domingo, 7 de febrero de 2016

Auras y rasgos del ensayo (X, y final)


DGD: Redes 40 (clonografía), 2008


23. Ensayo y poesía. Hemos intentado ver la relación entre dos polos: la narrativa y el ensayo. Pero acaso la expresión más alta de ensayo se da en su relación (su combinatoria) no con la narrativa sino con la poesía. La muestra más depurada se halla en la escritura de Tomás Segovia, uno de los esenciales ensayistas hispanoamericanos que sin embargo quería ser recordado como poeta.

El ensayo puede aliarse con la ficción y la poesía, puesto que, por otro lado, tampoco el ensayo busca realmente al pensamiento puro. Lo manifiesta la obra ensayística de Segovia, que no busca el pensamiento puro sino la alianza de la inteligencia con todos los modos posibles (y algunos imposibles) de ejercerla para lograr, más que un ensayo racional, un arte del pensar. Esto se cumple a cabalidad en todos los ensayos de Segovia, pero sobre todo en sus cuadernos de notas, a los que en conjunto llamó El tiempo en los brazos y que existe publicado en tres tomos.

24. Arte de pensar. El último rasgo que nos interesa es aquel que surge de la obra de Segovia y que podría llamarse “arte de pensar”. Es curioso que en el discurso intelectual de la modernidad la palabra “moralista” se ha vuelto impugnadora y altamente despectiva. Es curioso porque Segovia ha definido al ensayo como discurso moral por excelencia, y es precisamente a eso a lo que aquí nos referimos con el término cosmovisión. No basta con mirar mucho: el paso siguiente e indispensable es darse cuenta de que el ensayo no sólo tiene derecho a la disidencia sino la obligación de disentir. Para Segovia el ensayo tiene un carácter fundador cuando colabora en la búsqueda del sentido íntimo y último del valor y del deseo —lo que significa un carácter colectivo y universal.

El propio Adorno especifica que la moral comienza con la crítica a toda ilusión de neutralidad. En una entrevista de Le Nouvel Observateur (noviembre de 1964), Jean-Paul Sartre respondía a la pregunta “¿qué es una ideología?” de este modo: “Es un pensamiento sintético producido en nosotros por los hechos sociales y que intenta volverse sobre ellos para conjuntarlos en la unidad más o menos rigurosa de una misma visión”. Y a la pregunta “¿qué es la política?”, la respuesta de Sartre era aún más contundente:

Para mí no quiere decir una actitud que el individuo puede tomar o abandonar según las circunstancias, sino una dimensión de la persona. En nuestras sociedades, se “haga” o no política, se nace politizado; no puede haber una vida individual o familiar que no esté condicionada por el conjunto social en el que aparece y, por consiguiente, todo hombre puede y debe —aunque sea para defender su vida privada— actuar sobre los grupos que lo condicionan: que se deje llevar por el curso de las cosas o que intente orientarlas, tiene necesariamente una eficacia colectiva que entraña un agrandamiento real y una socialización de su persona. Pero se ha quitado a la juventud el sentimiento de que puede obrar en escala mundial sin explicarle cómo puede hacerlo en su propio país. No es por azar. Decir que la juventud está despolitizada es desear que ella lo esté y trabajar para que lo devenga un poco más. [...]
  La política es una dimensión permanente. Estoy convencido que la despolitización de un joven es siempre aparente. No puede traducirse sino en falta de lucidez. La izquierda ha perdido su encanto. Como la derecha no es tampoco muy atractiva, el joven se desliza hacia el cinismo. Esa despolitización no significa que el joven haya sido cercenado de sus reinvindicaciones políticas, sino que se ha conseguido ocultárselas.

Brota aquí la necesidad de regresar a la frase inicial de la presentación que hace Montaigne de sus ensayos: “Este es un libro de buena fe, lector”. Si el directamente aludido, el lector, no se detiene con cuidado en esas palabras, tomará la afirmación como una simple fórmula cortés, una coquetería o una aspiración de honestidad. Pero si Montaigne comienza con esa declaración es porque se está oponiendo a algo, que es precisamente la tradición de una literatura de ideas usada con mala fe.

Si hay una frase que defina el rasgo más profundo del ensayo, y a la vez el menos visitado, es buena fe. Es, también, el único modo posible de definir cosmovisión, una actitud que liga a libros intensamente solitarios (la memoria elige títulos como San Genet de Sartre, La tumba sin sosiego de Connolly o Imagen de John Keats de Cortázar) que son columnas en las que se basan muy distintas búsquedas a veces sin reconocerlas (El loro de Flaubert de Barnes lo debe todo a El idiota de la familia de Sartre).

Todos estos libros solitarios pueden interconectarse un poco a posteriori, como la mirada que dibuja una constelación entre determinadas estrellas, y acaso el elemento que permite esa conexión es la actitud, es decir que muy bien cualquiera de ellos podría iniciar con la sentencia de Montaigne: “Este es un libro de buena fe, lector”, porque de una u otra manera se vuelven contra una oscura tradición basada en la imperante mala fe. Es entonces que cobra sentido la declaración de Tomás Segovia: “asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.

Liliana Weinberg aprecia esto con acierto:

Para Segovia el ensayo es el género más propiamente moral. Todo ejercicio de responsabilidad remite a un horizonte ético: en todo acto humano hay una referencia a una instancia moral que juzga en nombre de la humanidad toda. Se trata de la exigencia ineludible de que todo acto humano tenga que responder ante el tribunal de la humanidad: todo acto nuestro tiene necesariamente un sentido moral.

          Segovia advierte que las ideas imperan, que hay un imperialismo intelectual, difundido de mil maneras distintas. Por dar un solo ejemplo, se da cuenta de que en el fondo de prácticamente todas las historias que nos cuentan la televisión, el cine comercial o la literatura de consumo, está “el seudodarwinismo de los que defienden que la competencia es tan benéfica, evolutivamente, para la historia humana como para la evolución animal”. Y anota: “Habría que señalar que en los animales gregarios la agresividad es interindividual y también de especie a especie, pero que en cuanto a la especie como colectividad no sólo no hay agresión, sino muchas veces solidaridad”. Y en este caso anota en su diario:

El proyecto humano no se origina, como la evolución biológica, en unas propiedades químicas de unas moléculas complejas, sino en las propiedades de la comunicación simbólica. Si puede decirse que hay una “naturaleza” humana, no es en el mismo sentido en que hablamos de la “naturaleza” de una piedra o de una amiba. Se trata de la “naturaleza” del mundo simbólico, el cual es legítimo postular que tiene ciertas propiedades intrínsecas y universales.
  Entre ellas sin duda la de hacer proyectos y tener valores, que pueden verse como propiedades complementarias, pues ambas son facetas del Deseo: tener valores es relacionarse con el mundo en términos de deseable e indeseable, y formar proyectos es desear instaurar un estado de cosas —deseables, o sea valiosas, con lo cual se cierra el círculo.
  Ser humano es desear lo humano (en su realización concreta, amar el sentido y los lenguajes), y es claro que el odio a lo humano, en la medida en que existe efectivamente, es falta de amor —o sea falta—, mientras que el amor no es falta de odio.

          En un mundo basado en la mala fe, “lo que es subversivo es la buena fe”, dice Segovia. El sentido se sustenta en la buena fe, y es precisamente por eso que la tendencia intelectual se basa en ridiculizar a toda buena fe. La acusación de “moralista” es parte de esa ridiculización. Se trata (escribe Segovia en su cuaderno en agosto de 2009) de “la evidente deriva de la vida social, desde el fin de la Guerra Mundial, hacia la exteriorización, la banalización, la tiranía de la superficie y lo superficial, el culto de la imagen, el vaciamiento del contenido y la sospecha arrojada sobre toda profundidad, toda comunicación, toda buena fe”.
          Si hay un rostro del ensayo, podemos (y acaso debemos) imaginarlo compuesto por los rasgos que Segovia encarnó con admirable rigor y disciplina: juego, aventura, desnudez, buena fe.

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Bibliografía
Tomás Segovia: El tiempo en los brazos, tomo III, Ediciones Sin Nombre, México, 2015; anotación de julio de 2010.


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