martes, 25 de agosto de 2015

La trampa del bien supremo



DGD: Redes 52 (clonografía), 2008


A nivel teórico, el mal metafísico se relaciona con el orden o desorden del universo. Los pensadores coinciden, al menos, en un punto elemental: todo mal es esencialmente negativo, puesto que consiste en una ausencia, un vacío. De modo muy significativo, el hombre ha visto siempre esa ausencia como despojo. El mal no es la adquisición de algo sino la pérdida de un elemento necesario para la perfección. Y una vez más puede preguntarse: ¿qué es la perfección sino el estado divino? Una vez más aparece aquella perversa dinámica que señalaba Gerrit Berkouwer: la confusión de negatio con privatio. La perfección a la que tienden los deseos, necesidades y vocaciones de los individuos, ¿se contentará con llegar al punto máximo de realización humana?, ¿o una vez llegado a este punto se verá que no es sino una “perfección todavía imperfecta” y que ella aún ansía la única perfección ideal, la de la divinidad? ¿No lo dice aquella antigua fórmula a veces atribuida a los padres de la Iglesia y a veces a los más sagaces heresiarcas, “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios”?

Puede colocarse esto en forma de premisas: 1) el hombre fue creado ex nihilo y de ello provienen sus limitaciones; 2) el mal es la máxima limitación porque es lo más esencialmente negativo. De esto la humanidad concluye que 1) el mal es la nada: a la vez el origen del ser humano y su máximo límite; 2) el individuo ha sido despojado porque se le dio origen en la nada y no en el todo. Pero si hubiera nacido del todo, precisamente encontraría límites en todo: en cada parte de sí mismo y en cada parte de su universo. De esta sospecha surge otra conclusión inferida: 1) de algo que tiene su límite en la nada puede también decirse que es ilimitado; 2) el hombre se siente sujeto de una trampa, de un engaño: fue creado de la nada pero es limitado; la trampa consiste en que él mismo debe encontrar la forma de “infinitizarse” (en el término acuñado por Néstor Martínez). Fue engañado porque se le dio al mal como origen (la nada) y al bien como desafío (el todo).

“El deseo es dolor en sí mismo”, decía Schopenhauer. ¿Es el mal metafísico el supremo deseo de ser dioses, aun al precio de que si esto se consiguiera estaríamos condenados a crear otros universos imperfectos en los que las criaturas sufrientes desearían ser como nosotros? ¿O el mal metafísico es simple y sencillamente el deseo de tomar el cielo por asalto, ya sin otros fines que la pura rebelión, la pura expresión de libertad (como denuncia Dostoievski en Memorias del subsuelo)? ¿Es eso justamente lo que intentó hacer el ángel caído, a quien se llama Nadie y cuya rebelión no tuvo otro motivo que el de ejercer hasta las últimas consecuencias lo que el creador le había dado, la tendencia hacia la perfección, la trampa del bien supremo? Sin embargo, ¿cómo la libertad puede ser el objetivo si, según se dice, el hombre fue creado libre? ¿Quieren ángeles y hombres liberarse de la libertad, o precisamente de aquella que los llevó, a ellos o a Dios, a la invención del mal?

“Querer que el mal sea imposible”, exclamaba Joseph de Finance, “es querer que lo que no es Dios sea Dios; es querer la contradicción.” Pero es que acaso se trata de eso precisamente, de buscar la contradicción, de cumplirla, de reivindicar la suprema contradicción de la divinidad. Es la pregunta operativa de Leibniz en su respectiva Teodicea, tan poderosa antes de que Leibniz se aplicara a responderla: “Si Dios existe, ¿de dónde proviene el mal? Si no existe, ¿de dónde proviene el bien?”.

En éxtasis, santo Tomás profiere: “Si hay mal, existe Dios”. ¿Qué tiene de verdaderamente herético o demencial el deseo de un mundo sin mal, es decir, sin Dios? Si un universo en el que el mal no existe es “absurdo e imposible”, ¿qué hay de ilusorio, disparatado o pueril en la necesidad de lograr, entonces, lo imposible? (Así sea aniquilando en primer lugar a la lógica, es decir, a la mentalidad racional y binaria que hace imposible la existencia de lo absurdo e imposible: el círculo cuadrado.) ¿Actuó de este modo el ángel caído, quien en un segundo adivinó que si no hay mal, no existe Dios? (En el espejo mítico, Judas Iscariote habría adivinado lo mismo en el momento de su máxima revelación: si no había traición, no habría crucifixión ni, por tanto, redención.) ¿Luzbel actuó, pues, por amor, puesto que Dios le había puesto en las manos ni más ni menos que la existencia de la propia divinidad? ¿O actuó por maldad y quiso eliminar el mal y el sufrimiento de la creación por medio de eliminar a Dios? La religión afirmará que toda criatura tiende a fundirse en el Principio del que surgió. Pero la respuesta de la historia humana es otra: no es en un “otro mundo” en donde el hombre desea ser Dios, sino aquí mismo, en el mundo de la materia, y ahora mismo, en el tiempo y no en la eternidad. El máximo (y más secreto) mal es el que impide el máximo (y más secreto) deseo.

*

Bibliografía

Gerrit Berkouwer: Sin, William B. Eerdmans, Grand Rapids (MI), 1971.

Néstor Martínez: El retorno del maniqueísmo en la teología de Andrés Torres Queiruga, Facultad de Teología del Uruguay, Montevideo, 2001.

Joseph de Finance: Existence et liberté, Emmanuel Vitte, Lyon, 1955.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]


No hay comentarios: