que sólo en ese nivel resulta comprensible. La alumna se niega a aceptar ese nivel y pretende rebajarlo al nivel parcial, exclusivo y bajo que se llama “inteligencia”. Whitehead no juega ese juego, y se limita a decir que fuera de su nivel especial no hay más que niveles bajos y superficiales. Si la alumna no quiere entrar, que no entre, pero que no convierta su no-deseo (o su incapacidad) en barrera; sólo sin barreras podrá entrar quien sí quiera y tenga el valor y sea capaz de hacerlo.




viernes, 17 de enero de 2014

Fragmentario (XI)


DGD: Paisajes-Serie ártica 4 (clonografía), 2009

Enemigo silencio

En un bello libro llamado Anam Cara. El libro de la sabiduría celta (1997), John O’Donohue cuenta la siguiente anécdota:

En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a un viejo jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la condición de que previamente pasaran algún tiempo juntos. El periodista dio por sentado que tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él y lo miró a los ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió terror: le parecía que su vida estaba totalmente expuesta a la mirada y el silencio de un extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia mirada. Así se contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo, era como si se hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria. En cierto sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su vida.

Sin duda, la segunda parte de la moraleja es cierta, sobre todo porque al decirla el autor consiente la relativización “En cierto sentido”, pero la primera parte es falsa. Justamente después de haber pasado esta intensa experiencia, y cuando, en efecto, “la entrevista era innecesaria”, era precisamente el momento de iniciarla. Era el momento para comenzar el diálogo, que no sería tanto un conocerse (porque “era como si se hubieran conocido toda la vida”) como un dar comienzo a la parte más ardua del encuentro: poner en palabras ese abismal silencio en el que los interlocutores se han conocido. Justamente después de haber penetrado uno en lo más profundo de la vida del otro, y por tanto en la de sí mismo, era necesario asumir el mayor de los desafíos: poner ese silencio en palabras, para que no se lo tragara el Gran Silencio.
          El silencio nunca será amigo de lo humano, que es lenguaje; incluso los intersticios de silencio de ese lenguaje son lenguaje, mientras que el Gran Silencio no pronuncia sino más silencio.
          Basta imaginar el libro que habrían escrito esos interlocutores, y cuántas vidas habría cambiado ese libro. No queda sino lamentar que creyeran que “la entrevista (escrita, hablada) era innecesaria”, creencia que los llevó a dejar fuera de esta profunda experiencia al resto de sus semejantes.
          “El silencio es hermano de lo divino”, dice O’Donohue, y cita al Maestro Eckhart, según el cual “nada en el mundo se parece tanto a Dios como el silencio”. Precisamente por ello, mientras averiguamos si realmente sólo el silencio es grande, como quería el místico Alfred de Vigny, hablemos: es la única forma humana de acercarse a lo divino, que es en sí mismo callar.

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La mirada del maestro

Sólo Conrad fue capaz de ver, en un recién nacido, “el aire agitado de un pájaro atrapado en una red”. La metáfora es portentosa, magistral: ya podemos entender por qué tenemos esa misma sensación, que sólo ahora podemos poner en palabras, de algo que se inquieta en el fondo de los ojos de los recién nacidos: un alma que se estremece al verse atrapada en una red llamada cuerpo.

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Territorialidad

Se dice que los perros son “territoriales”, de acuerdo con esas mecánicas antropomórficas que se apoyan en similitudes forzadas. Porque hay aquí un deliberado error de apreciación: lo que los perros hacen no es marcar su propiedad sino su pertenencia. No marcan aquello de lo que son dueños, sino aquello a lo que pertenecen. Haríamos bien en ir hasta el fondo con el antropomorfismo y no sólo quedarnos en lo que nos conviene, es decir, en lo que conviene al poder humano para justificarse.

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La antigüedad del mundo

En la Roma antigua, el poeta latino Lucrecio, que vivió un siglo antes de Cristo, advertía: “A mi ver, el mundo no es antiguo; apenas acaba de nacer”. Ya en la modernidad en la que vivía Lucrecio se contemplaba al mundo como antiguo, puesto que este poeta niega esa idea según la cual el pasado es como una inmensa carga que aumenta a cada segundo y nos aplasta las espaldas. Dos milenios después de Lucrecio, a nosotros, lo mismo que a toda modernidad, nos toca decir exactamente lo mismo. Y no porque el mundo “recomience con cada modernidad”, sino porque literalmente acaba de nacer.

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La luna, por enésima y primera vez

¿Cuántas veces la literatura de todos los tiempos y latitudes ha hablado de la luna? Acaso tantas que más que nunca habría motivos suficientes para dar la razón a la apesadumbrada y maliciosa opinión según la cual todo está escrito y resulta imposible encontrar una fórmula verbal inédita que transforme a su pasado y por tanto a su futuro. Y sin embargo, el lector de Stevenson encuentra hacia la mitad de El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde la siguiente frase que parece de paso: “Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como si el viento la hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas”.
          Los cazadores de metáforas encontrarán tal vez numerosos antecedentes y hasta repeticiones casi literales; no importa, porque esta oración es esencialmente distinta de todas las que se le podrían contraponer en un vano intento por relativizarla: Stevenson ha dicho lo inimaginable, ha abierto la realidad, ha dicho algo nuevo y lo ha hecho con toda humildad, sin vanagloriarse de su hallazgo y por tanto sin exigir del lector un homenaje. Ahí queda el milagro, sin reverencias exigidas y casi sin rastro. No otra cosa es la verdadera poesía.




domingo, 5 de enero de 2014

Fragmentario (X)


DGD: Redes 44 (clonografía), 2008


De sueños

Mientras Villaurrutia afirma tener

miedo de no ser más que un jirón del sueño
de alguien —¿de Dios?— que sueña en este mundo amargo.
Miedo de que despierte ese alguien...
(“Nocturno grito”)

Owen exclama

Que ya despierte el que me sueña.
(“Discurso del paralítico”)

Es el mismo miedo y quizás la misma emoción, que se expresa de dos modos distintos. En Villaurrutia es la inmovilidad de la amargura, la desesperación causada por el miedo sostenido; en Owen es el arrebato, la demanda de que el suplicio termine de una vez.
          Owen decía en una carta, de manera no poco oscura, que él era la conciencia teológica de los Contemporáneos. Quizás lo fue más bien en exclusiva de su amigo dilecto, Xavier Villaurrutia. Es acaso Owen el que está detrás de ese Dios entre signos de interrogación del “Nocturno grito”, porque acaso la misma presencia (o ausencia) radical se encuentra en la demanda de Owen dirigida “al que me sueña”.
          Qué difícil evitar los hilos que relacionan a las posturas de ambos poetas no sólo con Segismundo sino con el entramado de “Las ruinas circulares”. Qué arduo evadir la sospecha de que los dos poetas se soñaban uno al otro, de cierta manera, y que siguen soñándose en la eternidad.

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Deseo y serenidad

Esa vieja advertencia según la cual lo peor que puede pasarte es que se realice lo que deseas, no es más que un habilísimo freno impuesto por el fariseísmo de la modernidad, un tremendo espantajo que no sólo nos lleva a no desear, sino a ni siquiera aprender el arte del deseo. Y ese arte te enseña que debes tener cuidado con lo que deseas, y no porque se te vaya a cumplir, sino precisamente porque mientras más desees, menos conseguirás. O conseguirás cualquier cosa menos aquello que deseas, en la medida misma en que lo deseas. Lo único que quiero es tenerte: será bueno que desde ahora sepa, con serenidad (es la culminación del arte de desear), que es lo único que jamás tendré.
          Y aún más: si por una casualidad sideral te tuviera, eso sería la prueba terminante de que no era en verdad lo que deseaba. La satisfacción del deseo es el defecto del deseo, una mera incidencia que no tiene la menor importancia. El deseo es siempre de algo más allá, es decir, de lo imposible. No se desea para conseguir, sino para desearse, siempre insatisfecho pero siempre deseante.

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Estallido

Te decía que era como si el pecho me fuera a estallar, pero tendría que haber dicho que mi pecho es estallar. Estoy lleno de cosas, de ansias de saber, de ver, de hablar, pero en última instancia de lo estoy lleno es de ti, porque eres tú quien origina que yo pueda llenarme. Y si el pecho me va a estallar, es por ti, no por las cosas. Estallar es uno de los verbos que más sitúan en el tiempo: concebimos estallar como un instante, pero para ser justo debería ir contra la lógica del lenguaje, y decir que no es que mi pecho vaya a estallar, sino que es estallido, y eso sin volverlo una imagen congelada, todo lo contrario. Por ti —en ti, gracias a ti— vivo en el estallido.

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Mónimo o la opinión

Es bella la opinión del cínico Mónimo: “Que todo es opinión”. (Es necesario recordar que la palabra cínico tenía otra acepción muy distinta en la antigüedad, y que formaba parte de una escuela de pensamiento que sería la opuesta a lo que hoy se califica como cínico.) Mónimo opina que no hay verdades sino opiniones, que si tomo algo por verdad es por cariño o miedo a quien la propone, y que una muestra de ese afecto o de ese temor es precisamente mi impulso voluntario de tomar por verdad (lo sé y lo sabe quien la emite) aquello que no es sino una opinión, tan válida o inválida como cualquiera otra.

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El equilibrio

En Ciudadela, Saint-Exupéry admite que conseguir el equilibrio de la vida cuesta inmensos esfuerzos, y añade que, cuando raramente alguien logra ese equilibrio, lo que ha obtenido se mide en función de lo que a la vez ha perdido. Y es que, en la medida en que llega al equilibrio, se aleja de las magnitudes en equilibrio: se ubica en el fiel de la balanza y ya no en uno u otro plato. En otras palabras, para él, la vida está ahora ausente. El equilibrio es acaso una idea, o mejor dicho, una relación entre dos ideas. Existe un equilibrio sin duda, pero existe más allá de lo “ideal” y de lo previsible.

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Dibujo de un cordero

Y así, buscando al ángel sin saberlo, subimos a nuestros aviones y vamos a caer en el desierto. Y si somos muy afortunados, ahí lo encontraremos. Porque los ángeles son exiliados que deambulan por el desierto y están amnésicos, y si sabemos cómo arrullarlos, comienzan a recordar los mundos que han visitado buscando al hombre sin saberlo.
          Y si somos extraordinariamente afortunados, los oiremos recordar:
          “Entonces vino la serpiente y me dijo: ‘¿Para qué buscas al hombre? El hombre es un experimento fallido y pronto se destruirá a sí mismo y no quedará de él ningún rastro. Ven conmigo, y te mostraré algo mejor y verdadero’.”
          El ángel le responderá: “No. Dios creó al hombre y es al hombre al que yo busco”. Y la serpiente exclamará: “Me buscas a mí, porque el hombre me creó y yo creé a Dios”.
          Los ángeles irán con la serpiente, porque no hay en ellos la menor traza de malicia, y es por ello que los hombres no los entienden, y es también por ello —es decir porque no los entienden— que los buscan sin saberlo, y que si son inusitadamente afortunados, dan con ellos en el desierto, y los abrazan, y ambos saben que se han buscado sin saberlo.