viernes, 25 de julio de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, V (¿Qué con el amor?)


DGD: Textiles-Serie roja 8 (clonografía), 2009

Una vertiente esencial de este tema tiene que ver con el amor. Swann es un enamorado del amor. La segunda parte del tomo uno de En busca de tiempo perdido se llama Un amor de Swann y el tomo entero tiene como nombre Por el camino de Swann. Proust nos lleva por ese camino cuando habla de la luz.

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No es que los enamorados cierren los ojos al besarse: es que se les cierran los ojos. Una sabiduría corporal los hace saber que el misterio del amor florece en donde la visión total no lo lastime. Acaso en este sentido el amor es visión reflejada.

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Pocos poetas asumieron ese lado metafísico del amor como Pedro Salinas. Uno de sus poemas exclama: “La luz lo malo que tiene / es que no viene de ti. / Es que viene de los soles, / de los ríos, de la oliva. / Quiero más tu oscuridad”.
          Pero acaso el poeta no habla de la oscuridad sino la luz reflejada, como trasluce en uno de sus poemas fundamentales:

Si la voz se sintiera con los ojos,
¡ay, cómo te vería!
Tu voz tiene una luz que me ilumina,
luz del oír.
Al hablar
se encienden los espacios del sonido,
se le quiebra al silencio
la gran oscuridad que es. Tu palabra
tiene visos de albor, de aurora joven,
cada día, al venir a mí de nuevo.
Cuando afirmas,
un gozo cenital, un mediodía,
impera, ya sin arte de los ojos.
Noche no hay si me hablas por la noche.
Ni soledad, aquí solo en mi cuarto
si tu voz llega, tan sin cuerpo, leve.

El poema cumple su más íntima vocación: ser universal porque es intensamente personal e irrepetible. Todo enamorado conoce esa experiencia: la de estar solo en su cuarto, esperando una llamada telefónica y apagar la luz cuando se presenta esa voz que es luz del oír. Y quizás en el otro extremo del hilo la otra persona hace lo mismo. El amor es pura luz reflejada, una cura recíproca de la noche que se vuelve día.

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El poema termina de este modo:

Porque tu voz crea su cuerpo. Nacen
en el vacío espacio, innumerables,
las formas delicadas y posibles
del cuerpo de tu voz. Casi se engañan
los labios y los brazos que te buscan.
Y almas de labios, almas de los brazos,
buscan alrededor las, por tu voz
hechas nacer, divinas criaturas,
invento de tu hablar.
Y a la luz del oír, en ese ámbito
que los ojos no ven, todo radiante,
se besan por nosotros
los dos enamorados que no tienen
más día ni más noche
que tu voz estrellada, o que tu sol.

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La civilización es intensamente visual. Lo sabe don Juan Matus, que advierte a Carlos Castaneda que el ser humano descifra el mundo ante todo por medio del sentido de la vista, y le pide concentrarse en el mundo sonoro: la “luz del oír”, en palabras del poeta. Don Juan era un gran lector de poesía, y consideraba que los poetas experimentan a veces una especie de iniciación espontánea.
          Luego de que Castaneda le lee un poema de José Gorostiza, don Juan comenta: “Al oír el poema, siento que ese hombre está viendo la esencia de las cosas y yo veo con él. No me interesa de qué trata el poema. Sólo me interesan los sentimientos que el anhelo del poeta me ofrece. Siento su anhelo y lo tomo prestado y tomo prestada la belleza. Y me maravillo ante el hecho de que el poeta, como un verdadero guerrero, la derroche en los que la reciben, en los que la aprecian, sólo reteniendo para sí su anhelo”.

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Probablemente don Juan diría que esas criaturas divinas adivinadas por Pedro Salinas —esas almas de los labios, esas almas de los brazos— no sólo son reales —todo es real— sino que son el amor. Pero el amor es locura, diría cualquier enamorado; ¿podría ser, también, cura, cura de una locura mayor, que es un mundo sin amor?

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martes, 15 de julio de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, IV


DGD: Textiles-Serie negra 5 (clonografía), 2008

La orden genésica Fiat Lux (“Hágase la luz”) es una mala traducción del lenguaje divino. Se trata de una traducción sucesivista que convierte a una creación plural y simultánea en un acto único e irrepetible. Menos equívocos habría habido si en el canon se hubiera registrado la orden como Fieri Lux. No “Hágase” sino “Dé en hacerse”.
          La luz hecha sólo puede contemplarse desde fuera, lo mismo que sucede con la frase hecha y el hombre hecho. En cambio, de la luz por hacerse (o mejor, en hacerse), sólo podrían desprenderse una frase que nunca puede terminar de pronunciarse y un hombre haciéndose sin fin.
          La luz no significa nada si se mira desde fuera; el hombre carece de sentido si se concibe como mero espectador de un universo ajeno, incomprensible, indiferente y amenazador. La luz y el hombre no han sido “hechos” sino dados en hacerse: fueron hechos para darse y fueron dados para hacerse desde dentro.

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En la noche 284 de Las mil y una noches, Ibrahim ben-Sayar pregunta: “¿Qué cinco cosas creó el Altísimo antes que a Adán?”. La respuesta es: “¡El agua, la tierra, la luz, las tinieblas y el fuego!”.
          He aquí un giro inquietante, puesto que casi todos los libros sagrados coinciden en que “En el principio era la oscuridad”. Queda el recurso de considerar, por un lado, a la oscuridad primigenia, y por otro a las tinieblas creadas junto con la luz, del mismo modo en que podría concebirse a esa oscuridad “primera” (u originaria) como un eufemismo del vacío o la nada; las tinieblas ya serían “algo”, del mismo modo en que lo es la materia oscura.
          Porque la orden genésica no fue “Hágase la oscuridad”. En la fórmula sagrada “En el principio era la oscuridad”, las tres primeras palabras son retóricas (equivalen al imposible “antes del origen”, es decir, “antes de que fuera posible decir antes”). “En el principio” es una fórmula humana: la oscuridad era. No estaba “hecha”: era. Y era absoluta. No puede, por tanto, llamársele originaria; después de esa oscuridad vendrían las tinieblas, que apenas se le asemejan, sobre todo porque ellas sí pueden ser reconocidas como originarias.

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Puesto experimentalmente en términos sucesivos: había vacío y de pronto hubo oscuridad; ésta es el principio porque, si se hace caso a la dialéctica, lo oscuro implica a lo luminoso, del mismo modo en que lo alto implica a lo bajo o lo caliente a lo frío. En otras palabras: oscuridad es sinónimo de ausencia de luz.
          La oscuridad era el principio y, podría decirse, también el final. Pero aún si fuera así, se trataría de dos oscuridades diferentes. Una, la del principio, es aquella que ignora que es ausencia de luz: no la conoce, sólo la implica. Ignora que está enferma. La oscuridad del final, en cambio, es la que ha conocido a la luz y su viaje portentoso. Es una oscuridad curada.

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La oscuridad no es sólo el principio: es también el Creador. El primer acto de la cura de luz fue crear a la divinidad capaz de pronunciar el sagrado Fiat lux.

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Acaso el Fiat lux es “Hágase la cura”, y otro modo de decirlo sería “Hágase la conciencia”. Y otro modo de decirlo es “Sea Yo consciente”. Y otro modo de decirlo es “Sea Yo”.

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domingo, 6 de julio de 2014

Notas dispersas a La cura de luz, III


DGD: Textiles-Serie blanca 32 (clonografía), 2012

La luminoterapia no guarda sino una vaga semejanza con el bronceado. Quien se broncea usa un antifaz: tiene los ojos cubiertos, es decir, no ve la luz, mientras que el que recibe la cura de luz debe verla. Verla es ya una parte sustancial de la curación. Acaso porque ver la luz es verse, mientras que la oscuridad es precisamente la negación de la mirada. Aquel cuya lámpara se apaga en las tinieblas pierde no sólo la mirada (el camino, el rumbo) sino los contornos (la memoria, el sentido).

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La idea de una “cura” tiene también implicaciones muy profundas en las artes narrativas: “La función esencial de la obra dramática (como la del cuento de hadas)”, escribe David Mamet, “consiste en ofrecer una solución a un problema que no es asequible a la razón. La obra dramática eficaz es la que nos induce a dejar en suspenso nuestro juicio racional para seguir la lógica interna de la obra, de forma que nuestro placer (nuestra ‘cura’) sea la sensación de liberación al final de la historia. Disfrutamos la satisfacción de ser partícipes en el proceso de solución antes que el logro intelectual de haber observado el proceso de construcción”.
          La catarsis es también una cura: el espectador busca una liberación de algo que lo oprime y para lo que no existe definición racional. Busca luz en una oscuridad que no tiene nombre. Dicho de otra manera: la luz es el nombre.

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Con lucidez genésica, Dylan Thomas exclama: “La luz irrumpe en donde ningún sol brilla, / en donde no se alza mar alguno”. La luz precede a los soles, y también a los mares. “Las aguas del corazón”, canta el poeta, “impulsan a las mareas.”

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Y la luz es el misterio. No la oscuridad. Tomás Segovia lo destaca: “El misterio no es sombra sino luz; incluso para aquellos a quienes se les revela entre las sombras no es sombra, sino luz entre las sombras”. En contra de la definición usual, el misterio no es lo que se oculta en las tinieblas sino lo que se revela a la luz, es decir, en la luz. Se dice en aquel fragmento de la poética evangélica: “No se puede esconder una ciudad cuando está situada sobre una montaña. No se enciende una luz y se pone debajo de la cesta de medir, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa” (Mateo 5:14-15).
          Segovia escribe:

Lo que define al misterio no es el estar escondido, sino el ser indestructible. Lo que está escondido puede ser descubierto y es difícil o es oscuro, pero no misterioso. El misterio no puede ser descubierto porque no está cubierto: es radiante. [...] El misterio no es lo que no se ve, sino lo que no se explica. [...] El misterio es evidencia y no ocultación, y si a veces creemos que se esconde o más bien que nos huye, es por una confusión: lo que pasa es que no se deja penetrar. [...] El que esconde un misterio podemos estar seguros de que miente: si de veras fuera un misterio no tendría miedo de que la mirada o el examen lo disiparan, como sucede a los falsos poetas, que aborrecen las preguntas porque creen que contestarlas es convertirse en maestros de escuela o porque no las saben contestar.

El misterio existe a plena luz: es la plena luz.

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“¿De quién son los ojos que miran?”, se pregunta Ítalo Calvino. Fecunda polisemia, porque si bien en primera instancia esa pregunta podría re-enunciarse como “¿a qué persona pertenecen esos ojos que miran?” (son los ojos “de”, pertenecen “a”), en segunda instancia podría estar sugiriendo que esos ojos que miran pertenecen a alguien o algo distinto de esa persona, a alguien o algo que estaría “detrás” de esos ojos y mira a través de ellos (los ojos de A tienen detrás a la mirada de B; por tanto, los ojos de A son de B: pertenecen a B; y aún más: pertenecen a A porque son de B). En este último sentido, la aguda pregunta de Calvino podría tener un cierto rumbo de respuesta: “Los ojos que miran pertenecen a la luz”.

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